Literarte

Sitio que recoge algunos de los cuentos cortos del autor José O. Alvarez, Ph.D.
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sábado, septiembre 02, 2006

El Show de la Esfinge

Por José O. Alvarez

Cuando el profesor dijo que pintáramos un tigre me acordé del dicho que había oído varias veces de que el tigre no es como lo pintan y me puse a dibujar un tigre que no era tigre, ni jaguar, ni nada por el estilo sino una mezcla de tigre con alas de cóndor, cola de serpiente y torso de mujer. El profesor recogió los trabajos. Cuando vio el mío se burló de mi incapacidad de concentración. Ya le había dicho a mi madre que tenía que llevarme al siquiatra porque sufría de ADD. Las tres letras se las pronunció en inglés porque se ufanaba de mezclar esa lengua en todas sus conversaciones. Veneraba al Norte mientras despreciaba al Sur.

Lo mostró a la clase con sorna y todos se burlaron de mí excepto Celia quien con su mirada quiso decirme que no les hiciera caso, que a ella le parecía fabuloso ese tigre alado. A la hora del recreo me lo susurró al oído. No quería que la tomaran por loca. Lo hacía con palabras para levantarme el ánimo como lo hace ahora con masajes cada vez que me ve alicaído.

El profesor recogió todos los tigres y los guardó en una carpeta. El mío lo botó a la basura. Lo miré con rabia y sentí unas ganas enormes de ser un tigre para saltarle encima. Ya estaba harto de que me llamara la atención. No me dejaba concentrar en mis ensoñaciones. Me sacaba de ellas abruptamente con sus gritos o sus golpes en mi espalda. Una vez me hizo ver estrellas con un cocotazo que me dio.

Mientras escribía en el tablero vi al tigre alado salir de la basura y saltar por la ventana como si se hubiera echado a volar. Los compañeros estaban tan distraídos que no se dieron cuenta. Celia si lo vio. Eso me dijo en el recreo no sé si para levantarme los ánimos.

Al llegar a mi casa lo vi en el patio. Era una versión acabada de los trazos de mi dibujo. Quise convertirlo en mi mascota pero mi madre se lo vendió a unos magos de un circo de medio pelo que pasó por el pueblo.

Fue Celia la que me dijo un día que alguien le había dicho que en Las Vegas había un espectáculo con un animal parecido al bosquejo que el profesor me había tirado a la basura. Se le metió a la cabeza que en lugar del viaje que le tenían prometido a Disney para sus quince que la llevaran a Las Vegas a comprobar si era cierto lo del “Show de la Esfinge” como me dijo que le decían a ese espectáculo..

—Es parecido al que tu pintaste —me dijo emocionada cuando regresó de su viaje.

—Esas son sugestiones de la gente y trucos que se pueden hacer ahora con PhotoShop —le dijo displicente el profesor de marras. —Animales como esos no existen sino en la imaginación —Molesto la mandó a sentar.

Los niñas cansaron a sus padres. Inspiradas en Celia, tampoco querían fiesta de quince sino viaje a Las Vegas a ver el espectáculo de “el chou de la Esfinge”. Organizaron una excursión e invitaron al profesor que lo hizo más para aprovechar y quedarse en el Norte que porque le interesara el “show”.

Le consiguieron puesto en primera fila aunque ellas por temor se hicieron en la parte de atrás.

Cuando uno de los tigres blancos fue transformado por arte de magia en el tigre alado con cola de serpiente y torso de mujer el profesor comprendió tarde que ya no podría hacer realidad su anhelado "american dream".

Amores virtuales


Por José O. Alvarez

A los 84 años encontró en el Internet remedio a su soledad. Varias veces había pensado en volarse los sesos. La depresión la tenía azotada. Su hijo había tratado todo lo que tuvo al alcance para darle gusto. Por fin se le ocurrió regalarle un Laptop con conexión super-rápida e inalámbrica al Internet. Sabía que ella pronto se cansaría de esa novedad como siempre le pasaba y él podría usarlo sin la cantaleta de que para qué compró eso si ya tenía aquello; qué ganas de gastarse el dinero en todo lo que le ofrecen; que mire que ahorre para cuando esté como yo no tenga que vivir de la caridad de los hijos; que, en fin, una retahíla que ya no le hacía mella.

Santo remedio. No dejaba el Laptop ni para ir al baño. Allí era donde más lo usaba. Varias veces la encontró dormida con mensajes instantáneos congelados de hombres que le escribían cosas atrevidas y por lo poco que alcanzaba a leer, ella no se quedaba atrás.

Un día sacó del clóset una foto en blanco negro de cuando estaba soltera. Hermosa, alta, mirada altanera. Maria Félix la hubiera tomado por hermana gemela. La llevó a un sitio donde le pusieron color y se la digitalizaron. A muchos pretendientes enloqueció con esa foto. El sonidito de los mensajes instantáneos no paraba de sonar. Todos le ofrecían el cielo y la tierra. A todos les contestó. A todos les dijo que sí.

Del oriente le llegaban mensajes de jaques poderosos dispuestos a entregarle el subsuelo lleno de oro negro con tal de que se desposara con ellos. De la India, de príncipes de castas encumbradas. De Suramérica, de capos de la droga. Por fin un cuarentón la atrapó no por el dinero sino porque se parecía al primer novio que se murió de pena porque no lo dejaron casar con ella por ser un pobre diablo. Correos fueron, correos vinieron. El cuarentón se derramada en prosa y hasta poemas sacó de su manga para enviárselos llenos de corazoncitos que saltaban en la pantalla destrozados por Cupido.

Un día que salió a acompañar a su hijo a la librería principal vio a una chica igual a ella similar a la imagen digitalizada. Le pareció verse a sí misma 65 años atrás.

—Hija —le dijo. Podía ser su tataranieta. La chica la miró como se mira a los locos. El hijo pidió disculpas y gentilmente la invitó a tomar un café.

La chica aceptó ante la insistencia que le ejercieron tanto hijo como madre.

El cuarentón ha venido, se ha ido y ha vuelto a venir cargado de regalos y de promesas de amor.

He sido invitado a la boda. Ella también. Todos creen que es la abuela y la novia la hija de mi amigo.

Artistas en USA


Por José O. Alvarez

Siempre quise ser actor de cine y en caso extremo de televisión. Por eso apenas vi el anuncio en el periódico convencí a mi hermano para que me acompañara a la audición. Por el camino le confesé mis aspiraciones y le pinté castillos en el aire mientras mi hermano me miraba con pesar. Grandes escenografías y hasta alfombras rojas desfilaron por mi mente febril. Nos engañó el hecho de que la dirección que nos dio la voz por el teléfono la marcaba Mapquest en el corazón de Coral Gables. Cuando llegamos a una mansión golpeé la puerta. Una señora muy aseñorada en cuyo rostro se dibujaba la decadencia señorial, sin dejar que preguntáramos, nos dijo que si era para lo de la audición que diéramos la vuelta.

Al fondo, en un aparta-estudio nos recibió un mulato muy efusivo. Las paredes estaban llenas de títulos. Luego mi hermano me diría que no servían ni para limpiarse el trasero. Descuidado que soy no me di cuenta que ninguno de ellos lo acreditaba ni siquiera como bachiller. La reticencia de mi hermano es como un sexto sentido que le hace ver las cosas como realmente son y no como nos las pintan. Lo que vi a la fuerza, porque nos lo señaló el mulato, fue la proclama del Alcalde acompañada con una foto donde el burgomaestre estrechaba la mano del artista vestido con arandelas mientras parecía preguntarse cómo diablos había caído en esa emboscada.

–Han llegado al lugar preciso –nos dijo.

–¿?

–Dejen esa cara de interrogante. Alégrense. De aquí para Hollywood. Si saben algo de inglés les va a ir mejor que a Antonio Banderas o a la Penélope Cruz que apenas lo chapucean.

–¿Y qué hay que hacer? –preguntó mi hermano con la impaciencia a flor de piel.

–No se me adelanten. Primero hay que empezar por lo primero. Hay que hacer unos papeles de víctimas o de victimarios en unos programas de televisión que yo utilizo como para que mis actores adquieran experiencia.

–¿Qué programas?

–Como “El juez del pueblo”, “La juez del pueblo”, “La corte”, o programas por ese corte. Ah, también tienen la oportunidad de experimentar como escritores porque pueden crear sus propios libretos sacados de su vida particular, la de sus familiares, amigos o vecinos.

Sin ofrecernos ni agua se metió a un cuarto pequeño. Al cabo de un rato salió acicalado y perfumado con un agua de colonia que mareaba por lo barata.

–Espero a unas actrices colombianas. Ellas ya han actuado en varios programas. Cuando las vean se van a ir de espaldas ... están tan buenas que ni pa’ qué –dijo mientras guiñaba el ojo, daba un beso a la punta de los dedos recogidos y lanzaba un suspiro libidinoso.

–Y ¿cuánto pagan? –volvió a contra-atacar mi hermano.

–Lo del dinero es lo de menos. Lo importante es el pergamino que les damos donde consta que ustedes han actuado en la televisión de los Estados Unidos. Van a ver que cuando regresen a su país les van a llover ofertas porque no hay nada que abra mas puertas en nuestros países que el hecho de haber probado escenarios en tierra extraña.

Dos chicas llegaron. Nos miraron de arriba abajo como tasajeando cada pedazo de nuestras carnes.

–Un poco jechones –dijo la más joven.

–Pero aguantan todavía –dijo la otra con una carcajada que se le subía a los ojos mientras nos tasajeada nuevamente.

–Si quieren pasamos al estudio –dijo el mulato mientras le sobaba el trasero a la jovencita.

Detrás de un telón había una enorme cama. En el techo un enorme espejo. A lado y lado cámaras de video y juego de luces de estudio de filmación.

Las mujeres empezaron a quitarse la ropa.

Buscando empleo


Por José O. Alvarez

Sentado solo, en mi destartalada oficina de la Universidad de Yoayo, adonde me enviaron las envidiosas cacatúas del departamento de lenguas exóticas, luego de ser nominado profesor del año por varios años consecutivos, llegó una escuálida mujer vestida de negro, con un bolso negro raído como la expresión de su cara. Los profundos surcos de su frente me recordaron los rostros curtidos del habitante de las estepas.

-Quiero enseñar alemán –me dijo con voz de hombre-. El marcado acento, que retumbó por los pasillos, lo sentí como la marcha de los ejércitos en la película Thiumph of the Will de Leni Reifenstahl.

La invité a sentarse y lo hizo con desgano, como si no hubiera probado alimento desde hacía una eternidad.

-Yo ya no soy el coordinador –le dije sin convencimiento, igualando su falta de energía-, me han degradado. Tal vez quieran sustituirme por alguien que esté al subterráneo nivel que exigen abúlicos alumnos.

Me di cuenta que estaba agobiada de problemas y que cargarla con los míos era aplastarla con el peso.

-Entonces... ¿con quién debo hablar? –dijo con voz de recluta. Posiblemente un desfile de hambre cruzó por su mente.

-Ahora lo coordina una intransigente lesbiana, -le contesté levantando los hombros como lo hacen los condenados a la horca.

Su mirada atravesó como una bala los estadios de la sublevación a la sumisión.

-Era lo único que me faltaba –dijo y su cuerpo cayó sobre la silla como reino que claudica.

En esa posición relajada noté cierto estado de gracia. Una especie de áurea la envolvía. Los surcos que le cicatrizaban la cara se fueron desvaneciendo poco a poco hasta adquirir una belleza virginal.

Por primera vez en mi vida, un sentimiento de ternura y bondad se apoderó de mí y hasta un destello de amor que sobresaltó mi corazón se unió a los rayos que empezaron a brotar de su hermoso cuerpo.

-Si habla español –le dije conmovido hasta el alma-, le puedo ceder mi puesto. Total, luego de lo que me han hecho, se me han quitado las ganas de enseñar una lengua en proceso de corrupción.

Como elevada a la divina esencia la mujer se llenó de la gracia que tienen las rosas místicas que resplandecen como estrellas en la aurora.

-No esperaba esta respuesta. Era la última puerta que pensaba tocar. A pesar de haber tenido todo el poder del universo, ahora me encuentro peor que un habitante de Biafra-, me dijo haciendo el gesto de abrazarme.

A pesar de las ganas que me dieron no sólo de dejarme abrazar sino de ampararla de caricias, no dejé de pensar que era una loca enviada por mi amigo el siquiatra que le gusta curar sus depresiones suicidas con bromas de este talante.

-He sido expulsada del paraíso. Gente diabólica me ha degradado como a usted y ando en busca de trabajo –dijo recuperando una energía celestial.

Al ver que titubiaba entre la lujuria y la veneración, colocó su mano extendida en el pecho y emulando con el índice al Sagrado Corazón, con una voz que emanaba timbres celestiales, dijo:

-Yo soy Dios.

viernes, septiembre 01, 2006

Nefertiti criolla


Por José O. Alvarez

Elvira se murió sentada mientras miraba las matas traídas desde Egipto. Acostumbrada a lidiar con la muerte todo el tiempo, la recibió como se reciben las visitas.

Al convertirse en el centro funerario más importante de la región del Tequendama, luego de regarse como pólvora la noticia de que el Cristo que comandaba la sala de velación de su funeraria no paraba de hacer milagros, Elvira tuvo que sacar fuerzas de donde no las tenía para cumplir a cabalidad con la excesiva demanda que se le vino encima.

Daba una tregua sólamente para regar sus matas que agradecidas parecían sacar vida de los suspiros y lamentos que rodeaban el ambiente.

El templado carácter de Elvira la había hecho acreedora de una fama singular. Una modesta funeraria que recibió como herencia de su padre, la convirtió en un lugar donde daban ganas morirse.

Había aprendido todo sobre la muerte. Era la única que sabía que la muerte no era una mujer cadavérica con guadaña, sino un ser andrógino que rondaba los pasillos de los hospitales, carreteras, lugares oscuros, fosas comunes y zonas de conflicto.

Su padre le enseñó el culto de los muertos. Cuando niña la dormía con lecturas del mas allá. Ella se fascinaba con sus historias a tal punto que en la escuela primaria se hizo famosa por un proyecto que presentó sobre egiptología vestida de Nefertiti, con un velo tejido por arañas, velando el cadáver embalsamado de un cliente que se había accidentado aparatosamente la noche anterior.

Siguiendo a los habitantes de las orillas del Nilo, se convenció que la vida en la tierra era algo nimio en la existencia y que lo que prevalecía era la muerte que transformaba al ser individual en parte del cosmos. Prepararse para la muerte era prepararse para la vida eterna. Como si fuera una esclava de Tanatos, tomó como una religión el arreglar para una fiesta todo cadáver que caía en sus delicadas manos porque mostraba la misma pasión que los egipcios tenían para con sus muertos.

De regalo de quince años no quiso que le celebraran fiesta porque no quería que sus padres malgastaran el dinero en una celebración donde la que menos iba a disfrutar era ella. Pidió un viaje a Egipto. En las pirámides se le escapó a los guías de la excursión y sola se internó en pasadizos oscuros que la llevaron a una especie de almacén donde conservaban muchas sustancias que se usan para embalsamar. Logró robarse unas semillas que estaban en un jarrón. Por eso solo ella sabía el secreto que guardaban las matas que cuidaba con tanto celo. De sus hojas mas tarde aprendió a hacer un té que le daba el mismo descanso que vanamente las rezanderas le deseaban a los muertos.

Del Libro de los muertos había obtenido la formula para con ellas elaborar bálsamos que inyectaba a las venas y arterias. Los cuerpos no se descomponían. Sus ayudantes aplicaban al cascaron del difunto los ungüentos que ella les daba luego de ser vaciado completamente de sus vísceras. Seguidamente se encerraba a solas, luego de tomar el té, para mostrar al cabo de un rato un reluciente cadáver lleno de vida. Rezaba unas oraciones como conjuros mágicos aprendidos del misterioso “Papiro de Turín” para purificar el cuerpo, protegerlo de las criaturas malignas y susurrarle los códigos que le permitirían entrar airoso al reino de Hades.

Como los egipcios, no creía en Dios sino en Nu, ese océano cósmico primordial donde reposan los gérmenes del mundo por venir. Aunque católica de costumbre, le gustaban los suicidas porque aceleraban el encuentro con la vida de ultratumba. Le despertaban cierta veneración porque al quitarse la vida se emparentaban a Dios quien supuestamente es el que la da y la quita. Era enemiga de la violencia, pero no dejaba de admirar a los que se colocaban una bomba y se inmolaban convencidos de que inmediatamente se sentaban a la diestra del Dios Padre, tal como lo inculcaban los líderes fundamentalistas.

Cuando se dio cuenta que la muerte le pisaba los talones, se vistió como se había vestido el día que presentó el proyecto en la escuela. Emperifollada como Nefertiti la habían visto en raras ocasiones, sólo cuando moría alguien muy importante en su vida como su prometido que se murió sin haberle dado a probar las delicias del amor prohibido. Ese día se sentó a esperar la muerte. Tal cual la tuvieron que enterrar.

En el mausoleo todavía se encuentra en esa posición. Los que no saben admiran al escultor que cinceló esa hierática estatua que parece que exhalara vida.

jueves, agosto 31, 2006

Diriangén, semental del norte



Por José O. Alvarez

Una mirada lasciva de Ramiro José acompañada de tres palabras milagrosas bastó para enamorar a mi prima Gloria.

― ... me voy a casar ―dijo decidida mientras metía en una maleta su ropa y una innumerable cantidad de carteritas que guardaba para su sobrina.

―Ojo con mi hermano que es más perro que el cacique Diriangén ―me dijo Alejandro. Los dos habían sido contratados por mi mujer para pintar la casa.

―¿Por qué? -pregunté sin ganas, desconocedor del cocido amatorio. Estirando los labios con beso torcido me señaló hacia el gordito cuya cara semejaba de inmediato las colosales cabezas labradas en piedra por los Olmecas que había visto en el museo.

Alejandro no parece que fuera el hermano de Ramiro José sino su conciencia. Lo fustiga todo el tiempo. Denuncia a los cuatro vientos su irresponsabilidad que no hace mella en la enorme cabeza.
―Tiene once hijos y otros que vienen en camino ―dijo Alejandro mientras recriminaba con su mirada a su hermano que miraba a mi primo como presa amarrada.

De acuerdo a lo que le contaron a Alejandro, el cacique Diriangén pobló toda su región con sus hijos. Se alimentaba de chocolate como lo hacía Moctezuma para tener la energía necesaria. Cada noche desfloraba a una niña núbil que le traían de toda la región del Norte de Nicaragua. A todas las preñaba.

―Esa fama de mujeriego me viene bien ―dice Ramiro José―. Aunque me sé feo las mujeres me buscan luego de que les digo mis tres palabras mágicas.

miércoles, agosto 30, 2006

Soledad canina

Por José O. Alvarez

Dicen que los hindúes huelen a mico (vestigios de imperiales supersticiones), pero mientras fueron mis vecinos jamás mi olfato de perro fue perturbado por su presencia. Por el contrario, en sus noches litúrgicas, el aroma de incienso y de esencias aromáticas se desprendía de su casa. La kármica dieta evitaba esas emanaciones nacidas de ese código de vida que llevan al practicar el Dharma.

Los hindúes regresaron a la India. Con tristeza los vi abandonar el país. “Hemos perdido todo, menos la fe en el hinduismo”, me dijo la señora. La velada resistencia de los nativos a negociar con los extranjeros los condujo a la ruina. Se fueron sin dejar ni el olor.

Los nuevos propietarios llegaron con toda su parafernalia. Una perrita los acompañaba. Los ladridos del comienzo los interpreté como parte de su desarraigo. Arrancada de Hialeah, ciudad donde merodean los perros como perro por su casa, le molestaba la soledad canina de su nuevo hogar de Miami Lakes.

Trabajaron como bestias. Sacaron closets y metieron closets. Arrancaron hasta el piso para colocar uno nuevo. La perrita, que se estremecía y agitaba con cada cambio, no dejaba de ladrar.

Súbitamente, y en progresión geométrica, el olor a excremento secado al sol caribeño, asaltó mis narices. Salir al patio se volvió un problema digestivo. Las náuseas no me dejaban asomar a limpiar la piscina, a arreglar los sprinkles, a hacer mandados.

Lo que más me dolía era no poder ver la luna, las estrellas, o leer en el infinito pascaliano lo que ya no encontraba en los libros. Esa perrita con sus roncos ladridos molestaba el merecido silencio de la noche. Mis oídos domesticados por el ruido de televisores, videojuegos, radios, ..., aceptaron a regañadientes esa exigencia sonora canina. La adaptación auditiva impidió que la olfativa cediera.

Ahora pienso que el olor de la mierda de la perrita de mis vecinos fue la culpable. Cuando les comenté a mis vecinos sobre el nauseabundo olor se pusieron como un pisco, empezaron a botar babaza, el corazón se les salió del cuerpo y en medio de los ladridos de la perra, pasaron a mejor vida, quiero decir, murieron.

Amores perros

Por José O. Alvarez

Por un accidente descubrí que el amor de perros es más fuerte que la muerte.

Al dolor del fallecimiento de su amado cánido se sumó la de sus amos, mis recientes vecinos que habían llegado con toda su parafernalia como de bazar árabe, junto con canarios, loros, iguanas y ... una perrita. Esta fiel criatura, con sus fluidos secados al implacable sol caribeño, había desatado la catástrofe. La igualadora parca impuso su implacable sello. Jadeando como perros, un síncope se llevó a mis retirados vecinos cuando les hice el reclamo.

Si antes descansaba al menos unas horas para tomar resuello, ahora no paraba de ladrar. Se volvió un tormento de 24/7 que no me dejaba concentrar en mis breves escritos. Los familiares de la difunta pareja arrancaron toda esa parafernalia que no le daba respiro a la casa y se olvidaron de la perrita. Los ladridos, absorbidos por los objetos cuando la casa se encontrada habitada, retumbaban en la soledad como si miles de perros llegaran a acompañarla una vez quedó despoblada.

Más por conveniencia que por compasión, decidí regresarla al solar de sus ancestros donde pudiera paliar la nostalgia. Como si un radar la dirigiera desde el cielo canino, me señalaba la ruta del Este de Hialeah. Al llegar a la calle ocho con avenida cuarta, a su triste aullido agregó una viuda lágrima. Deduje que me decía que en ese lugar había sido espachurrado su compañero algo que corroboraba mi olfato de perro.

Cerca de la orilla de la agitada vía, había una mancha que denotaba la marca de un animal muerto. Allí se lanzó la perra a besar el pavimento y a retozar amorosa sobre esa muestra que apenas dejaba percibir un polvo enamorado que al elevarse formaba corazones caninos. Insensibles a toda clase de amor, nadie lo notaba.

Los carros de los jóvenes pasaban veloces como si no les alcanzara el tiempo. Los de los viejos, que lo tenían contado, se detenían a sufrir con el espectáculo y a mirar de soslayo con ternura perruna a su compañera de los últimos días.

Un chico, posiblemente con parte de la botánica y farmacia que la noche anterior se había despachado en una discoteca de South Beach, no vio la perra y le pasó por encima. En sus moribundos ojos alcancé a leer algo que me decía que esa era la muerte que había deseado porque estaba hasta el hocico de vivir esa vida de perros, miserable, angustiosa y solitaria.

Me parece que es Schopenhauer quien dice que la transigencia con el ruido es inversamente proporcional a la inteligencia. La mía se estaba atrofiando con esos gruñidos. Afortunadamente ahora puedo recuperarla, aunque, después de conocer la razón de los ladridos, extraño los de la perrita como se extrañan las cosas que son marcadas por el amor.

Yo, que no creo ni mucho menos busco paraísos perdidos, pienso que en el cielo canino hay una fiesta donde ella retoza con su amado, ya sin ladrar de angustia, sino gimiendo de placer, amor y felicidad.

Luisemass


Por José O. Alvarez

(Palabras de un pedante académico dirigidas en la presentación de un libro invisible de Luis Miranda en la Universidad de Yoayo, el día 31 de febrero del año en curso).

La fenomenología fenomenológica del fenómeno que hoy nos ocupa, exige el rigor propio de las ciencias exactas que se convierten en paradigmas apabullantes que prefiguran el inexpugnable universo.

Los irresueltos problemas filosóficos, o aporías griegas, continúan llenando las páginas de los pensadores, entre ellos Luis Miranda. Acercándonos a lo socrático, Miranda trae los cuestionamientos de los cabellos (¡ah la cola perdida!), para enfrentarnos, vapulearnos cara a cara y dejarnos cuando menos se espera en la cuerda floja de saber si caeremos en el abismo o desembocaremos en el laberinto de soledades compartidas.

En términos Greimassianos, la semiótica, y dentro de ella los clasemas, son categorías abstractas donde el núcleo del significado se le da a otro significado específico en un contexto fenomenológico. Por un lado da como resultado una despreciable oposición binaria que se complementa: el lexema, el objeto término; y el semena, la mínima parte.

En “El último semenol”, microcuento de un autor que escudado en la inercia se niega a escribir largo y tendido, recoge aproximadamente estos premisas que conducen al escepticismo de la duda metódica . Ambos son importantes para nuestra clara y sencilla disertación, ya que el último le sale hasta por los oídos, ojos, cara, tronco, extremidades y especialmente por la boca. Como estas categorías fundamentan su obra, las denomino “luisemass”.

Berkeley argumenta, como para eliminar el absurdo, que no hay objetos materiales sino ideas. Identificados con esta argumentación, los "luisemass" son ideas puras que no las pueden contaminar ni lo que esconde del sol la olorosa impresión de esas regiones transparentes y compartidas sufijas al concepto.

De acuerdo a Noam Avram Chomsky, la meta de la gramática generativa transformacional es la de dar una explicación clara de las propiedades biológicas innatas en la gramática universal. Los “luisemass”, como unidades cognoscitivas, concentran las propiedades mentales que señalan las habilidades del homo gramático para construir catedrales de palabras de estirpe joyciana.

Estas estructuras universales existentes en el subconciente capaces de generar flujos y reflujos de conciencia se compadecen con los estudios de Claude Levi- Strauss para quien los “luisemass” representan la función en un sistema de signos que se hallan en estado crudo lejos del cocido lento que produce el fuego bachelardiano.

El carácter hermenéutico del luisema lo pregona el cacique de Bolombolo (un irreverente Buda le agregó otra consonante alargada que se confunde con el uno). Esa metodología de derrame verbal, pretende seguir los pasos perdidos propuestos por Carpentier para regresar a la semilla.

Esta breve nota rigurosamente fenomenológica es una simple aproximación que no es ni sombra de la sombra platónica de ese Dasein in Sein un Zeit puntualizado por Heidegger, tan caro a Miranda. En efecto, se puede argüir que en sus fárragos joycianos no falta la disquisición filosófica y los atisbos poéticos.

Michel Foucault, define el episteme como “el total set de relaciones que unifica la práctica discursiva de los sistemas”. Los “luisemass”, por el contrario, proponen el caos, la incertidumbre y la probabilidad porque se apoyan en los impúdicos semen-ass.

Huevos de oro


Por José O. Alvarez

De joven tuve sueños de ser empresario avícola, sueños que adquirían vuelo cuando a veces con «Los Condes», grupo musical conformado por exalumnos del colegio León XIII, llegábamos a Kikirikí y cada uno se despachaba un pollo en un santiamén. Las clientes de las mesas vecinas nos recriminaban con sus miradas por nuestra forma salvaje de comer. Deshuesábamos los pollos asados como festín de medioevo.

–Vamos a montar un galpón–, le dije a mi mujer al regresar de la luna de miel. Me miró con ojos de sapo, con la sorpresa de quien nunca espera una frase de alguien inclinado a vivir del cuento.

Purina nos vendió 5 mil pollitas a precio de remate con la advertencia que sonaba a orden de que era la única comida que podían consumir. “Ni por el chiras se les debe dar Raza”, había dicho el empleado de la productora de alimentos cuando cerramos el contrato de alimentación de las ponedoras.

Todo iba viento en popa. Los aminoácidos, las vitaminas y los minerales rápidamente las convirtieron en pollas y muy pronto en gallinas hechas y derechas a punto de rendir los anhelados frutos blancos que servirían para ampliar el negocio.

La construcción del galpón, una enorme maloca con techo de paja, fue el último acto comunitario de la vereda de El Salto donde participaron mis amigos y vecinos entusiasmados con la empresa, que además de dar trabajo, les brindaría la posibilidad de tener los huevos frescos al desayuno, al almuerzo o a la comida.

Los trabajadores del sindicato de Purina, posiblemente aburridos de que les dieran huevo a toda hora, se declararon en huelga. El paro general llevó a una matazón de pollitos que inundaron las aguas del río Magdalena. La cosecha de maíz se destinó para suplantar los productos de Purina.

Acostrumbradas a los sofisticados productos químicos, displicentes las gallinas miraban los granos amarillos como la pobre comida de esas criollas que se revolcaban con cualquier gallo a la vista de las 5 mil. Solamente se dignaron consumir unos pocos granos cuando las punzó el hambre.

Este cambio de dieta las puso flacas y sin celulitis, como las revolconas.
Olvidando la recomendación del empleado de Purina, mi madre les mandó dar Raza. Las gallinas recuperaron su semblante pero cacareaban sin cesar. Toneladas de alimento Raza devoraban en un santiamén hasta que se pusieron tan gordas que no podían caminar y se iban de pico (“de jeta”, decían los que las cuidaban).

–A las ponedoras se les ha cerrado el culo y hacen mucho esfuerzo pa’ cagar–, le dijo a mi madre el encargado general del galpón. –Parecen chivas porque en lugar de churretas cagan bolitas.

Para evitar que se murieran de estreñimiento se vendieron, no como ponedoras, sino como carne de gallina que no tiene casi valor. Por pesar, mi madre no quiso vender a una gallina que se había encariñado con ella. El estreñimiento la mató. Se había quedado en un rincón sin poder moverse de lo gorda y al dar el último patatús rodó como una pelota de fútbol.

Por curiosidad le hicimos una autopsia. Cuando estaban tasajeando la gallina llegaron los que habían comprado las ponedoras en busca de más gallinas. Hasta la gallina que estaba descuartizada querían llevársela al precio que fuera.

En el tira y jala que se formó, uno de los compradores se quedó con la mitad mientras que la otra la agarraba con fuerza el muchacho contratado para alimentarlas. Al caer al suelo, el buche se reventó y rodaron unas bolitas como granos de maíz forrados de excremento. Los compradores se abanlanzaron sobre ellos, los recogieron y los guardaron en sus bolsillos sin inmutarse por el fétido olor ni lo gelatinoso de las cagarrutas.

El sueño de crear una cadena avícola que supliera de huevos a toda la región del Tequendama quedó reducido a cenizas. Hasta el nombre que pensaba ponerle lo utilizaron los compradores a quienes les habíamos confesado nuestras aspiraciones ovíparas.

–Ustedes mataron a las gallinas de los huevos de oro– me dijo el dueño de la cadena de asaderos Kikirikí cuando me reconoció una noche que estaba deshuesando un pollo.

–¿De qué me habla ...? –, le dije sorprendido.

–Todas tenían granitos de maíz ... pero de oro macizo.

Vivir del cuento

Por José O. Alvarez

Y qué piensas hacer… ¿vivir del cuento?

No quise responderle a mi mujer que ponía todo el peso de la recriminación en sus palabras. Ya de por sí llevaba días viviendo del aire desde que me despidieron de mi trabajo de editor de una revista pornográfica, dizque por culpa de la guerra contra el terrorismo. Si el aire fuera alimento mi figura no tendría la estampa de un Quijote. Cada despedida de un nuevo empleo me consume más. En lugar de escribir, malgasto mi energía buscando otra fuente que me ayude a poner el magro pan sobre la famélica mesa.

Afortunadamente cuento con un tendero que le gusta la literatura. Don Polo cuida su enorme panza con caricias mientras lee desdeñoso todo lo que le caiga en sus voluminosas manos. Cuando termina de leer los periódicos, revistas, libros de cabecera, se enfrasca en la lectura de recibos de la luz, del teléfono, del agua,... Lo hace llevado por el snobismo impuesto por unos joycianos muertos de hambre que le pagaron con un Ulises. Por mi parte, le pago con libros que revende por tres veces más de lo que me han costado los vegetales en proceso de descomposición, el arroz con gorgojo, cualquier alimento que esté a punto de perecer,...

Conmigo no es tan implacable como con otros llevados de los diablos que llegan ofreciéndole hasta el alma. La maldad de la guerra ha despertado las bondadosas fuerzas ocultas del rebusque. Un ejército de desempleados vive en las calles. El regreso al trueque sacó de la alineación a la mayoría de los trabajadores que habían vegetado en sus puestos en espera del retiro. El rebusque lleva a que cada cual produzca cosas tangibles para cambiarlas por lo mismo.

Los que llevamos las de perder somos los productores de intangibles. Con cuentos no se puede vivir según el dicho popular; sin embargo, poco a poco se han dado cuenta que para paliar la desventura es necesario que existan. Muchos corrillos de desocupados capotean su hambre con cuentos.

Los cuenteros, antes mirados como estorbo, se volvieron chamanes. Los maravillosos mundos que pintan con palabras hacen olvidar la cruda realidad. Para hacer más inolvidables las sesiones, algunos las acompañan con el cocido de las raíces de una planta traída de las selvas amazónicas que permite, según afirman quienes la han probado, ver el Aleph borgesiano.

Cuando mi estómago recibe una buena porción de sopa y seco es cuando me asomo donde Carla. Le he dejado unos libros en consignación y se ha convertido en una vendedora y promotora tenaz de mis cuentos. Al igual que Don Polo, a ella también le pago con libros. A veces le va tan bien, que me da para invitar a mi mujer y a mis escuálidos hijos.

Orgulloso recibo la sonrisa complaciente de mi mujer que depone las armas ante la sugerencia de Carla. “Me encantan sus cuentos y a los clientes también” dice mientras veloz lleva una bandeja paisa, una cerveza, un sancocho de gallina, ... “Debería dedicarse a escribir” le sugiere melosa a mi mujer y se va.
Pienso que no son los cuentos sino la sazón que unida a la amabilidad de Carla tiene a los comensales chupándose los dedos. “No sólo hay que alimentar el cuerpo, hay que darle algo al espíritu” les platica mientras insinúa que compren el libro. La dulzura de la frase de Carla despierta al lector dormido o hace renacer al que está ahogado por tanta denigrante imagen televisiva y tanta violencia de juegos electrónicos. Otros coquetos lo compran movidos tal vez por su belleza. Los veo lascivos mirarle el trasero cuando les da la espalda.

Un día después de haberme dado el producto de la venta de varios libros me di el gusto de invitar a mi familia. Carla me recibió con alborozo. El director de la Feria del Libro de Puerto Rico había estado almorzando, había llevado el libro, había regresado a almorzar y había llevado una carta donde me invitaba a participar en la feria. “Dígale que llegue no más, allá tendrá comida y dormida”, le había dicho.

Ni corto ni perezoso me las ingenié para irme. “Esta conquista empieza por donde empezó Colón a conquistar el Nuevo Mundo: por el Caribe”, le dije a mi mujer mientras me balanceaba como las palmeras.

–Ojalá no termine como él... desahuciado... perseguido...
–Desahuciado y perseguido pero...
–Ya sé, ya sé … dividió la historia y...
–Yo no aspiro a esas grandezas ni a esas bajezas. Sólo vivir... –“del cuento”, sabía que me iba a interrumpir como si fuera lectora iseriana.
–... del cuento. Eso es lo que hacen tú y tus amigos.
Entonces ¿de qué te… ?
–Yo no me … Pero …
–Tal vez si escribiera una no…
–¿Sí? ¿Una no... qué?
–De pronto eso sí sirva para …

Rompió el diálogo para evitar que le despachara la descarga que contradecía sus postulados. Después de veinte años ésta se había convertido en nuestra forma de dialogar. Utilizábamos las palabras no alcanzadas a pronunciar del interlocutor para lanzarlas en su contra. Cuando llegábamos a ese punto, el silencio era más elocuente. Sin saberlo, el 90 por ciento de tinieblas y silencio que pesa sobre el multiverso nos hacía callar para interpretarlo a nuestra manera. Si lo que quedan son sentencias y palabras gastadas por el uso y el abuso para que…

Interrumpí mis pensamientos para no caer en el flujo de conciencia que inunda las bibliotecas y que es el que me piden mis amigos cuando critican mi brevedad y me sugieren, interpretando los deseos de mi esposa, que me lance por los caminos de la novela, ahora exigida por el mercado, posible fisura por donde se escape la posibilidad de algún día vivir para contarla y darle así una vida digna a mis hijos y a ella misma que tiene que soportar mis neurosis, depresiones, desengaños,...

En Puerto Rico conocí a una profesora experta en ortografía a quien le di este manuscrito para que me lo revisara. Mi situación le trajo a su memoria las angustias del pasado. Había escrito macarrónicas novelas sin llegar a trascender el patio de su casa. Luego intentó dar clases de literatura en la universidad pero el miserable sueldo que le pagaban no le daba para mantenerse viva. Con reticencia al principio y con muchas ganas después se dio a la tarea de sacar libros donde mezcla metafísica, dieta, ejercicios y consejos para alcanzar la felicidad. La verborrea que derrama en sus escritos la acompaña con esotérica parafernalia que le produce más dividendos que los mismos libros.

Me molestó que quisiera meterse con mi estilo que considera llano, carente de la retórica apabullante que exigen las editoriales de postín y los ávidos lectores. Como mis amigos, critica mi brevedad porque según ella desnuda mi incapacidad de enfrentarme a lo monumental. “Si vas a escribir brevedades, ¿por qué no aprovechas el título sugestivo de este libro y escribes un manual de superación personal? me dijo mientras se llenaba de vibraciones mántricas.

Apiadada de mi crónico desempleo me regaló unas sustancias resinosas para que las queme e inunde mi ambiente de energías positivas. Me entregó una caja de libros junto con una lista de otros. Según ella, si los consulto detenidamente puedo extraer ideas que me ayudarían a vivir del cuento como lo hace ella a plenitud. No quiero agobiarlo a usted porque ya los habrá visto. Llenan las vitrinas de las librerías, los anaqueles de las bibliotecas y los estantes de las casas. Forman parte de la mitología de la nueva era demasiado avanzada para mí que sigo maravillado con la grecolatina, renacentista, aborigen y especialmente con la franciscana que me tiene en estado de postración.

Por un tiempo, en Puerto Rico pude vivir del cuento porque la profesora se dio maña para que mi invitación de tres días fuera extendida a una semana, luego a quince días, después a un mes y más tarde a...

Me asignaron una sacristía de un viejo convento que habían convertido en modesta habitación.

Tapiado me encontraron en una cripta abrazado a la imagen de la Monja de Borinquen, pero para ello ocioso lector que valerosamente ha llegado hasta aquí, remítase al principio de estos cuentos.

Hambre de inmortalidad

Por José O. Alvarez

-"Vamos a tener que aumentar los servicios funerales" -dijo la hija mayor del dueño de la Funeraria Gutiérrez.

-¿Por qué? —reviró la menor previendo que tendría que repartir tintos 24/7 y por consiguiente perderse las rumbas de El Montecarlo.

—"Porque el corazón del Cristo sólo funciona en presencia de los que se ausentan para siempre de este mundo", -contestó con ese tono que ponía punto final.

Desde que el pintor accediera a regañadientes dejar la obra del Cristo parodiado de Velásquez en la capilla de velación en pago a los servicios funerarios completos de toda su familia hasta la tercera generación, toda la región del Tequendama se volcó a solicitar los servicios funerales, desde el arreglo del cadáver hasta dejarlo acostado en el barrio que para ello había construido la Funeraria Gutiérrez al pie del viejo cementerio.

Los ricos del área pagaban por adelantado sus exequias convencidos que al estar cerca del Cristo palpitante les daba las indulgencias plenarias para sacarlos de pena y llevarlos a descansar.

Hasta la gente que no tenía ninguna relación con el difunto de turno rezaba a la imagen palpitante pidiendo por su descanso eterno. Los deudos aceptaban estas oraciones como cuotas adicionales que agilizarían los trámites para entrar al paraíso. Los dueños no los estorbaban porque siempre dejaban algo en la alcancía.

Los rumores sobre curaciones milagrosas empezaron a circular. Varios que pedían para mitigar sus dolencias de la lepra fueron curados del todo. La mayoría se integró a la vida civil, pero algunos renegaron del milagro porque los dejaba sin la ración que sagradamente recibían del gobierno central.

Trascendió las fronteras y su fama llegó al Museo del Prado. Representantes del mismo viajaron al pueblo de La Esperanza a conocer al Cristo Palpitante. Al ver la vitalidad que emanaba esa copia ofrecieron el original a cambio para llevárselo consigo a la Madre Patria, pero las Gutiérrez, que sólo sabían de muertes y velorios, no aceptaron tan jugosa y artística oferta.

En la ubérrima madre decidieron entonces enviar a uno de sus célebres hijos conocido autor de un sesudo tratado sobre "El Cristo de Velásquez". Unamuno, a pesar de su prepotencia de filósofo vasco, aceptó la oferta de viajar a ese pueblo alejado sólo porque quería recuperar la fe en la inmortalidad que había perdido luego de confrontar duramente a Kierkegaard y ver que sus nebulosos personajes se le escapaban de sus escritos para evitar el sentimiento trágico de sus alienadas vidas que él autor les ponía a soportar. La agonía que sufría a flor de piel era producto de su hambre de inmortalidad imposible de conciliar una vez por todas esa tensión entre fe y razón.

Al confrontar el cuadro sintió el impacto que se siente ante las cosas imponentes, mucho más fuerte que el que había sentido ante la monumental obra del filósofo danés. No podía creer que un pintor de aldea llegara a sobrepasar al maestro del realismo, a alguien que hasta la fecha no habían sobrepasado en la destreza de asir las características esenciales divinas y humanas para fijarlas en el lienzo con dos o tres pinceladas seguras y contundentes. La copia mezclaba los colores, luz, espacio, ritmo en una manera superior a la que le imprimía el maestro de los maestros y que iba más allá, por otro lado, de los claroscuros rembrandtianos.

No valió que Unamuno sacara a relucir de memoria todas las disquisiciones de su tratado. Las Gutiérrez no eran presa fácil de las convenciones arribistas. Lo que movía su estrecho mundo era lo contante y lo sonante que les quedaba luego de cada servicio. Para ellas, los milagros del Cristo representaban lo magistral y divino que tenía su lienzo, algo que ningún artista había logrado ni lograría jamás.

Quitándose las gafas en un gesto de impotencia el genio vasco maldijo el momento en que se rebajó a servir de mensajero. "Indios retrasados", le oyeron murmurar; "viejo barbas de chivo", contestaron varios en letanía que se confundió con los rezos de los deudos, familiares, amigos y curiosos.

Cristo palpitante

Por José O. Alvarez



El Cristo de mi hermano pagó los servicios funerales de primera de mi madre.

Admirador ferviente de Velásquez y Rembrandt, mi hermano el pintor quiso superarlos con un cuadro tamaño natural de Jesús crucificado.

Con la paciencia propia de relojero de agua fina logró emular con creces a esos dos maestros. Las últimas palabras de "perdónalos que no saben lo que hacen", parecían repercutir como eco misterioso y celestial en las paredes de la enorme sala de la casa.

En medio del dolor por la muerte de mi madre, a alguien se le ocurrió la grandiosa idea de adornar con el cuadro la capilla de velación de la Funeraria Gutiérrez.

A regañadientes mi hermano aceptó que su obra fuera colgada en una capilla. Sus temores se cumplieron al pie de la letra. La gente se impresionó al ver ese enorme Cristo tratando de abrazar tantas coronas que cubrían el ataúd donde reposaba mi madre.

A medianoche, cuando una de las piadosas hijas del dueño de la funeraria pasaba la cuarta ronda de tintos para los dolientes y plañideras que rodeaban el féretro, hizo un alboroto al dejar caer la bandeja.

-¡El Cristo está vivo! -gritó aterrada. Luego petrificada como estatua de sal, señalando diagonalmente a las alturas masculló con dulce voz. -¡Su corazón palpita!

Los que no estaban arrodillados repitiendo las monótona letanía "que Dios la saque de pena y la lleve a descansar", cayeron extasiados a adorar al Cristo palpitante.

A pesar de la neblina que empañaba mis ojos pude corroborar que efectivamente parecía que el corazón del Cristo palpitara en medio de esos claroscuros rembrandtnianos magistralmente plagiados por mi hermano.

La bola se regó como pólvora, sacando a todo el mundo de la cama. La capilla se abarrotó y no había cómo entrar o salir de ella.

La gente se golpeaba el pecho siguiendo el ritmo de las relajadas palpitaciones por segundo del Cristo y en sus rostros empezó a dibujarse esa paz infructuosamente perseguida en las mesas de negociaciones.

El dolor que en principio había abatido a mi hermana menor se vio paliado al ver tanta gente velando la madre todo el tiempo hasta que pudimos sacarla al otro día para la misa solemne en la Catedral y su posterior entierro en un hermoso mausoleo preparado por los de la funeraria.

Después de dejar descansando a mi madre para toda la eternidad, fui con mi hermano el pintor a cancelar los elevados gastos de ese funeral de primera que hicimos por capricho de mi hermana menor para evitar que le diera un patatús y siguiera los pasos de nuestra madre.

-Déjenme el cuadro como pago -dijo la hermana mayor de las Gutiérrez. Su piedad no impedía tener el carácter fuerte para diferenciar entre el negocio y el dolor.

-Lo siento -dijo mi hermano.

-Entonces..., -dijo la Gutiérrez con la actitud de subastador experimentado. -¡póngale precio!

-Es que ese cuadro no tiene precio -contestó mi hermano con ese atisbo de impaciencia que mostraba ante todo lo que no respirara arte.

-Mejor así -dijo la Gutiérrez levantando el entrecejo en señal de victoria. Luego de una breve pausa en la que pasó del triunfo a la benevolencia replicó: -Entonces les regalo el funeral y ustedes me regalan el cuadro.

-El hecho de no tener precio significa lo contrario -le dije admirado de que de mí saliera a relucir un regateador jamás conocido.

La agileza de mercadera de la muerte de la Gutiérrez nació en su esplendor. Nos explicó con miles de detalles como morirse se había vuelto más caro que vivirse. Para concluir ese asunto tan vital, en tono salomónico dijo:

-Ustedes, ni ninguno de su familia hasta la tercera generación tendrán que preocuparse por los matadores gastos de cada uno de sus funerales.

-Pero eso es infame -dijo el pintor con rabia.

-Es como pagar ahora para viajar luego, -dije repitiendo inconcientemente el slogan con que la misma funeraria se anunciaba por La Voz de los Chorros.

-Sí..., -remató con malicia la Gutiérrez. -... pero lo harán en primera.

martes, agosto 29, 2006

Chucho, el obituario

Por José O. Alvarez

Hoy me he enterado de la muerte de Chucho y me ha pesado no estar allá para lanzar en su tumba el último manojo de tierra.

Como una apariencia de ser venido de otro planeta donde lo ferroso impone su dominio, Chucho parecía un hombre de hierro por fuera y por dentro.

Escuchaba como un bobo o como lo hacen los ciegos. La ropa que vestía era regalada, usada o nueva, que se ponía hasta que caía hecha pedazos. Solo en ese momento se bañaba en Los Chorros, sacando con limpiagrasa toda la mugre acumulada por meses. Las lavanderas que asistían a ese espectáculo, aún las más mojigatas, no dejaban de admirar el enorme animal bien dotado que relucía al quedar como nuevo. Un suspiro las hacía añorar esas cualidades en sus esposos o amantes.

De pequeño siempre lo vi en la plaza cargando bultos enormes y llevando el mercado de viejas arribistas que lo trataban como a una bestia y le tiraban cualquier centavo como pago. Admiraba su hercúleo cuerpo. Me decían que se debía al constante ajetreo de mula de carga.

Nadie sabía de donde había llegado. Muchos aseguraban que había aterrizado en Plazacolombia venido de otro planeta y yo lo creía. Parecía denunciar la nostalgia por su lugar de origen al caminar con paso lerdo como si llevara una herida clavada en el corazón.

Las chicas huían espantadas siguiendo el consejo de sus madres que lo catalogaban como un violador en potencia. Los chicos admirábamos sus pectorales de gigante de casi dos metros. Parecíamos liliputienses alrededor de Gulliver pidiendo que jugara con los poderosos músculos de sus brazos. Nos encantaba poner nuestras manecitas en sus bíceps de hierro que se movían como enormes bolas de cañon. Eran las únicas veces que sonreía.

Se alimentaba de verduras y frutas que los mercaderes botaban antes de que se dañaran y que colocaban en la plaza en un canasto dispuesto para él. Trabajaba como una mula y como una mula comía.

Cuando las campanas de la iglesia sonaban incesantes anunciando la muerte de algún feligrés, Chucho abandonaba su trabajo y esperaba en la esquina central de la plaza que colocaran el anuncio obituario elaborado en letras góticas por las piadosas hijas del dueño de la Funeraria Gutiérrez.

No valían amenazas ni promesas. Chucho se disponía a realizar su trabajo ad honorem de copista como si Tánatus se lo exigiera del más allá. Sagradamente se posesionaba de los escalones que conducían a la plaza y usando las escalas como escritorio y silla, copiaba en su totalidad todo el cartel dejando un espacio donde iba el nombre del difunto que colocaba al final.

Reproducía hasta los bordes sinuosos del aviso de tal forma que parecía una copia en formato 11 x 8 del mismo. Seguidamente la colocaba en una bolsa plástica y la depositaba en unas cajas que guardaba bajo las escaleras abiertas de madera que llevaban a la Voz de los Chorros, una pequeña emisora que transmitía complacencias de amor y desamor, pregonaba funerales y emitía propagandas de dos o tres tiendas que se daban el lujo de anunciarse. Nadie se atrevía a tocar esas cajas por temor a que las únicas palabras que le oyeron mascullar un día con tono severo, se cumplieran al pie de la letra:

-"El que toque estas cajas mientras yo viva, será infeliz".

Por razones ajenas a mi voluntad tuve que irme de mi pueblo y de mi país y la distancia le echó tierra a muchas cosas incluyendo la de Chucho.

Al morir mi madre volví a ver a Chucho. Estaba en la posición de costumbre copiando el obituario donde decía que nosotros y demás familiares invitábamos al sepelio de quien "descansó en la paz del Señor" para lo cual quedaríamos eternamente agradecidos.

Así como nadie lo interrumpía en esa labor que el pueblo consideraba normal, tampoco nadie se atrevío a molestarme mientras detrás de Chucho miraba cómo con destreza increíble copiaba al pie de la letra y estilo todo el anuncio. Al colocar el nombre de mi madre, "la distinguida señora Elena de la Concepción Sarache viuda de Vásquez del Pino", me di vuelta tratando de disimular las lágrimas que empañaban mis ojos.

A la hora del entierro lo volví a ver otra vez. En esta oportunidad ayudó, como siempre lo hacía, a bajar al sepulcro el pesado ataúd. Todos se fueron, pero Chucho se quedó impertérrito como ciego mirando el horizonte. Comprendí que quería quedarse solo. Oculto detrás del mausoleo de la familia Bernatte, lo vi tirar el último puñado de tierra sobre la tumba de mi madre y abandonar el camposanto con paso lerdo como si cargara los yerros de todos los que ahora gozaban del sueño eterno.

Hoy que llamé a mi hermano me enteré de lo de Chucho.

-Creyeron que se había dormido copiando un obituario, –me dijo con una voz que denotaba tristeza. "Al tocarlo, lo sintieron tieso como el hierro. Al ver que no reaccionaba lo voltearon y se dieron cuenta que estaba muerto".

-Y ¿de quién era el obituario? –le pregunté para confirmar mi sospecha.

-No sé si sería el de él o el de otro difunto.

-¿Por qué? –le interrumpí intrigado.

-Porque donde colocaba el nombre …, lo dejó en blanco.

lunes, agosto 28, 2006

Lágrimas congeladas

Por José O. Alvarez

Como de costumbre, después de salir de la oficina y mirar su reloj que marcaba las 6:13 de aquel 30 de febrero del año del dragón, llegó a la casa de su padres sin percibir que había recorrido miles de kilómetros en un abrir y cerrar de ojos.

Al transpasar el umbral de la enorme casona de tierra caliente, se encontró ante una cantidad infinita de coronas de flores que tapaban el féretro de alguien que velaban entre cuatro cirios enormes de catedral metropolitana. A pesar de la solemnidad de este hecho, por los rincones se oían las voces de un enjambre avasallador de huéspedes que bebían aguardiente, paladeaban diversos platos típicos, jugaban a las cartas y contaban chistes verdes. Como el ambiente era más de carnaval que de funeral, se divertían tanto que no oían, veían, ni sentían nada que fuera más allá de sus narices, olvidando por momentos el motivo de la reunión.

En el salón principal, completamente circular, adornado con cuadros del pintor Olimpo, se encontraba la madre y la hermana menor en actitud compungida, quienes empañaban con su llanto las octogonales gafas Ray Ban traídas exclusivamente para la ocasión por alguien del extranjero. Ellas no detectaron su presencia porque solo veían, oían y sentían lo que tuviera que ver con el muerto.

–¡Esto no puede ser Dios mío..., yo estoy segura que está dormido porque él siempre ha tenido pesado el sueño!, –decía la madre, con esa voz suave y esa dignidad de terciopelo que tienen las señoras cuarentonas cuyo sufrimiento no les ha producido muchas huellas. Aunque era mucho mayor, su tez suave la hacía aparecer más joven y no le faltaban pretendientes, los cuales iban no solo detrás de sus heredadas riquezas.

–Debe estar soñando..., yo estoy segura, porque él es un soñador atormentado–, decía la hija en tono melancólico mientras consolaba a la madre con un abrazo. Esta era muy ligada a su madre, ligazón que no solo era de género fisionómico. Cabellos claros al igual que sus ojos, tenía la estatura de las personas medianas que sobresalen por su encanto personal. No era una belleza extrema, pero su presencia hacía volver la cabeza más de una vez a los transeúntes cuando caminaba por las calles del pueblito que quedaba a media hora de la hacienda La Ponderosa.

Varios pretendientes de ambas en su segunda edad o la etapa primera, las consolaban con estrujones que iban más allá del pésame. Antes de dar el abrazo, se daban un retoque en el baño y la mayoría, ceja derecha arqueada, mirada prepotente, pechos inflamados, barriga sumergida, ajuste de cuello, peinada bidimensional, con sólidas cachetadas resbaladizas hacían penetrar el Oscar de la Renta for men para afirmar con un golpe de hombros su posición de gallos finos.

En uno de los cuartos adyacentes, ubicados en la parte occidental de la casona y adornado con afiches de Ricky Martin, una algarabía de muchachas consolaba al hermano mayor. Con una cara de aburrimiento que le pesaba toneladas, daba las gracias mientras aprovechaba la situación para sentir el cuerpo caliente de cada una de ellas y medir el caudal de su abulia en la exuberancia de los senos al apretarlos contra su pecho. Ellas gustosas se dejaban manosear. “Tal vez en su tristeza profunda no se dé cuenta de su atrevimiento”, pensaban. Inconcientemente comparaban esas caricias con las del que ya no podía darlas. Por respeto al muerto, calladamente lo pensaban, poco a poco, en forma conspiracional lo comentaban y con el tiempo abiertamente lo divulgaban.

–Sus abrazos –decía una chica de curvas exuberantes como las de la letra S–, me hacían arder por dentro.

–Yo también me ponía como una galaxia a punto de estallar –decía otra de cuerpo de guitarra española, mientras aspiraba y espiraba en espirales un cigarrillo Malboro juntando los dedos como la actriz de la película “Fumando espero”.

Un gordito de unos siete años, menor de todos los hermanos, jugaba animadamente en el patio con otros niños. Por momentos sus gritos llegaban al cielo espantando las aves que anidaban en la centenaria ceiba. Doña Bárbara, la más regañona de las madres presentes, les hacía señas agresivas de que se callaran. Los surcos extremadamente marcados en su rostro, hablaban de la amargura profunda que le había marchitado el alma.

–¡No frieguen la vida! ... ¡si quieren jugar háganlo en silencio para que no despierten al difunto!, –gruñía en tono grave con cierta tirantez en la mandíbula que inflamaba las pupilas y acentuaba sus arrugas de uva pasa.

Por un momento los chiquillos se calmaban temerosos de la mirada fulminante de la vieja y del sonido corrosivo de su ladrido. Cuando se apaciguaba ese soslayado rayo y cesaban las vibraciones caninas, continuaban con el alboroto que, mezclado con la tertulia de los mayores, el rezo de las mujeres, el llanto de las plañideras y el trino asustadizo de los pájaros, parecía el día del juicio final.

Uno por uno vio a sus tres hermanos y a sus dos hermanas. Ninguno respondió a su fraternal saludo, ocupados en agradecer el sentido pésame de la multitud. Educados con todas las de la ley como para violarla olímpicamente en su edad madura, sabían que los modales exigían portarse a la altura de esa circunstancia imprevista. Una expresión circunfleja en el rostro, les mostraba a flor de piel el usual “a mí qué me importa”, acompañado por esa expresión de “hago lo que me da la gana” de los niños que les sobra todo pero que les falta lo principal.

Una duda lo asaltó, pero no quiso darle crédito. Por esta razón se mezcló en la muchedumbre a decodificar los murmullos. Su duda se acrecentaba al oir los comentarios sarcásticos a media voz de los presentes, quienes se referían al difunto como idiota inútil de ideologías utópicas condenadas al fracaso.

En su mente se agolpó el súbito recuerdo de su mejor amigo considerado como su hermano gemelo. Ninguno desconocía el profundo aprecio que le profesaba su madre, el cual despertaba celos entre sus hermanos, ni el amor eterno que le había jurado su hermana menor.

–Pobre Hugo..., siempre lo confundían conmigo. Lo que menos esperaba era encontrarte metido en un ataúd- –se dijo así mismo como encontrando la forma de combatir la duda y alimentar la nostalgia.

Durante la infancia compartieron todo, hasta las primeras novias, sin sentir celos, con la misma actitud con que compartían la bicicleta. Los ojos, verdes, el pelo indio y hasta los hoyitos que se les formaban en las mejillas al sonreir, eran como sus parejos gustos que fueron motivos de habladurías. Igual que las habladurías que tuvieron hacia los abuelos de cada uno, quienes también fueron uña y mugre, cosa que nunca llegaron a entender sus madres porque sus padres eran dos polos opuestos. Las chicas sabían que entre ellos había un pacto amigable, por eso aceptaban acostarse con los dos, porque era más estimulante. Al igual que sus abuelos, mientras uno realizaba el trabajo de exploración, el otro hacía el de penetración y viceversa. La última vez que la había preguntado le habían contestado con recelo que estaba en la zona de distensión.

–Seguramente vino por estos lados a desandar los pasos y se encontró con un reguero de pólvora –pensó resignadamente. Igual le había pasado a varios compañeros de la universidad quienes pensaban que la vía armada era la respuesta consecuente con ese mundo que los llamaba como una liberación.

Quitando los ramos de flores, la hermana menor abrió la ventanilla que dejaba al descubierto el rostro del muerto. Con el sigilo propio de las ánimas en pena, se acercó a mirar el cadáver.

Los pensamientos sobre su entrañable amigo de la infancia se desvanecieron dejando congeladas sus lágrimas en sus mustios párpados.

domingo, agosto 27, 2006

Elegía canina


Por José O. Alvarez

Alguna misteriosa energía convirtió mi pierna en la pareja de Yiyi. Mi pierna rechazaba su jineteada, y de no ser por el cariño que le tenía a la dueña, la hubiera mandado al cielo canino de un solo patadón. Ese amor frustrado, más masturbación que coito, se acrecentaba cuando salían para sus casas los noveles escritores y nos quedábamos solos la anfitriona, Yiyi y yo. Todo el pudor que Yiyi conservaba mientras discutíamos de literatura, se desbordaba y mi pierna adquiría el protagonismo. Su obsceno acto continuaba hasta que la anfitriona, muerta de vergüenza, la sacaba de la enorme sala.

Yiyi llegó a mi vida por casualidad una vez que se había escapado de los brazos de su dueña. Nos encontrábamos desarrollando un ejercicio de creación colectiva en el taller literario que cada jueves realizábamos en las instalaciones de StarBooks cuando de pronto sentí que algo se recostaba a mi pierna. En principio creí que una de las escritoras quería seducirme, pero el grito de la dueña desbarató esta fantasía.

-¡Yiyi! ¿Qué haces? -y suspirando con altura remató -¡Te estás poniendo insoportable!

La brusca interrupción del ejercicio acabó con el taller por esa tarde. Las mujeres empezaron a alabar a la hermosa poodle lo que le dio confianza a la dueña para tomar asiento en medio de los creadores. Al enterarse del motivo de nuestra reunión se desbordó en zalamerías y terminó ofreciendo su casa "mucho más cómoda" para realizar los talleres literarios.

Pensando que esta mecenas caída del cielo podría en parte paliar mi desamparo, acepté la oferta. Ese recelo hacia una clitocracia, impuesta con subterfugios por las cacatuas del departamento de letras exóticas de la Universidad de Yoayo, de donde fuera expulsado "por demasiado macho" como lo sugirió una de ellas, se vio aminorado por su dulzura, su porte, su atención y su belleza. Por otro lado, la dueña se encontraba en esa edad en que las mujeres se ponen como las frutas maduras: en su punto. Un día más y se echan a perder.

La anfitriona quiso revivir las veladas que en Europa le habían dado alguna fama. Nos atendía a las mil maravillas y varios creadores, que cargábamos la misma desgracia, encontramos un paraíso de colaciones, vino importado y libros a granel que ella con gusto exquisito se encargaba de mantener al día. El penthouse con vista al mar hacía de telón de fondo que alimentaba los suspiros y espoleaba la imaginación.

Mientras se desarrollaba el taller, Yiyi permanecía en los marmóreos brazos, pero a la primera oportunidad demostraba con ahinco su amor por mi pierna izquierda. Su instinto animal le hacía adivinar mis inclinaciones que eran las culpables de mi situación paria.

El reclamo de una herencia incalculable hizo que mi mecenas se fuera del país. Para no perder el contacto, todos los días nos cruzábamos emilianos que leía en la biblioteca de Miami Lakes, donde Yiyi era el motivo principal de los mensajes. La hermosa perrita empezó a desmejorarse y la dueña no hallaba qué hacer. El veterinario le diagnosticó depresión canina. Más que extrañar a Miami, la perrita extrañaba mi pierna siniestra como lo sospechaba mi lejana protectora.

Un amigo siquiatra que había llegado a la conclusión que era más fácil curar las fobias animales que las del homo sapiens, me sugirió que le hiciera una visita. Mi mecenas accedió gustosa y me envió los pasajes. La felicidad de Yiyi fue exorbitante. Casi se muere de la dicha al volver a cabalgar mi pierna que la dejé a su libre albedrío convencido en parte que en mi pierna se había reencarnado un karma emparentado con los cánidos.

Por unas semanas los tres vivimos felices. Yiyi se recuperó vertiginosamente y la dueña me ofreció matrimonio. Mis perennes sobresaltos de desempleado iban a ser subsanados por un amor de perros.

En una visita rutinaria al veterinario, un labrador, creyendo que era un peluche, le clavó los cuatro colmillos que penetraron por las arterias y se ajustaron en el delicado cuello de Yiyi. Al zangolotearla de lado a lado el espíritu de Yiyi ascendió al cielo canino. Dos horas después de haberla dejado en las buenas manos del veterinario llamaron a mi prometida para darle la mala nueva.

No dejó que la cremaran en la clínica. Me hizo cargar la bolsa plástica en que nos entregaron a Yiyi. Al sugerirle que le pusiéramos una demanda a la clínica veterinaria me miró con una mirada de desprecio que pronosticaba la vida perra a la que me vería abocado.

Con sus marmóreas manos, que posiblemente tocaban por primera vez la tierra, cavó una fosa en la huerta que daba al rellano de la mansión y, elevando una elegía al paraíso de los perros, confundió sus lágrimas con las de la lluvia torrencial que caía inmisericorde.