Literarte

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lunes, agosto 28, 2006

Lágrimas congeladas

Por José O. Alvarez

Como de costumbre, después de salir de la oficina y mirar su reloj que marcaba las 6:13 de aquel 30 de febrero del año del dragón, llegó a la casa de su padres sin percibir que había recorrido miles de kilómetros en un abrir y cerrar de ojos.

Al transpasar el umbral de la enorme casona de tierra caliente, se encontró ante una cantidad infinita de coronas de flores que tapaban el féretro de alguien que velaban entre cuatro cirios enormes de catedral metropolitana. A pesar de la solemnidad de este hecho, por los rincones se oían las voces de un enjambre avasallador de huéspedes que bebían aguardiente, paladeaban diversos platos típicos, jugaban a las cartas y contaban chistes verdes. Como el ambiente era más de carnaval que de funeral, se divertían tanto que no oían, veían, ni sentían nada que fuera más allá de sus narices, olvidando por momentos el motivo de la reunión.

En el salón principal, completamente circular, adornado con cuadros del pintor Olimpo, se encontraba la madre y la hermana menor en actitud compungida, quienes empañaban con su llanto las octogonales gafas Ray Ban traídas exclusivamente para la ocasión por alguien del extranjero. Ellas no detectaron su presencia porque solo veían, oían y sentían lo que tuviera que ver con el muerto.

–¡Esto no puede ser Dios mío..., yo estoy segura que está dormido porque él siempre ha tenido pesado el sueño!, –decía la madre, con esa voz suave y esa dignidad de terciopelo que tienen las señoras cuarentonas cuyo sufrimiento no les ha producido muchas huellas. Aunque era mucho mayor, su tez suave la hacía aparecer más joven y no le faltaban pretendientes, los cuales iban no solo detrás de sus heredadas riquezas.

–Debe estar soñando..., yo estoy segura, porque él es un soñador atormentado–, decía la hija en tono melancólico mientras consolaba a la madre con un abrazo. Esta era muy ligada a su madre, ligazón que no solo era de género fisionómico. Cabellos claros al igual que sus ojos, tenía la estatura de las personas medianas que sobresalen por su encanto personal. No era una belleza extrema, pero su presencia hacía volver la cabeza más de una vez a los transeúntes cuando caminaba por las calles del pueblito que quedaba a media hora de la hacienda La Ponderosa.

Varios pretendientes de ambas en su segunda edad o la etapa primera, las consolaban con estrujones que iban más allá del pésame. Antes de dar el abrazo, se daban un retoque en el baño y la mayoría, ceja derecha arqueada, mirada prepotente, pechos inflamados, barriga sumergida, ajuste de cuello, peinada bidimensional, con sólidas cachetadas resbaladizas hacían penetrar el Oscar de la Renta for men para afirmar con un golpe de hombros su posición de gallos finos.

En uno de los cuartos adyacentes, ubicados en la parte occidental de la casona y adornado con afiches de Ricky Martin, una algarabía de muchachas consolaba al hermano mayor. Con una cara de aburrimiento que le pesaba toneladas, daba las gracias mientras aprovechaba la situación para sentir el cuerpo caliente de cada una de ellas y medir el caudal de su abulia en la exuberancia de los senos al apretarlos contra su pecho. Ellas gustosas se dejaban manosear. “Tal vez en su tristeza profunda no se dé cuenta de su atrevimiento”, pensaban. Inconcientemente comparaban esas caricias con las del que ya no podía darlas. Por respeto al muerto, calladamente lo pensaban, poco a poco, en forma conspiracional lo comentaban y con el tiempo abiertamente lo divulgaban.

–Sus abrazos –decía una chica de curvas exuberantes como las de la letra S–, me hacían arder por dentro.

–Yo también me ponía como una galaxia a punto de estallar –decía otra de cuerpo de guitarra española, mientras aspiraba y espiraba en espirales un cigarrillo Malboro juntando los dedos como la actriz de la película “Fumando espero”.

Un gordito de unos siete años, menor de todos los hermanos, jugaba animadamente en el patio con otros niños. Por momentos sus gritos llegaban al cielo espantando las aves que anidaban en la centenaria ceiba. Doña Bárbara, la más regañona de las madres presentes, les hacía señas agresivas de que se callaran. Los surcos extremadamente marcados en su rostro, hablaban de la amargura profunda que le había marchitado el alma.

–¡No frieguen la vida! ... ¡si quieren jugar háganlo en silencio para que no despierten al difunto!, –gruñía en tono grave con cierta tirantez en la mandíbula que inflamaba las pupilas y acentuaba sus arrugas de uva pasa.

Por un momento los chiquillos se calmaban temerosos de la mirada fulminante de la vieja y del sonido corrosivo de su ladrido. Cuando se apaciguaba ese soslayado rayo y cesaban las vibraciones caninas, continuaban con el alboroto que, mezclado con la tertulia de los mayores, el rezo de las mujeres, el llanto de las plañideras y el trino asustadizo de los pájaros, parecía el día del juicio final.

Uno por uno vio a sus tres hermanos y a sus dos hermanas. Ninguno respondió a su fraternal saludo, ocupados en agradecer el sentido pésame de la multitud. Educados con todas las de la ley como para violarla olímpicamente en su edad madura, sabían que los modales exigían portarse a la altura de esa circunstancia imprevista. Una expresión circunfleja en el rostro, les mostraba a flor de piel el usual “a mí qué me importa”, acompañado por esa expresión de “hago lo que me da la gana” de los niños que les sobra todo pero que les falta lo principal.

Una duda lo asaltó, pero no quiso darle crédito. Por esta razón se mezcló en la muchedumbre a decodificar los murmullos. Su duda se acrecentaba al oir los comentarios sarcásticos a media voz de los presentes, quienes se referían al difunto como idiota inútil de ideologías utópicas condenadas al fracaso.

En su mente se agolpó el súbito recuerdo de su mejor amigo considerado como su hermano gemelo. Ninguno desconocía el profundo aprecio que le profesaba su madre, el cual despertaba celos entre sus hermanos, ni el amor eterno que le había jurado su hermana menor.

–Pobre Hugo..., siempre lo confundían conmigo. Lo que menos esperaba era encontrarte metido en un ataúd- –se dijo así mismo como encontrando la forma de combatir la duda y alimentar la nostalgia.

Durante la infancia compartieron todo, hasta las primeras novias, sin sentir celos, con la misma actitud con que compartían la bicicleta. Los ojos, verdes, el pelo indio y hasta los hoyitos que se les formaban en las mejillas al sonreir, eran como sus parejos gustos que fueron motivos de habladurías. Igual que las habladurías que tuvieron hacia los abuelos de cada uno, quienes también fueron uña y mugre, cosa que nunca llegaron a entender sus madres porque sus padres eran dos polos opuestos. Las chicas sabían que entre ellos había un pacto amigable, por eso aceptaban acostarse con los dos, porque era más estimulante. Al igual que sus abuelos, mientras uno realizaba el trabajo de exploración, el otro hacía el de penetración y viceversa. La última vez que la había preguntado le habían contestado con recelo que estaba en la zona de distensión.

–Seguramente vino por estos lados a desandar los pasos y se encontró con un reguero de pólvora –pensó resignadamente. Igual le había pasado a varios compañeros de la universidad quienes pensaban que la vía armada era la respuesta consecuente con ese mundo que los llamaba como una liberación.

Quitando los ramos de flores, la hermana menor abrió la ventanilla que dejaba al descubierto el rostro del muerto. Con el sigilo propio de las ánimas en pena, se acercó a mirar el cadáver.

Los pensamientos sobre su entrañable amigo de la infancia se desvanecieron dejando congeladas sus lágrimas en sus mustios párpados.