Literarte

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jueves, agosto 24, 2006

Iguana

Por José O. Alvarez



Siempre me he opuesto a tener mascotas en la ciudad. Criado en medio de animales, me conmueve ver coartada la libertad de animalitos que muchos exhiben orgullosos en jaulas de oro pendientes de balcones. Mi mujer trató por todos los medios de convencerme. Puso de pantalla a mis hijos y sin querer queriendo me dejó sobre la mesita de noche un libro que ignoré como lo hago con Selecciones y todo escrito que tenga con ver con el mejoramiento humano. Ella misma me leyó pasajes de El beneficio síquico de las mascotas en los niños y en los ancianos de un autor que trataba de paliar su culpa temprana de depredador de animales. William Blake decía que "el gusano partido en dos perdona el arado", pero el autor de marras confesaba que lo hacía para comprobar cómo un ser podía reproducir la desdicha de haber nacido. A la manera cartesiana creía que guillotinando lograba separar cuerpo y alma. Entre contrito e indignado aceptaba que de niño maltrataba todo ser viviente que se le atravesaba hasta que llegó un depredador mayor que él y de un golpe lo dejó inválido.

Un día mi mujer llegó onda y oronda con una iguana. Mi ceño fruncido la hizo abrigar el reptil antes de que de un zarpaso se lo echara a los patos. "Los de la tienda de animales me dijeron que estos animales son los más inofensivos" me dijo con un gran interrogante en su cara a pesar de que estaba afirmando algo. La pobre iguana, acostumbrada a vivir encima o debajo de otras iguanas, mostraba una mirada de tristeza tan profunda que, por esa manía de buscar estructuras subyacentes heredada de mis estudios estructurales, me llevó a concluir que añoraba los tiempos cuando sus antepasados eran regentes del planeta. Mi mujer, siempre atenta a las desgracias ajenas, decidió conseguirle compañía. De esta forma mis dos hijos menores zanjaban sus diferencias quedando igualada la balanza.

Al principio estaban encantados. Les colocaban comida a cada rato, cambiaban el agua, limpiaban los excrementos, los orines y las bañaban con jabón. Cuando llegaban visitas las cargaban para mostrarlas con orgullo zootécnico. Una vez que viajamos de vacaciones arriaron con ellas y el menor quiso ofrecerla como garante en el hotel cuando nos quedamos sin dinero y las tarjetas de crédito hasta el tope. Muchas mujeres melindrosas corrían despavoridas a esconderse, temerosas de que esos pequeños monstruos las devoraran a pedazos. Poco a poco las atenciones de mis hijos hacia los saurios fueron desmejorando hasta quedar en manos de la señora que cada tres días hace el aseo de la casa.

Como estaban encerradas en un acuario un día el rasguño que hacían contra el vidrio me insufló ideales bolivarianos y las dejé libres. Las coloqué en una enredadera que llaman Miami y para mi sorpresa allí permanecieron todo el día. Tuve que bajarlas a la fuerza para acabar con su huelga de hambre. Por ahorrar energía acostumbro a abrir las puertas dejando puesta la de anjeo que impide la entrada de otras mascotas pequeñas que no dejan dormir con su zumbido y que transmiten la enfermedad que combate eficazmente el doctor Elkin Patarroyo. Agarradas de pies y manos treparon por la malla que se convirtió en el sitio predilecto durante el día. Cuando la tarde languidecía cubriéndose de sombras regresaban a su mata. Me obsesionaba verlas abiertas de piernas y de manos en posición de abrazo al vacío pascaliano. La mayor se lanzaba verticalmente desde la parte más alta y caía como sapo en la baldosa fría. Esto lo había interpretado como un acto suicida, pero cierta sonrisa a flor de sus ásperos labios me dejaba entrever que gozaba con ello pues, emulando a Sísifo, emprendía de nuevo su ascenso.

A veces la pequeña incursionaba por la casa marcando territorio con sus huellas gredosas. Cierto día se metió detrás del armario de la biblioteca y duró dos días atrapada en medio de cables que conectan la computadora. La persistencia de mi mujer logró diferenciar un objeto que parecía otro cable. El camuflaje que les ha servido para sobrevivir cataclismos la estaba condenando al sueño eterno.

No se sabe cómo desapareció la pequeña. Hicimos brigadas de búsqueda durante una semana revolcando toda la casa. Lo positivo de esta acción fue la cantidad de basura que se sacó. Pude llevar muchas cosas a Good Will a escondidas de mi mujer acostumbrada a guardar hasta el papel de regalo que quita cuidadosamente cada vez que recibe uno. Una pequeña nevera que le había dejado de recuerdo su abuelita no me atreví a sacarla aunque ganas no me faltaron. En mi interior me molestaba que la mantuviera conectada. Alzando los hombros condescendientemente, aceptaba su razonamiento de que así no cogía mal olor. Pensaba en el gasto adicional de energía.

En un viaje a mi país acordamos llevar la pequeña nevera para regalársela a mi madrina a quien le acababan de instalar la electricidad. En las carreras del viaje nadie se preocupó por limpiar la neverita. Con todo y el óxido que empezaba a carcomer sus bordes fue metida en una caja de cartón. Mi madrina se puso contenta. Ahora no iba a sufrir más de esos terribles calores que quebraban las piedras.

Al abrir la neverita, la iguana pegó un brinco. Salió corriendo hacia las enormes lajas que había en la finca donde se encontraba una biblioteca panche llena de petrogrifos que el pintor Olimpo había calcado. Muchas de esas figuras eran abstracciones que semejaban familias abundantes de reptiles ovíparos. Pude ver cómo la iguana miraba esos signos con el mismo interés que ponía de pequeño cuando iba a visitar a mi madrina. Posiblemente pudo descifrar algún enigma porque corrió a comerse unos enormes helechos. Según aseguraba el profesor Van der Hamen cuando íbamos los de la facultad a hacer trabajo de campo, estos polipodios eran de la era jurásica . Poco a poco empezó a crecer. De un sólo lengüetazo se tragó a mi madrina que ladraba de susto. Logré escapar por entre las lajas a dar la noticia. Como pólvora se regó llegando a los oídos del Mechudo, un mafioso que, huyendo de la DEA y de otros mafiosos a quienes había estafado, se había atrincherado en el pueblo donde actuaba como un moderno Robin Hood. Armados de bazukas, misiles, etc. atacaron a la bestia la cual crecía mientras se orientaba hacia Los Chorros, un bosque pluvial donde brota agua caliente milagrosa. A fuego de artillería sofisticada la gente del Mechudo y los guerrilleros circunvecinos que defendían los alcaloides cultivos del mafioso, lograron en pocas horas lo que a los meteoritos les costó mucho tiempo 65 millones atrás. Con gritos de triunfo vieron caer al monstruo. Su paquidérmica figura vino a formar el cerro de la Cruz mientras su cabeza quedaba sumergida como avestruz en las aguas termales.

En verano cuando la reverberación del calor hace mover el cerro de la Cruz, muchos pirómanos justifican sus esotéricas creencias metiéndole candela con fervor ermitaño. Homologando a Heráclito pretenden devolverle las características del inextinguible fuego de que está compuesto el universo.