Literarte

Sitio que recoge algunos de los cuentos cortos del autor José O. Alvarez, Ph.D.
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jueves, noviembre 02, 2006

El don de la paloma

Por José O. Alvarez

Al enterarse Ruth Hinestroza que iba a quedarme a dormir en el viejo convento de la Calle del Santo Cristo, un escalofrío recorrió su cuerpo. Ruth cree apasionadamente en la Santísima Trinidad como en la teosofía de la nueva era.

Aunque esas literaturas fantásticas me despiertan una sonrisa condescendiente, posiblemente el hecho de admirarlas a todas por igual me pertrecha de un sexto sentido que los creyentes y no creyentes ignoran por su obcecada intolerancia. Por eso alcancé a detectar su excitación y sus vellos rubios queriéndose salir de su piel tostada por las brisas caribeñas. Los dos huevos fritos brotando de sus pupilas me conminaron a creer en mí mismo.

–Te veo como un autor consagrado, –me dijo en tono conspirativo para no levantar los celos de los otros autores que participaban conmigo en la Feria Internacional del Libro de Puerto Rico y que habían rehusado quedarse allí por temor al fantasma de la monja de Borinquen.

A pesar de estar cansado de dar vueltas por las casetas libreras y de tanto hablar carreta con Ylonka Nacidit, la hiperactiva poeta dominicana, el anhelado sueño se rehusaba a aparecer. Con un temor sacro pagano me puse a recorrer el enorme convento. Todo estaba cerrado y oscuro como la noche de San Juan. Traté de probar los celestiales llavines que me habían dado para abrir los enormes portones y la puerta de la celda en que iba a pasar la noche. Todo fue inútil.

La puerta de la capilla, por el contrario, se abrió con el solo intento de probar una de las llaves en su cerradura. Creí que el viento helado, que en ese momento llegó del inmenso patio, era el que me había hecho el favor de abrirlas. Por un instante prolongado dudé si alguien en el interior las había abierto para mí.

Si la oscuridad de afuera me hacía caminar a tientas, la de adentro era absoluta. Como ciego me introduje hasta que una luz azul que se desprendía de la cima de la cúpula asaltó mis pupilas. Desde mis cataratas vi cómo se confundían en uno el Padre, el Hijo y una hermosa Virgen que se levantaba hierática desde el altar. La blancura celestial del ave conteniendo esas tres figuras, iluminó completamente la capilla cual mediodía en plena medianoche.

Deslumbrado cerré mis ojos, junté mis manos y recordé la devota frase de Ruth: «Aunque no creas en Dios, entra a la capilla y reza». Algún poder tenía esa frase porque comencé a rezar. Recordé que de niño me elevaba a la divina esencia cuando el sacerdote levantaba la hostia durante la consagración. Los místicos hablan de la divina transverberación y los amantes de la orgásmica muerte. Esas cosas no igualan en lo más ínfimo la beatitud y la delectación del doloroso placer que irradió todos mis sentidos. Arrobadas lágrimas me inundaron porque, posiblemente por primera y última vez sentí con pavor que penetraba el enigma de todo lo creado. Mi oración resonó en los oídos de las tres figuras convertidas en paloma. Creí que una apostólica lengua de fuego se precipitaba desde las alturas para ungirme. Con resignación primero y con asco después, recibí sobre mi cabeza la fétida explosión de ese don acuoso que retumbó como una estrella apagada.

Ungido con la midasiana gracia de convertir en literatura cualquier cosa por insignificante que sea, veo con cierto malestar que la visión epifánica de Ruth vislumbra la posibilidad de vivir del cuento.

miércoles, noviembre 01, 2006

La monja de Borinquen

Por José O. Alvarez

Los escritores no quisieron quedarse en el convento habitado por fantasmas. Habían sido invitados a participar en la Feria Internacional del Libro de Puerto Rico y todos optaron por dormir en el hotel de la universidad, aunque tuvieron que compartir el cuarto.

Lo que a ellos desanimó a mí me animó. Hasta ese momento nadie se había atrevido a pernoctar allí; sin embargo, acepté quedarme en ese antiquísimo monasterio mandado a construir por el emperador Carlos V en 1786, en el mismo lugar donde descansan los restos de las monjas carmelitas.

Cuatro llaves sampedrinas me dieron para abrir los monumentales portones de madera reforzados de hierro que se repiten como espejos desde la entrada hasta la sacristía, celda que ha sido adaptada como modesta habitación.

Al filo de la medianoche sentí un escalofrío que me dejó sentado, rígido de espanto, con los pelos puerco-espín. El hechizo de una mirada glacial congelaba mi cuerpo, a pesar del insoportable calor caribeño que me había hecho acostar desnudo. Por las rendijas de una bóveda, que quedaba en un nivel inferior, salía un vapor celeste de hielo.

Al medio volver en mí, de regreso de ese terrible espanto, cauteloso me acerqué a golpear la cripta que se vino abajo como un castillo de naipes. Al descubierto quedó una mujer de inmortal belleza cuyos ojos tenían el brillo de la madrugada.

–Graçias por liberarme.

El pavor que se había apoderado de mí amainó un poco ante el dulce encanto de esa voz con acento peninsular. Por un momento llegué a pensar que era una broma de los organizadores de la Feria Internacional del Libro que querían poner a prueba mi menguada capacidad de asombro. El olor a santidad que emanaba y las caricias que me daba para regresar mis erizados vellos y cabellos a la normalidad, me hicieron ver un cielo desconocido.

Tratando de esconder mis vergüenzas me vestí y le ofrecí un pantalón y una camisa para que dejara ese pesado traje salido de telares medievales. Zapatos no quiso ponerse, ni tenis, ni sandalias. El calor volvió a atacarnos y la sed se apoderó de mi cuerpo que había dejado de temblar. Le propuse que saliéramos a tomarnos una Medalla y ella gustosa aceptó. Cuando me dirigía a la puerta, me tomó de la mano y me condujo por un pasadizo secreto que conecta con la Calle de las Monjas, por donde bajamos. Por la caleta del mismo nombre subimos hasta la Calle del Santo Cristo y nos metimos en el bar de Doña María, cerca del Parque de las palomas.

Sentados en la barra estaban dos zuritos dándose piquitos. Cerca de ellos, dos mujeres de exuberantes atributos hablaban animadamente mientras bebían cerveza y fumaban como murciélagos. Al fondo se escuchaba la misma tonada de Pablo Milanés repetida hasta la saciedad. Una de las chicas la tarareaba mientras la otra trataba de convencerla de ir a hacer el amor.

Mi compañera me miró con cara de interrogante y yo le contesté con alzada de hombros que ahora eso era lo normal.

–Anda –me dijo desbaratando el asombro–, pues pareçe que la cosa no ha cambiado en cuatroçientos años.

Lo que no lograba comprender era por qué muchos turistas solitarios que caminaban despistados por las noches sanjuaneras se acercaban y me preguntaban si la silla que ocupaba mi compañera estaba vacía. Nadie la veía, aunque a mí se me manifestara en todo su esplendor.

La chica reticente a claudicar a los amores lesbianos, para no crearle traumas a su hija de nueve años, se fue para el inodoro. Su compañera me miró desafiante y agresiva me dijo que yo era un loco porque hablaba solo.

Me hice el loco y le dije que tal vez divagaba en voz alta empujado por el efecto que las Medallas ejercían en mi cabeza. Sospeché que si le presentaba a mi compañera la devoraría en un santiamén.

–Me he dado cuenta de eso –dijo la machorra con la intención de meterme miedo–. Aquí a los turistas que andan solos como usted, a estas horas se les aparece la Monja de Borinquen que fue tapiada en los muros del convento que queda en esta calle.

Noté que mi compañera se puso incómoda y me dijo con la mandíbula, señalando la puerta, que nos fuéramos.

–Déjeme yo lo invito –me dijo la marimacho cuando quise pagarle a doña María–. Y ojalá que se encuentre con sor Elvira.

La alcohólica carcajada que los habitantes del bar lanzaron, celebrando su estentórea maldición, golpeó los oídos de mi compañera que se los cubrió con las manos. En la Calle del Santo Cristo, y como si descubriera un secreto a voces, me confirmó que ella era sor Elvira. Le dije que lo había presentido desde el momento en que la vi por primera vez encerrada en esa cripta del convento.

Mientras caminábamos por la calle de San Sebastián, en medio de una humareda de marihuana que salía de los bares aledaños colmados hasta el tope de jóvenes y jovencitas que mostraban su ombligo al mundo, me contó su triste historia y cómo su angelical belleza había sido su perdición.

Sor Elvira era prima de Carlos V y se había recluido en el Monasterio de «El Abrojo», en Laguna de Durero. El emperador mandó construir un palacio y compró todas las tierras aledañas para convertirlas en bosques reales. Quería estar cerca de esa amada esquiva. Huyó de él con destino al Nuevo Mundo al saber que quería desposarla. Era consciente que las uniones consanguíneas, frecuentes en las monarquías de la época, procrearan retoños que en la edad madura eran perseguidos por los fantasmas de la locura, como los que atacaron a su bisabuela Juana.

Aunque no era hija legítima, su primo Carlos estaba enloquecido por ella. Su ardiente belleza trascendió las fronteras y no sólo era su primo el que anhelaba poseerla sino casi todos los desquiciados herederos de las dinastías reinantes.

En el Nuevo Mundo se metió en el convento de las hermanas descalzas tratando de ocultar esa belleza que lo eclipsaba todo.

El Inquisidor criollo, un hermano dominico cuya panza asomaba primero por las esquinas, se enamoró perdidamente de ella. Por el pasadizo secreto que sólo él conocía se colaba para refocilarse con algunas enclaustradas.

Una noche se le apareció en su celda y quiso violarla, pero sor Elvira pataleó, manoteó y gritó como endemoniada. Las otras monjas corrieron a su celda y encontraron al monje maldito también gritando. Con las memorizadas retahílas sacadas del manual inquisitorial Malleus Maleficarum, exorcizaba a la hermosa novicia.

El dominico, que por las calles estiraba con desdén su brazo para que le besaran su enorme anillo que luego se quitaba con asco para meterlo en alcohol, le hizo un juicio. Pesó más la ciega lealtad que las órdenes cerradas tienen hacia las autoridades y terminaron por aceptar el castigo que propuso el Inquisidor para lavarse sus mofletudas manos.

Sor Elvira fue tapiada en vida en la cripta donde yo la había encontrado. Por eso agradecida caminaba a mi lado, lentamente, contra mí ceñida toda, mientras la luna proyectaba una sola sombra larga a la que los perros le ladraban. Su hermosa cabellera, levantada por la brisa, se confundía con la noche de San Juan.

El estrepitoso bramido de la sirena de un transatlántico apresuró el paso de innumerables turistas que se dirigían hacia el muelle para embarcarse hacia otros rumbos. Sor Elvira me arrastró hasta el malecón porque sintió el llamado de su tierra. Yo corría, ella volaba.

En el puerto, la Monja de Borinquen entró al enorme edificio flotante sin que nadie la detectara. Traté de seguirla pero los guardias de seguridad me impidieron el ingreso al crucero que iba para España. Dispuesto a no perderla, insistí como un poseso.

Me maniataron y me enterraron en esta cripta.

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viernes, octubre 20, 2006

Impotencia sansónica

Por José O. Alvarez

El día que Luis Miranda perdió la cola de caballo, me invadió un sentimiento de impotencia sansónica. Esa cola cortada de tajo que representaba el último bastión libertario, era la claudicación a las implacables fuerzas del mercado.

En primera instancia no lo reconocí. Lo confundí con un ejecutivo con cara de lobo listo a cuidar el gallinero de cualquier corporación.

–Oye José..., soy yo –me dijo cuando me vio dando vueltas como bobo que busca agujas en pajar en el shopping donde nos habíamos citado.

“El informe Lugano”, de Susan George, según Luis, le había abierto los ojos definitivamente. Claro que lo que había disparado ese cambio había sido el escuchar de boca de una poetisa el abandono de las miserias del poema por el destello aurífero ofrecido por la neoliberalización.

–Es una revelación –me dijo asumiendo una actitud mesiánica–. Aquí están claras las razones que pronostican el Apocalipsis del planeta según las cuales hay que callarse la boca y acogerse a la sombra del mejor postor por abominable que sea.

Mi escepticismo hacia las posiciones extremas se reflejó en mi rostro cuya ceja derecha se elevó como jalada por hilos invisibles y mis labios se arrugaron en un beso sin contraprestación.

–Estoy mamado de luchar contra la corriente. De ahora en adelante pondré mis energías en la cultura, pero del billete.

La frase emitida como justificación a mi silencio recriminatorio hizo tambalear mi desempleada decisión de vivir o morir en mi ley. Mis aspiraciones de vivir del cuento apoyado en la diáspora se derrumbaban como castillo de lo que se imaginan.

Miranda había conseguido un socio de vasto vientre con un talento similar para los negocios que, rodeado de banderas del imperio, pregonaba la solución de los problemas económicos de la familia entera. Le había hecho una propuesta “de la cual no se iba a arrepentir”, según le confirmó en tono sacado de uno de los protagonistas que le gustaba emular.

Ese aplastante triunfo de las fuerzas caóticas darvinianas que manejan la situación imperante me coloca ante la disyuntiva proclamada por uno de los integrantes de dicha diáspora en mensaje exterminador: hacerse el harakiri o callar como los perros que se muerden la cola.

miércoles, octubre 18, 2006

Apocalíptico íncubo

Por José O. Alvarez

Es horripilante este niño! –dijo con asco la enfermera mientras guindaba al recién nacido y miraba sorprendida a la hermosa madre. El obstetra no pudo soportar esa monstruosidad que había desencadenado un río de sangre que brotaba por entre las piernas de la joven.

Inmediatamente se lo pasó a la veterana enfermera a quien no se le movía un dedo frente a cualquier circunstancia por grotesca que fuera. El constante enfrentamiento con la adversidad había convertido su corazón, alguna vez sensible a la desgracia, en un madero inflexible y rugoso como su cara.

Por primera vez vieron que la enfermera tomó con precaución esa cosa como si fuera un gato muerto. El bebé parecía un guiñapiento viejo de 100 años surcado de arrugas. Arrugó más la cara cuando detectó el desprecio que despertaba. Su mirada glacial congelaba lo que tocaba con la misma no tanto por la mirada en sí sino por lo que reflejaba. Era como un espejo donde el Apocalipsis desencadenado por los omnímodos poderes tecnócratas y militares brillaba como una pirotecnia de gran finale.

El adjetivo emitido por la enfermera se reprodujo como eco en las voces apagadas por sorpresivas manos de quienes estaban en la sala de obstetricia. Con voz gutural el despreciable ser gritó:

–¡Horripilante será lo que vendrá después de que muera, pues no voy a vivir para contarla!

El grito con tonos de suicida le dio un aliento de vida a la agonizante madre. Pidió ver a su hijo. Mejor hubiera sido no habérselo mostrado. El hilo de vida de la joven madre se reventó al comprobar lo que sospechaba, como se reventó también el poderoso hilo del apocalíptico íncubo.

martes, octubre 17, 2006

A paz y salvo

Por José O. Alvarez

Siempre besaba a sus hermanas incluyendo a su madre cuando las visitaba. Cada saludo y cada despedida acumulaban la ausencia de besos que no daba a Amparo porque el rubor se convertía en una barrera infranqueable que sólo logramos romper después de un año de arrumacos, miradas tiernas y sueños imposibles.

El beso fue a boca cerrada, labios en tensión cual dos piedras que chocan. Nuestras miradas dejaron entrever una decepción primeriza que no logró opacar su corazón ni el mío que parecían unirse en el galope.

Eran mejor los besos de las hermanas y aún mejor el de la madre que me dejaba un agradable sabor a fruta madura. La fricción fue tan fuerte que el rubor se quedó por algún tiempo en nuestras bocas. Luego de ese fallido intento de emular a los protagonistas de la telenovela de turno, nos conformamos con las miradas tiernas que hicieron el trabajo que no supieron hacer nuestros labios.

Ese abortado beso me persiguió por mucho tiempo y me impulsó a aprender en otras bocas la técnica perfecta pensando resarcir algún día ese entuerto amoroso.

La frustración de dejar a medias tintas lo que pretendía ser su primer beso persiguió a ese precioso ángel que me desvelaba, como me lo confesó muchos años después cuando ya casada y con hijos, lo mismo que yo, volvimos a encontrarnos.

Paralizados nos quedamos en medio de la Playa con Junín en pleno centro del Valle de Aburrá una vez que había ido a un encuentro de escritores. Al desentumecer el asombro, sin decirnos una palabra, volvimos a besarnos con todas las de la ley sin importar el volar de palomas, el canto de los pájaros, el chiflido de los vendedores ambulantes, la melancólica mirada de los mendigos y la envidia de uno que otro ejecutivo que por allí caminaba.

Tanto ella como yo supimos que esa deuda de amor tarde o temprano había que saldarla con ese beso apasionado para quedar a paz y salvo y continuar tranquilos por nuestras sendas bifurcadas con una sonrisa a flor de labios.

lunes, octubre 16, 2006

Perros calientes

Por José O. Alvarez

Esa insistencia de mi profe de escritura creativa de que todo encierra una obra de arte, me dio la pauta para hacer este microcuento. La mayoría de nosotros, estudiantes de la Universidad de Yoayo, nos habíamos convertido en sabuesos literarios que buscábamos en cualquier cosa por trivial que fuera, temas que luego usábamos en nuestras composiciones. Según él, alguien dijo que no hay diálogo callejero que no contenga el universo y que no sea una máscara que esconda un misterio eterno. Con arrobo llama a esas cosas “epifanías”.

No sé si fueron estos pensamientos o el hecho de que no había comido bien la noche anterior, lo cierto es que me acerqué a una venta de perros calientes para torear la infinita hambre que tenían alborotadas mis sonoras tripas.

Era la hora del almuerzo y varios parroquianos se aglomeraban al pie del portátil restaurante callejero. Una chica regordeta, con graciosa cara, sonrisa de oreja a oreja, atendía a la clientela. Sus voluminosas caderas y exuberantes pechos me despertaron otras hambres que un compañero de clase sacia con sus escritos, otro con sus lujuriosas miradas y otro más allá con sus temblorosas manos.

–¿Se lo preparo con todo?

La mayoría de los clientes asentían con la cabeza. Quizás el hambre no los dejaba emitir sonido. Recordé las palabras del profesor e imaginé que perros calientes como esos saciarían cualquier aterida hambre. Sorpresa me llevé cuando la chica, como salida de portada de magazine, que iba adelante mío contestó:

–A mí prepáremelo con nada.

Pensar que el todo fuera digerible no me pareció absurdo, pero esa inesperada respuesta me dejó lelo.

Frases como ésas lanzadas al vacío taladran mi visión fenomenológica del mundo porque ontológicamente me producen una náusea existencial. Me sentí en un atolladero mental que cruzó mis neuronas, desorganizó mi proceso digestivo, desactivó la boca del estómago, apagó mis ladridos intestinales... en cuatro palabras: acabó con mi hambre.

viernes, octubre 13, 2006

Aplastante maná

Por José O. Alvarez

Alguien me dijo (lo cual puede ser cierto porque basta que alguien diga algo aunque sea una mentira para que se convierta en verdad), que Homero después de cantar sobre la guerra de Troya y el regreso de un balsero a la isla de Itaca, a sabiendas que esos temas se repetirían hasta la saciedad, cantó la guerra de las ranas.

Otro fulano sapiente en cosas literarias me sugirió que Esopo también lo hizo. Aunque ahora solo recuerdo el canto a las hormigas de Cortázar y el de los sapos de Rulfo. Ese recuerdo me asalta la sed de Macario por la leche de Felipa cuando destripaba batracios.

Retomo a Cortázar para contarles una historia verdadera extractada de mi vida, impulsado tal vez por esa corriente que justifica los datos biográficos pues en el fondo toda literatura es biografía. La cuento escuetamente, sin poesía y sin nada, para no agobiar a mis lectores con desgastada palabrería.

La misantropía que cultivo me evita el mal rato de almorzar con semejantes. Lo hago acompañado de las bestias que se muestran tal como son: un libro abierto en cualquier página.

Una vez que me encontraba absorto en esa lectura, el jefe del departamento de lenguas extranjeras de la Universidad de Yoayo, famoso ratón de biblioteca, me interrumpió con un toque suave en mi hombro. Le comenté que estaba leyendo y me miró con esa mirada condescendiente que se dirige a los locos.

–Pero, ¿dónde está el libro? –Creyó que lo tomaba del pelo cuando le mostré las imperceptibles huellas que dejaban las hormigas. Se alejó con un chasquido que le hizo mover la cabeza como si se saliera de su eje.

El interés por el mundo de las pequeñeces nació un día en que se me escapó una migaja de comida empujada por un palillo de dientes. Siguiendo la forma del arco iris, la migaja le obstruyó el paso a una hormiguita que venía zigzagueando de hambre. Se detuvo asombrada ante el milagro. Dirigió sus antenas a las alturas buscando un contacto celestial. Mientras miraba agradecida al cielo examinó cuidadosamente ese maná que caía cuando ya había claudicado en sus plegarias. Marcó el territorio con el orín con que los seres de las Termópilas marcan sus pertenencias y se fue a buscar a sus moribundas compañeras. Las que podían moverse acudieron a su llamado. Otras no tenían alientos ni para levantar sus antenas. Una algarabía de carnaval se desarrolló alrededor de la comida. Antes de echarle muela decidieron llevar ese maná a la reina que esperaba ansiosa alguna noticia buena que sacara a su reino del tiempo de las vacas flacas. Todas hincaron sus dientes para levantar la carga pero la carga se mantuvo suspendida sin saber para donde dirigirse. Luego de hacer una zeta por fin decidieron acatar la voluntad de la mayoría. Quien sabe qué manuales las habían adoctrinado, pero decididamente emprendieron el viaje por la izquierda, precisamente por la senda que ofrecía mayores peligros.

Un estudiante, en traje de camuflaje (luego me enteré que iba para clase de “inteligencia militar” –¡qué oxímoron!), cruzó a toda prisa llevándose bajo la suela de su bota el ejército de hormigas.

No tuve tiempo de llorar esa desgracia. Otra peor se avecinaba. Algo superior al pavor congeló mis movimientos.

Una enorme sombra, como de cielo que se encapota, se me vino encima.