Literarte

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lunes, agosto 21, 2006

Regreso a la materia

Por José O. Alvarez

Allí se vio encarcelado en la madera suavizada por las colchas de seda que con la delicadeza de solteronas piadosas construían las hijas del dueño de la funeraria Gutiérrez. Vestía impecablemente con el traje azul oscuro comprado en Milán. El maquillaje lo hacía lucir más joven, casi un adolescente. Así se vio en el espejo el día que fue a la fiesta de graduación. En esa oportunidad aspiró el perfume de las chicas más lindas del pueblo con quienes bailó toda la noche. Ahora, sin aspirar, por su respingada nariz entraba el polen de las flores cargado de gusanitos.

No quiso ver la destrucción de ese cuerpo que lucía bello, aún rozagante. Esos rasgos faciales se delineaban perfectamente en las sombras proyectadas sobre la pared blanca. Las pobladas cejas y enormes pestañas lo asemejaban a un dios cobrizo descansando placidamente. Por la claraboya que su padre había mandado construir para iluminar la casa, se colaba una luz diáfana.

Un esfuerzo sobrehumano le ayudó a seguir el camino que le trazaba esa luz y como falo luminoso, erecto hacia la vagina celestial, rompió el velo del lucero de la mañana. Entrando como daga en esa dimensión desconocida, un goce pagano y profundo lo invadió haciéndole exhalar un gemido orgásmico. Al mirar hacia el oriente vio una enorme estrella y se dejó guiar por ella. La felicidad era tal que pensó que todo era un sueño. La música más hermosa del mundo estalló en sus oídos. Los primeros movimientos de las sinfonías creadas por inspirados compositores y por miles de shamanes de todas las comunidades, se confundían en finales apoteósicos con resonancia de selva amazónica. Era como si los mejores intérpretes de toda la humanidad se hubieran reunido bajo la batuta de sus gestos siguiendo el capricho de sus deseos, muy superiores a los perseguidos infructuosamente por Skriabin.

Los olores más deliciosos le aguaron la boca de un sabor exquisito que le hacía relamer una y mil veces los labios. Los movimientos veloces de la lengua no alcanzaban a detener el torrente de saliva, ante esa sazón jamás lograda por cocinero alguno a través de la historia. Las explosiones de luz eran indefinibles. Los juegos pirotéctnicos de las guerras apocalípticas eran un pálido reflejo ante tanta magnificencia. La multicolor combinación de los colores primarios, nacía y moría a pasos inalcanzables. Las fórmulas del color rojo, que lo hacían el único jamás conocido y conservadas en secreto por la mayor embotelladora de la tierra, eran una frágil proyección de los rojos desplegados. Al extender sus brazos notó que cada poro se alargaba como mano con dedos innumerables que palpaban, saboreaban y aspiraban todo el orbe adentrándose como raíces en la infinita noche oscura. Aún las cosas ásperas, inodoras e inoloras al ser apreciadas producían la suave sensación de relajación. Este caleidoscopio generaba y regeneraba la síntesis absoluta de todas las artes y todos los sentidos, cual arcoiris de amor.

-Posiblemente sin quererlo –pensó- he encontrado el paraíso perdido.

Una felicidad totalizante, para alguien no acostumbrado a ella, embriaga. Aunque efímera, le produjo un vértigo que se apoderó de todos sus sentidos, obnubilándolos. La estrella de oriente lo desorientó y con unas náuseas infernales se percató que su penetración había ido demasiado lejos. Dando tumbos, bordeó las fronteras de la creación antes de ser asaltada por el big-bang dejando de existir los puntos cardinales, el abajo, el arriba, el derecho, el izquierdo. No era de día, no era de noche, sólo era un punto con el infinito circundándolo. Sin reglas, sin melodías, sin compás, sin tiempo y sin espacio, en el centro de la supersimetría de la nada. Solo la absoluta oscuridad y el caos.

Congelado de terror empezó a rezar, implorando al mismo Dios que renegaba. En respuesta a su solicitud de ayuda recibió una andanada de rayos y centellas que le perforaron los intestinos haciéndole expeler metano, helio, gases azules, orines violeta y greda biliosa. Esa excresión le produjo una sed del diablo. Quiso beberse una nube, pero resultó ser una nebulosa que se abría como una rosa galáctica. Se conformó con atragantarse un sorbo de su propia saliva que le supo a orines de cabra montés.

El ascenso a esos infiernos le hicieron aceptar su simple condición mortal. Por eso hizo el camino de regreso y juntando sus moléculas se metió en el nido de seda preparado cuidadosamente por las piadosas hijas del dueño de la Funeraria Gutiérrez. Comprendió que al meterse en su propio cadáver, los minúsculos animalitos que se arremolinaban en torno a él, se encargarían de borrar sus huellas y sepultarlo en el olvido.