Abelina
Por José O. Alvarez
Abelina se había quedado con sus noventa y dos años y sus dos nietas a merced de las circunstancias orteguianas. Decir que dependía de su hijo era mucho decir. Serenatero de poca monta, lo poco que ganaba lo gastaba en cerveza. Borracho, descargaba sus frustraciones en el lomo de sus pequeñas hijas huérfanas de una madre que había muerto de inanición.
Siempre pasaban por el frente de mi casa como perritas regañadas agobiadas por el peso de un hambre pálida y huesuda. Una vez que pasaron con la abuela "sin el zángano ése" mi padre de reojo vio cómo ellas de la misma forma miraban las frutas prohibidas. Mirando al cielo, torciendo la boca y dando un chasquido le abrió paso a la compasión y las dejó entrar a la granja a que cogieran las frutas que quisieran.
Mi viejo tenía una especie de laboratorio agrícola que superaba en resultados los experimentos realizados en las instalaciones del SENA. Muchas veces fui testigo cómo la finca se llenaba de estudiantes de esa institución que atentos escuchaban a mi padre quien compartía orgulloso los resultados exitosos de sus experimentos, entre otros los de clonación cítrica que le valió la visita de delegaciones de organismos internacionales. En una mochila raída, las dos pequeñas colocaban mangos, anones, naranjas, limas y limones. Cuando la cosecha de melón, piña, guanábana, banano y maíz estaba en su apogeo, mi padre les regalaba buenos frutos de "la tierra mineral que agradece con delicias los cuidados del homo sapiens" según afirmaba con autoridad. La viejita se sentaba en cualquier tronco a conversar con mi padre.
Mi padre la observaba con la misma curiosidad que observaba las plantas y descubrió que la comparaba con las mejores orquídeas de su envidiado jardín. Podía ser que los años le hubieran caído encima pero no habían borrado ciertos rasgos que denotaban un rostro bello realzado por una elegancia que no opacaban sus ropas pobres bien remendadas. Se dejó llevar por la ensoñación y la imaginó rodeada de galanes pero un gesto cansado de Abelina lo trajo a tierra. La natural predisposición de mi padre de adivinar los caracteres le dejaba entrever que a pesar de la madurez de sus años y de sus pesares, conservaba en su porte las muestras de una juventud bella y distinguida, la expresión amorosa en el tono de su voz. Cuando joven llevó vida acomodada, tuvo goces y se rozó con gente bien criada y de buenas maneras pero vino a caer en las garras del peor, el más mujeriego y empedernido borracho.
Había llegado con embustes a la casa de sus padres quienes se dejaron embrujar de su labia como le había sucedido a ella. Ellos, que siempre habían tenido cuidado de no dejarla un momento sola, la ofrecieron en bandeja a ese intruso que luciendo ropa prestada, carro robado, y labia afilada, pregonaba tener mucha riqueza. En cosa de días, podría decirse de horas, había escapado con él. La madre murió de dolor y el padre cayó de un caballo. Los hermanos dilapidaron la herencia sin que ella se diera cuenta. No había querido decirles que su príncipe azul era un pobre diablo. El hijo que le dejó era igual a él. "Qué se puede esperar de ese zángano" le oí decir mientras remataba con una sentencia que comprendí el día que vi a mi abuelo rajar leña con precisión de relojero: "De tal palo tal astilla".
Tres nuevos comensales se sumaron al enorme ejército que había en casa. En una banqueta que mi padre había construido se sentaban calladas y con recogimiento, como si estuvieran orando, consumían sus alimentos. Al terminar se retiraban con una parsimonia que interpretaba de cansancio existencial pero que era de respeto ya que iba acompañada de un Dios se lo pague. No sabíamos por qué esos tres seres compartían nuestros alimentos hasta que mi padre nos contestó una vez que nos vio cruzar miradas interrogativas. "Mientras viva no les faltará un pedazo de pan de esta mesa", sentencia que retumbó en mi compasión de niño a quien le prometen el cielo si acumula méritos con obras de esa naturaleza.
Mi padre siempre se había negado a visitar a "matasanos" como les decía a los médicos. Curaba no sólo sus malestares sino los de mucha gente, con yerbas cultivadas en el huerto. Hileras de enfermos se vieron curados con sus purgas milagrosas. Todo está en la naturaleza que sabia nos se&nacento;ala las curas con sólo observar a los animales. Las continuas resolanas a las que se sometía estoicamente para cuidar con mano de seda a sus queridas plantas le cobraron duro su impuesto. Al igual que Abelina empezó a confundir el camino a casa y a irse a otras donde lo atendían con una amabilidad que borraba las diferencias entre la nuestra y la de los fraternales vecinos. En ellas entraba como lo hacía Abelina en la nuestra. Cuando mi madre lo encontró desmayado una vez que se demoraba a la hora del almuerzo lo llevó al hospital donde inmediatamente lo operaron de una hernia que siempre había manejado a su antojo, cuando lo que de lo que debían operar era de una obstrucción intestinal.
El hospital nos entregó una cuenta estratosferita junto con el cadáver de mi padre. Sentí no haberle podido dar el último adiós por seguir el consejo que me dieron cuatro enfermeras que a ocho manos trataban de subirlo a la cama la víspera de su deceso. Cuando estaban a punto de inyectarlo alcanzó a distinguir mi voz que le sirvió de calmante. "Creí que no ibas a llegar", me dijo con una voz que trataba de inhalar todo el oxígeno del planeta. En esas palabras sentí que había una especie de súplica, de perdón y de arrepentimiento. La fiebre normal de joven revolucionario me había separado bruscamente de él. Talvez en su último momento se dio cuenta de la estupidez de su terquedad conservadora como después me di cuenta de la mía radical.
"Corazón de piedra", me dijo mi hermana menor al ver que no derramaba una sola lágrima. Todo el engorroso trámite que como mayor tuve que hacer no me dio cabida ni salida a ellas. Acumulé un enorme dique que Abelina voló en pedazos cuando vi sus manos temblorosas, más cadavéricas que las del difunto, tratando vanamente de agarrar el féretro en que estaba mi padre descansando para siempre.
Una semana no más me dio la oportunidad Abelina de ganar indulgencias que entraron en saco roto porque se negó a pasar bocado prefiriendo seguir la ruta que mi padre le señalaba.
Las dos nietas desaparecieron del mapa. Alguien dijo, lo cual es probable por la pobreza que arrastraban, que eran mantenidas a la fuerza bajo el manto macabro de un tratante de blancas que suplía con su comercio humano los grandes prostíbulos de las capitales.
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