Literarte

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domingo, agosto 27, 2006

Elegía canina


Por José O. Alvarez

Alguna misteriosa energía convirtió mi pierna en la pareja de Yiyi. Mi pierna rechazaba su jineteada, y de no ser por el cariño que le tenía a la dueña, la hubiera mandado al cielo canino de un solo patadón. Ese amor frustrado, más masturbación que coito, se acrecentaba cuando salían para sus casas los noveles escritores y nos quedábamos solos la anfitriona, Yiyi y yo. Todo el pudor que Yiyi conservaba mientras discutíamos de literatura, se desbordaba y mi pierna adquiría el protagonismo. Su obsceno acto continuaba hasta que la anfitriona, muerta de vergüenza, la sacaba de la enorme sala.

Yiyi llegó a mi vida por casualidad una vez que se había escapado de los brazos de su dueña. Nos encontrábamos desarrollando un ejercicio de creación colectiva en el taller literario que cada jueves realizábamos en las instalaciones de StarBooks cuando de pronto sentí que algo se recostaba a mi pierna. En principio creí que una de las escritoras quería seducirme, pero el grito de la dueña desbarató esta fantasía.

-¡Yiyi! ¿Qué haces? -y suspirando con altura remató -¡Te estás poniendo insoportable!

La brusca interrupción del ejercicio acabó con el taller por esa tarde. Las mujeres empezaron a alabar a la hermosa poodle lo que le dio confianza a la dueña para tomar asiento en medio de los creadores. Al enterarse del motivo de nuestra reunión se desbordó en zalamerías y terminó ofreciendo su casa "mucho más cómoda" para realizar los talleres literarios.

Pensando que esta mecenas caída del cielo podría en parte paliar mi desamparo, acepté la oferta. Ese recelo hacia una clitocracia, impuesta con subterfugios por las cacatuas del departamento de letras exóticas de la Universidad de Yoayo, de donde fuera expulsado "por demasiado macho" como lo sugirió una de ellas, se vio aminorado por su dulzura, su porte, su atención y su belleza. Por otro lado, la dueña se encontraba en esa edad en que las mujeres se ponen como las frutas maduras: en su punto. Un día más y se echan a perder.

La anfitriona quiso revivir las veladas que en Europa le habían dado alguna fama. Nos atendía a las mil maravillas y varios creadores, que cargábamos la misma desgracia, encontramos un paraíso de colaciones, vino importado y libros a granel que ella con gusto exquisito se encargaba de mantener al día. El penthouse con vista al mar hacía de telón de fondo que alimentaba los suspiros y espoleaba la imaginación.

Mientras se desarrollaba el taller, Yiyi permanecía en los marmóreos brazos, pero a la primera oportunidad demostraba con ahinco su amor por mi pierna izquierda. Su instinto animal le hacía adivinar mis inclinaciones que eran las culpables de mi situación paria.

El reclamo de una herencia incalculable hizo que mi mecenas se fuera del país. Para no perder el contacto, todos los días nos cruzábamos emilianos que leía en la biblioteca de Miami Lakes, donde Yiyi era el motivo principal de los mensajes. La hermosa perrita empezó a desmejorarse y la dueña no hallaba qué hacer. El veterinario le diagnosticó depresión canina. Más que extrañar a Miami, la perrita extrañaba mi pierna siniestra como lo sospechaba mi lejana protectora.

Un amigo siquiatra que había llegado a la conclusión que era más fácil curar las fobias animales que las del homo sapiens, me sugirió que le hiciera una visita. Mi mecenas accedió gustosa y me envió los pasajes. La felicidad de Yiyi fue exorbitante. Casi se muere de la dicha al volver a cabalgar mi pierna que la dejé a su libre albedrío convencido en parte que en mi pierna se había reencarnado un karma emparentado con los cánidos.

Por unas semanas los tres vivimos felices. Yiyi se recuperó vertiginosamente y la dueña me ofreció matrimonio. Mis perennes sobresaltos de desempleado iban a ser subsanados por un amor de perros.

En una visita rutinaria al veterinario, un labrador, creyendo que era un peluche, le clavó los cuatro colmillos que penetraron por las arterias y se ajustaron en el delicado cuello de Yiyi. Al zangolotearla de lado a lado el espíritu de Yiyi ascendió al cielo canino. Dos horas después de haberla dejado en las buenas manos del veterinario llamaron a mi prometida para darle la mala nueva.

No dejó que la cremaran en la clínica. Me hizo cargar la bolsa plástica en que nos entregaron a Yiyi. Al sugerirle que le pusiéramos una demanda a la clínica veterinaria me miró con una mirada de desprecio que pronosticaba la vida perra a la que me vería abocado.

Con sus marmóreas manos, que posiblemente tocaban por primera vez la tierra, cavó una fosa en la huerta que daba al rellano de la mansión y, elevando una elegía al paraíso de los perros, confundió sus lágrimas con las de la lluvia torrencial que caía inmisericorde.