Literarte

Sitio que recoge algunos de los cuentos cortos del autor José O. Alvarez, Ph.D.
Descargue gratis sus libros Pulse aquí.

miércoles, noviembre 01, 2006

La monja de Borinquen

Por José O. Alvarez

Los escritores no quisieron quedarse en el convento habitado por fantasmas. Habían sido invitados a participar en la Feria Internacional del Libro de Puerto Rico y todos optaron por dormir en el hotel de la universidad, aunque tuvieron que compartir el cuarto.

Lo que a ellos desanimó a mí me animó. Hasta ese momento nadie se había atrevido a pernoctar allí; sin embargo, acepté quedarme en ese antiquísimo monasterio mandado a construir por el emperador Carlos V en 1786, en el mismo lugar donde descansan los restos de las monjas carmelitas.

Cuatro llaves sampedrinas me dieron para abrir los monumentales portones de madera reforzados de hierro que se repiten como espejos desde la entrada hasta la sacristía, celda que ha sido adaptada como modesta habitación.

Al filo de la medianoche sentí un escalofrío que me dejó sentado, rígido de espanto, con los pelos puerco-espín. El hechizo de una mirada glacial congelaba mi cuerpo, a pesar del insoportable calor caribeño que me había hecho acostar desnudo. Por las rendijas de una bóveda, que quedaba en un nivel inferior, salía un vapor celeste de hielo.

Al medio volver en mí, de regreso de ese terrible espanto, cauteloso me acerqué a golpear la cripta que se vino abajo como un castillo de naipes. Al descubierto quedó una mujer de inmortal belleza cuyos ojos tenían el brillo de la madrugada.

–Graçias por liberarme.

El pavor que se había apoderado de mí amainó un poco ante el dulce encanto de esa voz con acento peninsular. Por un momento llegué a pensar que era una broma de los organizadores de la Feria Internacional del Libro que querían poner a prueba mi menguada capacidad de asombro. El olor a santidad que emanaba y las caricias que me daba para regresar mis erizados vellos y cabellos a la normalidad, me hicieron ver un cielo desconocido.

Tratando de esconder mis vergüenzas me vestí y le ofrecí un pantalón y una camisa para que dejara ese pesado traje salido de telares medievales. Zapatos no quiso ponerse, ni tenis, ni sandalias. El calor volvió a atacarnos y la sed se apoderó de mi cuerpo que había dejado de temblar. Le propuse que saliéramos a tomarnos una Medalla y ella gustosa aceptó. Cuando me dirigía a la puerta, me tomó de la mano y me condujo por un pasadizo secreto que conecta con la Calle de las Monjas, por donde bajamos. Por la caleta del mismo nombre subimos hasta la Calle del Santo Cristo y nos metimos en el bar de Doña María, cerca del Parque de las palomas.

Sentados en la barra estaban dos zuritos dándose piquitos. Cerca de ellos, dos mujeres de exuberantes atributos hablaban animadamente mientras bebían cerveza y fumaban como murciélagos. Al fondo se escuchaba la misma tonada de Pablo Milanés repetida hasta la saciedad. Una de las chicas la tarareaba mientras la otra trataba de convencerla de ir a hacer el amor.

Mi compañera me miró con cara de interrogante y yo le contesté con alzada de hombros que ahora eso era lo normal.

–Anda –me dijo desbaratando el asombro–, pues pareçe que la cosa no ha cambiado en cuatroçientos años.

Lo que no lograba comprender era por qué muchos turistas solitarios que caminaban despistados por las noches sanjuaneras se acercaban y me preguntaban si la silla que ocupaba mi compañera estaba vacía. Nadie la veía, aunque a mí se me manifestara en todo su esplendor.

La chica reticente a claudicar a los amores lesbianos, para no crearle traumas a su hija de nueve años, se fue para el inodoro. Su compañera me miró desafiante y agresiva me dijo que yo era un loco porque hablaba solo.

Me hice el loco y le dije que tal vez divagaba en voz alta empujado por el efecto que las Medallas ejercían en mi cabeza. Sospeché que si le presentaba a mi compañera la devoraría en un santiamén.

–Me he dado cuenta de eso –dijo la machorra con la intención de meterme miedo–. Aquí a los turistas que andan solos como usted, a estas horas se les aparece la Monja de Borinquen que fue tapiada en los muros del convento que queda en esta calle.

Noté que mi compañera se puso incómoda y me dijo con la mandíbula, señalando la puerta, que nos fuéramos.

–Déjeme yo lo invito –me dijo la marimacho cuando quise pagarle a doña María–. Y ojalá que se encuentre con sor Elvira.

La alcohólica carcajada que los habitantes del bar lanzaron, celebrando su estentórea maldición, golpeó los oídos de mi compañera que se los cubrió con las manos. En la Calle del Santo Cristo, y como si descubriera un secreto a voces, me confirmó que ella era sor Elvira. Le dije que lo había presentido desde el momento en que la vi por primera vez encerrada en esa cripta del convento.

Mientras caminábamos por la calle de San Sebastián, en medio de una humareda de marihuana que salía de los bares aledaños colmados hasta el tope de jóvenes y jovencitas que mostraban su ombligo al mundo, me contó su triste historia y cómo su angelical belleza había sido su perdición.

Sor Elvira era prima de Carlos V y se había recluido en el Monasterio de «El Abrojo», en Laguna de Durero. El emperador mandó construir un palacio y compró todas las tierras aledañas para convertirlas en bosques reales. Quería estar cerca de esa amada esquiva. Huyó de él con destino al Nuevo Mundo al saber que quería desposarla. Era consciente que las uniones consanguíneas, frecuentes en las monarquías de la época, procrearan retoños que en la edad madura eran perseguidos por los fantasmas de la locura, como los que atacaron a su bisabuela Juana.

Aunque no era hija legítima, su primo Carlos estaba enloquecido por ella. Su ardiente belleza trascendió las fronteras y no sólo era su primo el que anhelaba poseerla sino casi todos los desquiciados herederos de las dinastías reinantes.

En el Nuevo Mundo se metió en el convento de las hermanas descalzas tratando de ocultar esa belleza que lo eclipsaba todo.

El Inquisidor criollo, un hermano dominico cuya panza asomaba primero por las esquinas, se enamoró perdidamente de ella. Por el pasadizo secreto que sólo él conocía se colaba para refocilarse con algunas enclaustradas.

Una noche se le apareció en su celda y quiso violarla, pero sor Elvira pataleó, manoteó y gritó como endemoniada. Las otras monjas corrieron a su celda y encontraron al monje maldito también gritando. Con las memorizadas retahílas sacadas del manual inquisitorial Malleus Maleficarum, exorcizaba a la hermosa novicia.

El dominico, que por las calles estiraba con desdén su brazo para que le besaran su enorme anillo que luego se quitaba con asco para meterlo en alcohol, le hizo un juicio. Pesó más la ciega lealtad que las órdenes cerradas tienen hacia las autoridades y terminaron por aceptar el castigo que propuso el Inquisidor para lavarse sus mofletudas manos.

Sor Elvira fue tapiada en vida en la cripta donde yo la había encontrado. Por eso agradecida caminaba a mi lado, lentamente, contra mí ceñida toda, mientras la luna proyectaba una sola sombra larga a la que los perros le ladraban. Su hermosa cabellera, levantada por la brisa, se confundía con la noche de San Juan.

El estrepitoso bramido de la sirena de un transatlántico apresuró el paso de innumerables turistas que se dirigían hacia el muelle para embarcarse hacia otros rumbos. Sor Elvira me arrastró hasta el malecón porque sintió el llamado de su tierra. Yo corría, ella volaba.

En el puerto, la Monja de Borinquen entró al enorme edificio flotante sin que nadie la detectara. Traté de seguirla pero los guardias de seguridad me impidieron el ingreso al crucero que iba para España. Dispuesto a no perderla, insistí como un poseso.

Me maniataron y me enterraron en esta cripta.

Etiquetas: , , ,