Literarte

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viernes, octubre 06, 2006

Juan Pablo, el marchista

Por José O. Alvarez

Juan Pablo se alinea siempre con grupúsculos que todavía tienen viva la llama del ideal. Ante un mundo oscurecido por el cinismo las voces como la de Juan Pablo son apenas una imperceptible arena en el infinito desierto.

Un perro moribundo atropellado por un carro fantasma y puesto a salvo por el llamado solidario que hizo otro joven como Juan Pablo a través de la Internet, fue la chispa que dio nacimiento a un proyecto que pretendía salvar a la moribunda Colombia y de una vez por todas acabar con su violencia endémica.

Al proyecto se le midieron jóvenes de todo el mundo al ver que la propuesta reflejaba una sutura a los ideales rotos por las generaciones anteriores que los habían traicionado.

Experto en redactar panfletos, Juan Pablo puso su destreza de escritor en redactar los siete puntos del siguiente comunicado por la paz:

«Yo, colombiano del siglo XXI, en unidad con mis hermanos colombianos y en un acto voluntario y libre, declaro:

  • 1. Que perdono a quienes me han causado daño y pido perdón por todo el daño que consciente o inconscientemente he causado a mis hermanos colombianos y a mi país.

  • 2. Que elijo la vida como la más importante de las instituciones y me comprometo a defenderla en toda circunstancia.

  • 3. Que renuncio a ejercer cualquier forma de maltrato, intolerancia y violencia.

  • 4. Que pido el cese inmediato del secuestro, la represión y la muerte.

  • 5. Que elijo amar y respetar a mi hermano y a mi país y que manifestaré ese amor con mi servicio desinteresado.

  • 6. Que prometo participar en la generación de ideas constructivas para mí, para mi familia y para mi país.

  • 7. Que con este acto entrego mi corazón entero a la causa de la paz, ayudando a construir una Colombia justa y equitativa donde se pueda ser libre y feliz”.


Un brillo mesiánico en los ojos se apoderó del grupo que se confundía con el color naranja con que vistieron. Como nuevos profetas se enfrentaron a la indiferencia de sus compatriotas cansados ya de tantas promesas incumplidas y preocupados más por satisfacer sus necesidades primarias cada vez más exigentes.

–¿Usted se le mide? –me confrontó Juan Pablo la primera vez que lo conocí en el consulado colombiano de Coral Gables, luego de una misa en memoria de las víctimas de los ataques terroristas en Nueva York y Washington.

–Claro... –le contesté con temor. Pensé que era un kamikaze que estaba dispuesto a inmolarse en las arenas del desierto para arrasar a los enemigos tal como lo había planteado fervorosamente el sacerdote en una homilía que hacía un llamado a la Guerra santa.

Pablo me puso el brazo en el hombro y como si fuéramos amigos de toda la vida me dijo que se llamaba Juan Pablo, que me invitaba a mí y a toda mi familia a unirme a las marchas por la paz. Horrorizado me zafé de su abrazo. Quise espetarle todo el odio que sentía contra todos esos idiotas que se oponen al progreso y a las bondades de la neoliberalización.

–¿Pero es que usted no ha escuchado a Bush? ¿Acaso no se da cuenta que esos son peores que Osama bin Laden porque no creen en nada, mucho menos en Dios?

–Usted asume que porque nos .... – me dijo Juan Pablo en tono conciliatorio tratando de enfriar la sangre que se me había subido a la cabeza, –nosotros lo que queremos....

–.... ustedes lo que son, son unos idiotas útiles, marxistas trasnochados, conspiradores consumados, hippies drogos –le interrumpí con el increpante índice, mientras le miraba la cola de caballo que me había puesto en ascuas cuando me colocó el brazo por encima del hombro.

–Pero... –insistió Juan Pablo.

–Aquí no hay pero que valga. Eso hay que dejarlo en manos de Dios y de Estados Unidos que son los que tienen el poder de barrer esas alimañas e imponer un nuevo orden internacional –le dije marcando las palabras.

Quería ponerle punto final a su atrevimiento de hacerme acalorar luego de haber comulgado y rezado poniendo en entredicho mis peticiones al Supremo para que ilumine a nuestros líderes y les ayude a extirpar el mal de la faz de la tierra. Mientras retomaba el coro de la Virgen que ha venido a América a traer la paz, me alejé con disgusto del consulado, prometiendo no volver a poner mis pies en sitios donde sospeche se guarnezcan esos ilusos.

Juan Pablo no se amilanó y siguió repartiendo subversivos volantes donde invitaba a todo el mundo a unirse a las marchas que pretenden detener la guerra, acabar la injusticia y establecer un gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo.