Literarte

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jueves, octubre 05, 2006

Homilía guerrera

Por José O. Alvarez

–Yo no voy a esa misa porque no creo en el Dios del Antiguo Testamento. –Así respondió tajantemente Julia a Orlando cuando éste la invitó al consulado.

–Por Rafael Escalona me haría el viaje, pero por una misa donde posiblemente pongan como estandarte la ley del talión ..., ¡olvídate! –reafirmó con un tono que mostraba la apatía completa hacia lo que Julia llamaba “el opio de la humanidad”.

Orlando estaba enamorado de Julia y como a ella le gustaba asistir a los actos programados por el consulado colombiano de Coral Gables, siempre hacía el viaje Miami – West Palm Beach – Miami, multiplicado por dos, para disfrutar por unas horas de su presencia. No de sus ideas. Orlando se había propuesto no sólo conquistar su cincelado cuerpo, sino salvar su sediciosa alma.

Apesadumbrado Orlando se fue solo para el consulado y para su sorpresa lo encontró repleto. El homenaje al maestro Rafael Escalona, compositor de vallenatos que Carlos Vives ha puesto en la palestra internacional, había sido sustituido por una misa en memoria de las víctimas de la masacre cometida por terroristas al corazón financiero y militar de los Estados Unidos posiblemente ayudados por fuerzas ocultas dispuestas a aplicar la fuerza a como diera lugar. Orlando se conmovió hasta las lágrimas con el sermón de un sacerdote que con una voz apenas perceptible llamaba a la vindicta del ojo por ojo, diente por diente.

–Le pido a Dios por esta tierra poderosa y bendita para que se decida a borrar de la faz del planeta al enemigo aunque para ello se tengan que sacrificar todas las sagradas conquistas incluyendo la libertad.

Eso mismo rezaba Orlando todas las noches antes de acostarse. Desde la tragedia, había aumentado la vigilia, prendido velas, puesto banderas, rebajado dos libras con la dieta de sus 260 normales, había llorado como lo hacía en la misa al ver que sus sentimientos guerreros eran compartidos por casi todos los asistentes que obnubilados por el sueño americano aprobaban con la cabeza el dantesco panegírico del sacerdote.

Unos pocos reprobaban el sermón con medrosas miradas. Orlando alcanzó a escuchar claramente que al rezar el Padrenuestro un grupo de jóvenes vestidos de naranja enfatizaron la quisquillosa sentencia de “perdona nuestras ofensas como también nosotros PERDONAMOS A LOS QUE NOS OFENDEN”.

La cónsul, vice-cónsul, sacerdote y feligreses se lanzaron una preocupada mirada al ver que la oración que rezaban mecánicamente adquiría un significado distinto para el grupo naranja.

Al pasar a comulgar Orlando vio el hermoso cuerpo de una mujer morena, pelo largo y negro, jeans de color naranja que demarcaban un trasero bien moldeado parecido al de Julia. Estuvo a punto de devolverse y no comulgar.

Atrapado en el pecado de la lascivia su cuerpo recibió un latigazo placentero como los que recibía en sus solitarias noches cuando a nombre de ella regaba las sábanas de almidón reproductivo. Mentalmente pidió perdón a Dios por caer en esa tentación que lo tenía en vilo y siguió adelante. Al regresar comprobó que ese cuerpo escultural era el de Julia que estaba allí entre el grupo que había alzado la voz en la oración que Jesús le enseñó a sus discípulos.

Orlando casi se ahoga con el cuerpo de Cristo. Atragantándose la hostia logró restablecer el control de su voluminoso cuerpo propicio a perder oxígeno. A la hora de darse la paz, el grupo anaranjado hizo gran alboroto. Casi no quedó alma que no recibiera su efusivo abrazo. Cuando una de las del grupo le dio un abrazo de paz en lugar de estrechar la mano que él le tendía, Orlando recapacitó que esos sentimientos de venganza que abrigaba últimamente no eran saludables.

Si un atisbo de arrepentimiento había asomado después de la paz, lo anuló el hecho de ver cómo al terminar la misa el grupo anaranjado le caía al sacerdote para cuestionarle duramente la guerrera homilía. “Su sermón no se compadece con las enseñanzas pacifistas del divino maestro”, le recalcaba uno de ellos con los puños encrespados.

Quiso hablarle a Julia, pero ella discutía con una beata que dejó de gritar el canto a la Virgen que “ha venido a América, ha venido a América, ha venido a América a traer la paz”, para criticar con los ánimos exaltados a ese grupo de “idiotas útiles que le hacen juego a Satanás con sus teorías conspiratorias”. La energúmena parroquiana, con los ojos salidos de las órbitas, exorcizaba a Julia, que lo único que había querido era invitarla a ver si se le medía a las marchas contra la guerra y contra la globalización. Al ver que Orlando con una sonrisa bobalicona aprobaba lo que decía la feligrés mariana, Julia lo miró de arriba abajo como si por primera y última vez mirara al mismo diablo.

Con plante altanero lo dejó y se fue a repartir volantes entre la concurrencia para ver si encontraba a alguien que se comprometiera a expandir el efecto naranja.

El desprecio de Julia golpeó profundamente el orgullo de Orlando quien decidió olvidarla una vez abandonó el consulado. De no ser porque rechazaba la evolución, por un momento sintió que una cola de mico se le metía por entre las piernas. Era verdad que el cuerpo de esa mujer lo traía loco, pero su alma ya estaba comprometida con el diablo.

Ante la disyuntiva entre el bien y el mal que había recalcado el sacerdote en su sermón, siguiendo las “claras directrices de la Operación Justicia Infinita del presidente”, Orlando escogía las del bien, aunque para ello se tuviera que llegar a los extremos del Apocalipsis.