Literarte

Sitio que recoge algunos de los cuentos cortos del autor José O. Alvarez, Ph.D.
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miércoles, septiembre 27, 2006

Elsoytú

Por José O. Alvarez

Una nueva Venecia se abrió ante mis ojos. El cielo se contemplaba en esas aguas limpias que los habitantes cuidaban con amor. A pesar de ser un extraño en esas tierras, me había aventurado hasta los sitios más apartados, atento siempre al asalto pistolero que rondaba las esquinas. No tenía equipaje, sólo lo que llevaba encima y no sabía dónde iba a pasar la noche.

Unos muchachos que se encontraban en la calle no se inmutaron con mi presencia y continuaron con su ensayo de bailes y música cuando me les acerqué. Uno de ellos me preguntó si era amigo de Elsoytú. No detectó mi turbada mentira cuando le contesté afirmativamente.

–Nos recomendó que lo recibiéramos –dijo otro de los chicos dejando la guitarra a un lado. Se levantó del puesto y me dio la mano con firmeza. El calor que emanaba era igual al de sus hospitalarios ojos. Seguidamente el chico y una hermosa adolescente me tomaron del brazo para ir en busca
de Elsoytú.

La ciudad estaba llena de gimnasios, parques y escenarios rodantes donde chicos y grandes practicaban alegres. La música era como el ingrediente que los ejercitaba en la tranquilidad, ecuanimidad, reposo mental, armonía y ritmo. En secretos lugares del alma escondían todos esos dones que se manifestaban en sus graciosos movimientos de gacela. Esa ataraxia, propuesta por los griegos, cuestionaba mi zenonoica apatía.

Cruzamos por la plaza de mercado y las generosas vendedoras salieron a recibirnos. Recordé la película El Padrino, cuando la gente de buena gana se quitaba lo poco que tenía para dárselo al “don”. Viniendo del mundo de la realidad, imaginé que Elsoytú era un gran capo que imponía su dominio a punta de extorsión y de pistola. Me extrañaba la amabilidad de la gente. Todos me saludaban con cariño. Como Cristóbal Colón, me impresionaron la limpieza de la ciudad y la pulcritud de sus habitantes. Parecían todos hijos de reyes.

Esa alegría desbordante me inundaba y una sonrisa se posó por primera vez en mi veterano rostro fruncido. Cruzamos la ciudad y llegamos al piedemonte de una montaña. A lo lejos se divisaba una cueva. Un hombre ciego como Homero salió a recibirnos. Con su mirada perdida hacia el horizonte auscultaba lo que se alejaba o se acercaba.

–Te presento al maestro que con cuentos breves nos ha enseñado a vivir en paz –dijo el arrobado guía señalando al anciano. La chica lo miraba con ese éxtasis que tienen ciertas jóvenes por los viejos sabios.

–Sabía que vendrías –me dijo mientras abría los brazos para saludarme.

De la cueva salía una energía que se confundía con la del profeta. Su enorme barba y su pelo largo, como uno de los mil colores de la nieve, le daban las características de un dios listo a ordenar el caos del universo.

–Si lo que te preocupa es dónde pasar la noche, aquí puedes quedarte hasta cuando desees –dijo el ciego con voz dulce adivinando mi preocupación.

–La clave de la felicidad está en desear poco y agradecer que ese poco sea demasiado –me dijo al ver mi sorpresa luego de descubrir que no tenía nada que lo atara a este mundo. Mis lecturas adolescentes se concretaron al ver que esa platónica forma de vida de retornar a la primitiva simplicidad era la que vanamente habían postulado Diógenes, San Francisco, Saint Simon, Fourier, Tolstoi y Whitman.

En la cueva me quedé con él para amolar la piedra angular del pensamiento platónico. Durante centurias me dio las bases para liderar el cosmos. Aunque sólo tenía tres o cuatro libros todos descuadernados que de vez en cuando leía y releía, no me enseñó a encontrar en ellos el saber que anhelaba. Pacientemente resucitó en mí la curiosidad infantil perdida que me ayudó a captar en cualquier cosa, por insignificante que fuera, la sabiduría que infructuosamente había tratado de consultar en los anaqueles de las bibliotecas parciales y totales.

Ahora que veo llegar por el camino a ese escritor que busca por todos los medios cómo vivir del cuento, recuerdo el día en que llegué afanoso buscando lo mismo. Un alivio me recorre porque sé que viene a reemplazarme.

Cuando murió mi maestro, la gente empezó a tratarme como si yo fuera Elsoytú. Ya para entonces había despertado convertido en profeta, con la barba larga y el cabello largo con el color de la ceniza, semejantes a los de mi maestro y al de los que nos precedieron.