Literarte

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lunes, septiembre 25, 2006

La leche de Felipa

Por José O. Alvarez

La leche de Felipa es como una ambrosía que endulza mis sueños y me da el sabor de la inmortalidad.

Felipa había dejado atrás a su niño de meses para cruzar la frontera hacia El Norte luego que grupos armados en nombre de la ley ajusticiaran a su esposo por supuestamente colaborar con grupos armados al margen de la misma.

–No me aguantaba más el hambre y la necesidad –me dijo para despertar mi aletargada caridad sepultada por el trajín diario y la alienación del sueño americano. La había visto el domingo en la iglesia donde acostumbro alabar a Dios, pagar mis diezmos, golpearme el pecho y salir renovado para volver de nuevo por las rutas torcidas del negocio sucio durante la semana. Me llamó la atención esa belleza de mujer mestiza que conserva un porcentaje alto de princesa aborigen. Le sugerí que hablara con mi devota esposa que, a pesar de hacer lo mismo con más exaltación, la miró como se mira una cosa. Fue contratada para cuidar a mi hijo que tenía la misma edad que el que Felipa había dejado atrás en las temblorosas manos de su revejida abuela. Vertió en él todo el cariño y cuidados que sólo una buena madre da a un hijo.

Una noche la descubrí dándole leche de sus senos que siempre se encontraban a punto de reventar. Una sana envidia me erizó los vellos. Se puso tan nerviosa como si la hubiera encontrado cometiendo un crimen. Solo se calmó cuando le di un abrazo que casi ahoga al niño. Para ella fue un acto de cariño, para mí un acto de perdición que me desveló por varias noches. Nuestro pacto quedó sellado. Mi emperifollada esposa no se enteraría que el retoño que ella se negaba a amamantar para no dañar su silicona figura, era alimentado con leche de india zarrapastrosa, cochina, inmunda, como le decía cuando se demoraba un segundo en atenderla.

El niño se apegó a ella como lo hice yo. Ríos de leche inundaban mis sueños. Mientras bebía la leche de Felipa era como si la Vía Láctea iluminara las ojeras exprimidas a mis noches de desvelo. Un día, desesperado, hambriento, con el complejo oral alborotado, el sueño se hizo realidad. Mi mujer me encontró atareado mamando el dulce néctar y la lanzó a la calle amargando mi vida y la de mi hijo que no cesaba de preguntar por su “mami”.

Felipa fue reemplazada por una nueva nana que se asió a ese trabajo como último recurso. Era una prestigiosa abogada egresada de la mejor universidad de su país de origen que tenía que rebajarse a trabajar de sirvienta por carecer de documentos legales. Al igual que Felipa, todo lo que ganaba lo enviaba para su país, la primera para mantener a su familia, la segunda para mantener el tambaleante prestigio dejado atrás.

Cuando vio al niño bañado, cambiado, peinado y perfumado le dio pena con la patrona porque creyó que ella se había levantado a arreglar al niño y se había vuelto a acostar. Miró para el techo. Se quitaba de encima esa tarea tediosa que ella misma no había hecho con su hijo porque ella también, hasta que le tocó salir huyendo, había tenido quien se lo cuidara.

Lo que no saben la nana ni mi esposa es que Felipa se sale de mis sueños para cuidar a “su bebé” y de paso reafirmar mi fijación oral con el sabor de su ambrosía.