Literarte

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jueves, septiembre 21, 2006

Pavo de Navidad


Por José O. Alvarez

El delicioso lechón fue suplantando por el insípido pavo luego de la cuchillada que le propiné en la pierna al capador. No hubo nadie que les quitara las bolas a los marranos, y yo pude dormir sin la pesadilla de que me iban a capar.

Esa primera Navidad con pavo, fue desastrosa: ninguno le echó segunda muela a esa carne que no tenía ningún sabor. Hasta los cerdos estuvieron reticentes a comérsela. Si al final lo hicieron fue por su filogenética omnivorudez que los llevaba a comerse hasta sus mismos testículos cuando los capaban.

Para la Navidad siguiente el pavo fue preparado con anticipación. Una semana antes lo amarraron al enorme árbol desde donde antes me escondía a ver las diestras operaciones que el capador infligía a los marranos. Le quitaron la comida y le pusieron aguardiente para que calmara la sed.

Una cosa es imaginarse a un ave borracha y otra verla, olerla, oírla, sentirla. El grito encendido del pisco (nombre familiar del pavo), se clavaba en la noche como una saeta. Hasta el inaudible ruido de las constelaciones lo hacía graznar.

Fue una semana de tortura inquisitorial, a tal punto que llegué a pensar que era mejor el chillido de los marranos, porque capadas no se hacían todos los días y cuando las realizaban duraban pocos minutos.

Los que se devanean los sesos tratando de penetrar las teorías del tiempo para saber si es finito o infinito, hubieran afilado sus conceptos en esa semana finita que me pareció eterna. El tiempo que vivía el pavo era biológico mientras sus carnes se iban penetrando de alcohol. Mi tiempo era imaginario: imágenes de violencia se sucedían con cada grito afilado del pisco en una sucesión tan abismal que empezaba desde el Big Bang y desembocaba en los Agujeros Negros.

La víspera de Nochebuena cesaron los atormentadores graznidos: “le torcieron el cuello al cisne”, dijo mi hermano mayor que le gustaba perder el tiempo con libros en lugar de laborar la tierra, arriar el ganado, untarse de. Esa pose de erudito con que lo dijo me hizo sospechar que era otro de sus epitafios con que bautizaba cada cosa o evento, sacados de sus desveladas lecturas.

Al pisco lo rellenaron con exquisiteces que oportunos escritores describirían en páginas interminables.

El pisco no dio un brinco. Luego de dar gracias al cielo por los favores recibidos, ocho batientes mandíbulas lo devoramos en un santiamén. El alcohol que al pisco se le había bajado al cuerpo, a nosotros se nos subió a la cabeza.

Fue la primera borrachera que tuvimos en casa y que se repitió en cada Navidad hasta que nos dispersamos por el mundo.

Ahora que pruebo este pavo insípido aquí en tierra extraña, extraño los graznidos, que me colocaban al borde del abismo de lo creado, de esos piscos que ahogaban en alcohol sus últimos días.