Literarte

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miércoles, septiembre 20, 2006

Capador


Por José O. Alvarez

El próximo es usted –decía con burla socarrona el capador de marranos una vez terminada su labor en la Hacienda la Ponderosa.

El sonido del canto de las aves, de la brisa montañera, del rumor del río, de un tiple o una guitarra, flotaba dentro de mi alma llenándome de serenidad. Pero el sonido de la flauta de pan con que se anunciaba el capador arrugaba mis gónadas y me erizaba de terror. Corría a treparme a un enorme árbol, donde furtivamente varias veces lo vi cercenar de un solo tajo medialuna el escroto del animal que entre cuatro jornaleros con cara de cerdo sujetaban en una barbacoa. Como experto cirujano le sacaba los testículos que luego le lanzaba al descoyuntado animal. El capón se los tragaba de un tarazcaso para paliar su dolor.

Acostumbrado a la violencia endémica de los campos, la sangre no me molestaba. Eran los chillidos desesperanzados, más humanos que los emitidos por cualquier humano, los que me erizaban los pelos y se metían en mis pesadillas.

Después de la operación los animales se ponían como chanchos, panzones y desdeñosos como dioses de cielos porcinos. Algún pensamiento les cruzaba su cochina cabeza porque parecía que, si habían sobrevivido a esas muertes caponas, ni una nochebuena los podía amedrentar.

El día que iban a capar al marrano mono que había sido mi mascota, no pude soportar acompañarlo en su grito de dolor. La sorpresa los desarmó antes de que el acero hiciera su trabajo. Con alegría vi que el marrano mono se les escapó de sus castrantes manos y veloz corrió hacia el sitio donde nadie lo encontraría.

La emprendieron conmigo. Ese día no estaba el capataz que además de defenderme me enseñaba todas las maldades que hay que aprender para sobrevivir en un mundo violento. A piedra me bajaron del árbol. Los cuatro malvados asistentes me colocaron en la mesa de operaciones. Con mis manos y pies aprisionados manoteaba y pataleaba como poseso.

Después de varios amagües en los cuales el capador simulaba cortar mis glándulas sexuales, me soltaron muertos de la risa. El cuchillo lo dejaron encima de la barbacoa. En un descuido me armé del mismo y me escondí en un matorral. El filo lanzaba brillos de espejo como mis enfurecidos ojos. El cuchillo temblaba en mis manos con furor y su costumbre de penetrar carnes me ordenaba actuar sin vacilación.

El capador, todavía con una sonrisa medialuna que le atravesaba su cara, pasó cerca de mi escondite haciendo sonar ese instrumento que taladraba mi mente. Como tigre me le lancé y la garra metálica penetró suavemente su pierna.

Su grito de dolor me recordó el de los marranos. Mientras se arrancaba el afilado instrumento, corrí hacia la cueva que había en la orilla del río donde me guarecía de los castigos cada vez que cometía una pilatuna.

Bien entrada la noche regresé a la hacienda acompañado del marrano mono que con sus gruñidos me daba las gracias por haber salvado su berraca virilidad. Me recibieron con respeto. Nadie se atrevió a chistar esta boca es mía. Con siete años, ya era como uno de ellos, sin escrúpulos para herir o para matar.

Mis pesadillas se acabaron porque no hubo más chillidos, como tampoco más lechón asado. Éste fue suplantado por insípidos pavos.

Ahora que veo pasar cojeando al capador, pienso que si hubiera sido más grande le hubiera atravesado sus testículos. Pero entonces, posiblemente, los míos no se calentarían cuando entierro mi enervado cuchillo en las tiernas carnes de su hija.