Literarte

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martes, septiembre 19, 2006

Soberana patada

Por José O. Alvarez

Por teléfono me comentó Nelson Mosquera, posiblemente acariciando su panza de Buda, que había escuchado a Saramago diciendo que a él le habían dicho unos economistas que dizque 250 poderosas personas poseen el 45 por ciento de la riqueza del planeta.

Como no me interesan las cifras exactas (esas tareas detectivescas se las dejo al escritor Juan Pablo Salas), considero exagerado el número luego que un profesor de economía de la Universidad de Yoayo me confirmó soto voce (“para evitar omnipotentes represalias”, esas fueron sus temerosas palabras), que no pasaban de 200 los dueños de ese capital. En la cafetería me comentó, todavía con imperceptible voce que el filósofo francés Michel Serres planteaba que "la lucha contra la mundialización debería darse más bien contra un particularismo: contra esos poderosos". El profesor se mostraba 100% de acuerdo con el postulado de Serres pero no se atrevía ni siquiera a exponerlo, menos en una caverna donde las sombras imponían su dominio. Veía también que los conflictos a escala planetaria, impulsados por gobernantes peleles, reducirían aún más ese decreciente número.

Desdichadamente, no pertenezco a ese grupo. Estoy en la pura periferia. Ni siquiera en la otra orilla. Como mis colegas saben, soy un simple profesor universitario sin ninguna garantía de tenure por no dedicarme de lleno a lo académico, por no contar con padrinos y por pretender vivir del cuento.

Esa situación desventajosa me hace recurrir a las ofertas, a los descuentos, a recortar cupones dominicales, a llevar mi comida de lo que ha sobrado la noche anterior para el mediodía del día siguiente. Ese ahorro franciscano no sé a quién beneficia porque lo que es a mí, me tiene al borde de la ruina.

Es sabido también de mi misantropía. A la hora del almuerzo prefiero hacerlo con animales que con bestias humanas que miden su inteligencia por la mayor o menor cuantía de lo que poseen en sus bolsillos o entre las piernas. Los animales en cambio, no se paran en mientes ni verdades, ni mitos de la nueva era y se alegran cuando me ven llegar. Los patos vuelan a mi lado, las hormigas levantan sus antenas y las lagartijas sacan su larga lengua para decirme hola cómo estás.

Me siento como Adán en el día sexto del Génesis. Aún más, los animales me tratan como si fuera el dios de los patos, el dios de las hormigas, el dios de las lagartijas, el dios de la creación. Esa algarabía que forman me hizo aumentar la porción de mi magra comida, para compartir un bocado de mis sobrados con todos ellos.

Como dios primerizo, cometí el error de concentrar la comida en un solo lugar. Un enorme pato, que se pavoneaba como chancho, lleno de horripilantes verrugas que le colgaban de su papada, se posesionó del mismo. Ya me había percatado de su tiránico dominio. Hasta los patos jóvenes se le colocaban en posición sumisa y él displicente los montaba para luego tratarlos de maricas y con un picotazo mandarlos a poner huevos. Mientras el gran pato comía la concentrada comida dándose la gran vida, los demás patitos zigzagueaban de hambre a su alrededor.

Opté por una solución inspirada en uno de los libros que me había regalado un evangelista que gritaba a los cuatro vientos la segunda venida de un redentor en los cuidados jardines de la universidad. Salomónicamente coloqué puñaditos de comida en diferentes lugares a orillas del lago. El gran pato corría de lado a lado graznando desaforado. Los pequeños aprovechaban llevarse algo en el pico cuando les daba la espalda. El miserable avasallador por defender a picotazos los montoncitos no comía y no dejaba comer.

No pude soportar tanta mezquindad y con santa ira traté de espantarlo. El pato graznó con más fuerza. Escuché que por su despreciable pico me lanzaba los insultos más horrendos, insultos de pato furibundo peores que los del más bajo estibador.

Hice el amago de coger una piedra para amenazarlo como se amenaza a los perros. Se me vino encima y si no me levanto a tiempo me saca un ojo de un picotazo. Me picoteó la mano que interpuse en el preciso momento en que iba derecho a la parte sobresaliente de mi aparato reproductivo.

Mientras detenía la hemorragia de sangre que brotó emulando al manantial del lago, con la pierna izquierda le propiné una soberana patada que lo lanzó a siete metros de distancia. Los oprimidos patos aprovecharon para abalanzarse sobre la comida. El aporreado pato se recuperó y graznó groserías a diestra y siniestra. Vaya a saber qué les dijo porque, súbitamente, se detuvieron, se miraron unos a otros dándose corajudos ánimos y le cayeron en picada. Atrofiado por mi patada el pato apenas alcanzaba a defenderse. Toda la fuerza se le salía por el pico en imprecaciones impublicables en esta red que posiblemente consultarán mentes infantiles a través de Google o Yahoo. No faltará un profesor trasnochado que, con la lógica peculiar del resentido, quiera utilizarlo para dar una lección sobre la lucha de clases. Con más furia lo atacaban los otros patos que no cejaron hasta que lo vieron con el pico entre las patas en pleno patatús.

Exhaustos los patos se detuvieron cuando exhaló el último suspiro. Ya sin la prisa que les infringía el difunto tirano comieron la comida en paz no dejando ni una migaja para las lagartijas, mucho menos para las hormiguitas.

Con una sonrisa que me atravesaba la cara de oreja a oreja como una cicatriz miré hacia el cielo para ver si Aquel que supuestamente lo ve todo, se había dado cuenta de cómo era que había que combatir la pobreza.