Literarte

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viernes, septiembre 15, 2006

Pobre diablo

Por José O. Alvarez

No dejó que me casara con su hermana gemela. Era tres minutos mayor que ella. Lo supe porque en sus cumpleaños todos esperaban que ella soplara las velas tres minutos más tarde que él.

Se casó con un hijo de papi que quedó en la ruina. No supo mantener el imperio que había construido su padre a puro pulso el cual se derrumbó como castillo de naipes en sus manos y las de su madre acostumbrada a gastar, gastar y gastar.

A los gemelos les pasó lo mismo. Por eso cuando lo vi de nuevo alcancé a detectar, ya gastada por el tiempo, la sombra de los gestos y facciones de su hermana. El odio de clase me revolcó las entrañas de nuevo pero terminé por controlarlo para no matar el recuerdo.

Cuando era pobre me miraba de arriba abajo y en su mirada el desdén hacía renacer en mí unas ganas tremendas de reventarlo a golpe limpio. Un día no soporté el comentario de pobre diablo y lo enfrenté. Yo fui el que salí reventado con golpes sucios que me propinó con unas ganas tan tremendas que sólo se las calmó la hermana con lloros y berrinches.

Mi venganza empezó ese día. Me hice el propósito de conseguir dinero a como diera lugar aun a costa de mi honestidad que hasta ese momento se mantenía incólume como rezagos de las enseñanzas de mi madre soltera quien se mató lavando ropa para que pudiera ir a la universidad. Allí la conocí. A estas alturas de la vida no sé si me quería o le gustaba estar conmigo porque además de divertirla le hacía las tareas y la preparaba para las duras pruebas de la universidad.

Unos compañeros de clase que le hacían trabajos a la guerrilla me enseñaron el negocio. Fue como hacer un pacto con Luzbel. Acostumbrado a llevar una vida de sobreviviente de la gran urbe no me costó trabajo ahorrar todo el producto de los plagios (secuestros) y las vacunas (impuestos). Mis gastos siguieron siendo los mismos, de pobre diablo.

Cuando recogí una suma considerable me convertí en agiotista. Mis antiguos compañeros de lucha los convertí en sicarios. Todos pagaban a tiempo. Pronto me di cuenta que el mejor dinero es el que se invierte en satisfacer los gustos de los hijos de papi pues entre mis clientes había muchos que me solicitaban prestado dinero para comprar cocaina. Ellos mismos me pusieron en contacto con los capos de la droga. Los capos vieron en mí a alguien en quien podrían confiar. Aunque nos identificaba nuestro origen humilde, no era como ellos. Graduado con honores en la mejor universidad a donde había entrado con una beca, no sólo manejaba un verbo poderoso, sino que había adquirido el garbo y la distinción de aquellos a quienes una miraba les basta para que sus lacayos hagan el trabajo sucio sin manchar en lo más mínimo la pulcritud del amo.

Mi madre aunque desgastada por el trabajo no quiso recibir un peso del "dinero maldito", como le decía, al enterarse de mi riqueza mal habida. Tampoco abandonó el rancho que se caía como ella. Vecinos que subrepticiamente ayudaba la ayudaron hasta que murió arrepentida de haberme dado a luz. Ese día abandoné el lucrativo negocio que florecía bajo el amparo de la ley y de los que la combatían. Compré las portadas de los principales medios de comunicación que regaron como pólvora la noticia de mi muerte. Me cambié de cara, nacionalidad y con otro nombre regresé a buscar a la mujer que había amado con todas las fuerzas de mi corazón para paliar mi soledad.

Encontré a ese pobre diablo que no me reconoció. Sumido en el delirio de la droga no supo darme razón de su hermana.

A quienes pagué enormes sumas para que dieran con su paradero me daban versiones encontradas. Que la habían secuestrado y no tuvieron para pagar por su rescate; que se la llevaron traficantes de blancas que suplen los prostíbulos del emergente mercado oriental; que se murió de pena al enfrentar la miseria de los desamparados.

Abandoné su búsqueda para vivir con su recuerdo.