Literarte

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jueves, septiembre 07, 2006

Hermanastra

Por José O. Alvarez

Los libros que leía a escondidas mi hermanastra, yo los leía como ella debajo de la cama. Varias veces mi padre la cogió in fraganti y varias veces se los quemó. Uno de ellos se lo llevó al cura quien en la misa dominical lo exhibió a los feligreses. Luego buscó al azar, según el cura, una página para mostrar las herejías que allí se consignaban.

–Dios está muerto –leyó el cura mientras todos se persignaban. Dicho por el cura, esas palabras resonaron con tal eco que hirieron los oídos de esos feligreses cegados por la fe. Delante de ellos lo quemó mientras maldecía al autor de quien dijo que en esos momentos estaba quemándose peor que el libro porque no se extinguía sino que en carne viva recibía el tormento por los siglos de los siglos.

-Amen –contestaron automáticamente los feligreses. En mi cabeza pequeña no cabía el hecho de que el cura supiera esas cosas. Lo pregonaba con tal convicción que llegué a imaginar que posiblemente él visitaba esos horripilantes lugares para luego darse el lujo de describirlos con pelos y señales en sus feroces sermones que nos hacían sentir las llamas quemándonos las piernas.

La quema de los libros atizaba mi curiosidad, por eso buscaba el descuido de mi hermanastra para sustraerle el libro de turno del escondrijo donde ella los colocaba. Se los prestaba un librero ateo aborrecido por la curia que vivió en el pueblo hasta que se dieron mañas y con turbas alebrestadas por los curas lo sacaron a pedradas como si de un leproso se tratara. De puntillas me levantaba a altas horas de la noche cuando no se oían sino los ruidos de los grillos y las ranas. Con la luz de una linterna recorría las páginas obscenas de ciertos libros o los pensamientos recónditos de libros de filosofía que no entendía pero que me dejaban la cabeza hecha trizas.

-¿Cuál es ese libro que habla de la muerte de Dios? –le pregunté intrigado a mi hermanastra. Asustada miró a la redonda sorprendida de que a mi edad saliera con esas preguntas. Una vez segura que nadie nos acechaba me dijo que era de un alemán que se había vuelto loco. Posiblemente quería meterme miedo como lo hacía el cura en la misa dominical no tanto por el infierno del más allá sino el que ella sufría en el más acá.

Mi hermanastra llegó a mi casa luego que la expulsaron del internado. No era la primera vez que lo hacían las monjas quienes se persignaban ante ella porque la consideraban una perdida. La habían recogido y educado desde muy niña cuando se quedó huérfana de madre porque les pareció un ángel. Desde niña la acompañó una rebeldía que las hacía temer que se perdiera de joven en el mundo lupanar. Hubieran preferido que la perdición hubiera nacido entre sus piernas y no en esa cabecita tan bella por fuera pero por dentro llena de cucarachas. Les echaba por el piso todas las creencias en las que ellas fundamentaban la fe. Sus argumentos eran tan convincentes que sembraba la duda hasta en los espíritus más firmes como cuando les reveló el incesto del paraíso terrenal.

A ella le pasaba lo mismo que a mí. No hallaba la hora de escaparse de casa para irse a meter con el ateo quien la recibía como si recibiera una visita celestial. Temeroso de las llamas del infierno me daba miedo pasar por esa calle aunque siempre me mantenía en vilo esa tentación. Los novios que tenía se los conseguía mi papá. Eran hijos de compadres piadosos purificados en la fe. A mí me enviaban a acompañarla en las salidas que hacía con esos novios. A todos los corrompió, dijeron los Marianos padres cuando descubrían que los piadosos hijos, tan santos ellos, se volvían unos diablos porque empezaban a consultar libros prohibidos, enfrascarse en discusiones bizantinas para transformar el mundo o pasar noches enteras en la zona roja con mujeres calientes.

Los novios no le duraban tanto. No era tanto porque las madres de los mismos se los espantaran sino porque ella los botaba por la borda al no darle la altura intelectual que ella les exigía. Al ver que mi curiosidad aumentaba geométricamente me convirtió en su confidente. Compartía sus lecturas conmigo y cuando supo mi escondrijo varias noches nos cogió la aurora metidos debajo de la cama yo dormido sobre su regazo.

Una noche excitada por la lectura del libro Jardín Perfumado tomó mis manos y me puso a acariciar sus senos que se erguían firmes. El fuego que me abrasó pensé que era producido por las llamas del infierno. Se lo dije. Ella me calmó diciendo que ese fuego era la llamarada de pasión que la consumía sin piedad. En susurro me aclaró que si los consanguíneos Adán y Eva habían poblado la tierra, en nuestro caso no había problema porque nuestra sangre posiblemente había seguido por los senderos que se bifurcan. Eso le sugerían las malas lenguas cuando le comentaban sobre la muerte de su madre quien no tuvo el valor de soportar la carga de un supuesto adulterio y se dejó morir. Me enseñó a besarle su cuello, sus lóbulos, sus pezones, su ombligo, sus muslos, y su clítoris que se levantaba como una cresta energúmena mientras gemía de placer. Delicadamente colocaba mi infantil miembro por entre los labios de orquídea de su lujuriosa sonrisa vertical.

Cuando mi padre me encontró cabalgando encima de esa hermosa yegua de nácar la echó de la casa. A mí me internó en un monasterio para que monjes insensibles a la vida terrenal me reformaran y me espantaran los demonios que mi hermanastra había sembrado en mí.