Literarte

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miércoles, septiembre 13, 2006

Nace una estrella

Por José O. Alvarez

La noche que murió mi madre le prometí una serenata.

Amante de la música de cuerdas aguantó su último suspiro para cerciorarse que lo que oía era verdad. No quería llevarse la frustración que tuvo el día de las madres cuando pensó que su querido cejudo había atravesado el Atlántico para ir a cantarle sus canciones preferidas que cantaron unos amigos que le llevaron serenata.

Agarrado a sus manos que iban perdiendo fuerza, no alcancé a decirle que lo haría cuando escampara porque estiró la pata antes de confirmar la fecha.

–Posiblemente la plegaria del espíritu de su madre conmovió a San Pedro, –dijo una amiga que se encontraba entre la multitud de familiares y amigos que acudieron a darle el último adiós.

No habían servido las rogativas ni los sacrificios. Ese verano había sido largo y tendido. Lo demostraban las lajas de las piedras reventadas por el calor.

Al expirar se abrieron las compuertas del cielo y llovió a cántaros sábado, domingo y lunes.

Aun bajo la lluvia torrencial todo el pueblo se dio mañas para ir a la Funeraria Gutiérrez, no tanto por velar a mi madre, sino por cerciorarse de las palpitaciones de un Cristo que había pintado mi hermano emulando al de Velásquez y que habían colocado en medio de la capilla de velación.

Al tercer día escampó. El verde se apoderó del paisaje y la tierra lanzó a los cuatro vientos un aroma de gratitud.

La noche del martes, el cielo del Carmen de Apicalá, donde nació mi madre, abrió una ventana triangular. Era el único espacio libre dejado por las estrellas que colgaban como racimos. Esa ventana dejaba ver la nebulosa del águila que en ese momento el telescopio Hubbles tenía en la mira como pude comprobar después por la Internet.

Al terminar de cantar la canción que tanto le gustaba...

Mama vieja, yo te canto desde aquí,
esta zamba, que una vez te prometí...


... de la esquina superior de la ventana se desprendió una luz que viajó en cámara lenta hasta el centro de la pirámide donde explotó con una ternura que me erizó los vellos, hizo desmayar a mi hermana e inundar de una emoción incontrolable a mi cuñada.

Mi hermano menor, quien coincidencialmente había llegado allí guitarra en mano, no pudo verla por estar pendiente de que se hijo no se fuera por el abismo.

–Es un milagro –dijo mi cuñada cuando pudo destrabar la lengua.

Mi hermana despertó del desmayo con una cara plena, iluminada de felicidad, como si hubiera rozado el paraíso. La huella de angustia y dolor que se había marcado en los ocho meses desde que supo del cáncer implacable que azotó a mi madre, se borró de su semblante.

–Ella ahora sí descansa para siempre –nos dijo para aclarar nuestro extrañamiento.

Esa hermosa luz azul que vi multiplicarse en un caleidoscopio de colores se coló en mis sueños. Intrigado me puse a investigar y descubrí que mi madre agradeció la serenata que le había prometido el día de su muerte naciendo en una estrella. Como un milagro, este maravilloso fenómeno lo captó el telescopio Hubble por primera vez en la historia de la humanidad.