Literarte

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viernes, septiembre 29, 2006

Carta al Niño Dios


Por José O. Alvarez

La primera carta que escribí se la envié al Niño Dios. Acababa de descubrir la maravilla de las palabras escritas y garrapateaba cualquier papel que se atravesara en mi camino. Ese amor precoz por las palabras me dio satisfacciones tempranas y dolores tardíos. De niño no solo escribía mis cartas al Divino Niño, sino la de algunos de mis amigos y luego la de muchos habitantes de esa vereda que no sabían ni la ‘o’ por lo redonda. De mis amigos no recibí ni un centavo pero de los otros sí. De adulto las palabras me han dado problemas porque por ellas me veo con frecuencia en la fila de los desempleados.

La idea de escribir cartas al Niño Dios partió del cura Luis quien llegaba a la capilla de nuestra vereda en una moto cuyo pito lo identificaba. Que yo sepa, nadie decía su nombre sino que remedaban el sonido de ese pito cuando se referían a él. El primer domingo de un diciembre que no alcanzo a recordar nos sugirió esta idea al finalizar la catequesis a la que íbamos no tanto por aprender las doctrinas de la iglesia sino por jugar fútbol y comer el refrigerio regalado como premio a nuestro aguante a los somnolientos rosarios, padres nuestros y avemarías de nunca acabar.

Al finalizar la Misa de Gallo del día de Navidad el cura daba paso a la ceremonia de la quema de las cartas. De acuerdo al cura, si el humo se levantaba vertical iba al cielo de lo contrario al infierno. La dirección hacia donde se dirigiera el humo dependía de nuestra inocencia o culpabilidad. Cualquier pecadillo por insignificante que fuera influía en el destino de los mensajes que las niñas acostumbraban adornar con acrósticos y esquelas.

A sabiendas que el Niño Dios no podía satisfacer nuestras demandas o tal vez confabulado con el maligno, el cura manoteaba a diestra y a siniestra. El resoplido de sus amenazas con que mantenía unida a la temerosa grey hacía que el humo se dispersara por la capilla y se metiera por nuestros ojos que prestos se llenaban de lágrimas al ver frustrada la esperanza de que alzara vuelo y se elevara a la bóveda celestial.

Al llegar a casa encontrábamos en la cabecera de nuestras camas una muda de ropa. Muchas veces era el uniforme de la escuelita que usaríamos el año entrante. Seguramente el Niño Dios quiere que sean buenos estudiantes aseguraba mi madre con una sonrisa socarrona que le dirigía a mi padre quien miraba para el techo como dando gracias al Padre de ese Niño benefactor que no sólo se rebajaba a ser hombre sino que además se ponía en la engorrosa tarea de vestirnos con las ropas ordenadas por la escuela.

La rabia no me dejaba conciliar el sueño. Por más que trataba no dejaba de imaginar al malcriado del Polo estrenando todas las cosas que le había pedido al Niño Dios. Lo sabía porque le había escrito la carta ya que, a pesar de que sus padres le compraran juegos didácticos, tampoco sabía la ‘o’ por lo redonda. Era al único de mis amigos que le cobraba pues me pagaba bien, a veces con uno de los muchos juguetes que yo había deseado con anhelo infinito la navidad anterior y que pasado de moda a esas alturas sus empachados padres botaban a la basura. Temprano al otro día aparecía Polo exhibiendo con orgullo lo que habíamos solicitado en nuestras cartas con tantas promesas y con tanta fe. La envidia nos carcomía. Nadie decía esta boca es mía. Nadie la abría talvez para evitar que saliera candela.

Lo dejábamos solo mostrando al mundo su reluciente parafernalia y nos adentrábamos a nuestras casas con los brazos apretujados como abrazados a la impotencia y con el ceño a punto de reventar. Volvía a escribir otra carta al Niño Dios con la rabia traspasando el papel. Esta vez la carta no era una retahíla de jaculatorias y plegarias sino una sarta de maldiciones y obscenidades.

Al abrir la boca para sellar el sobre, el fuego que salía por mi boca quemaba la carta. Con perplejidad primero y con satisfacción después veía como esos mensajes blasfemos se iban derechito para el cielo.