Literarte

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jueves, septiembre 28, 2006

Exhibicionista


Por José O. Alvarez

Dispuesto a vivir del cuento, quise aprovechar la oportunidad de la visita del Papa para posicionar (verbo de Piraquive) mi libro en la lista de los bestsellers.

Me despertó la multitud delirante que se agolpaba en la calle cantando la canción “Amigo” de Roberto Carlos.

Mientras metía mi libro en un plástico, envuelto en una sábana me asomé a la puerta pero la muchedumbre me absorbió. Por no dejar escapar el libro, no sabía cómo mantener firme esas sábanas que cubrían mi desnudez. Decidí coger uno de los cueros de oveja que adornaban la calle por donde pasaría el ecuménico Pastor para armarme un taparrabos y evitar la abominación de que me trataran de exhibicionista.

Un perro olfateó el cuero y de un tarascazo se lo llevó en los colmillos. Ante el temor de que el perro también se llevara mis gónadas dejé caer la sábana. Un grupo de marchistas la izó como bandera para pregonar la paz de sus cantos y consignas. Al verme desnudo unas beatas vestidas de negro gritaron a través de sus manos que cubrían sus marchitos rostros. La multitud me señaló con la intención de lanzar la primera piedra.

Los imponentes mandos militares que desfilaban evitaron el linchamiento. Un comandante, cuya exagerada marcialidad no alcanzaba a ocultar cierto aire femenino, me miró de reojo con la lascivia encendida. Mi temerosa sonrisa me permitió sugerirle que me llevara ante el Papa para entregarle la ofrenda con que me tapaba. Inmediatamente, cuatro perros de gafas oscuras me levantaron en vilo y me llevaron a una tienda de campaña repleta de vagabundos, locos y sospechosos de ser terroristas.

Me quitaron el libro de cuentos que había mantenido firme en mis manos protegido por la bolsa plástica para entregarlo a su Santidad. En su lugar plantaron una pistola para justificar la detención y la tortura. Casi me arrancaron la barba creyendo que era postiza y el torcido enema que hicieron por mi recto me dejó descoyuntado. Habían descubierto un arma letal en el intestino grueso de uno de los detenidos la cual se activó antes de tiempo. En átomos volando quedó el cuerpo del suicida. Brigadas de limpieza recogieron afanosamente los desperdicios regados cerca del templete donde el Papa iba a celebrar la misa solemne.

–Conque a darle muerte a su Santidad... –decían voces grotescas de perros amaestrados en la tortura.

Negando con la cabeza y aterrorizado insistía en que sólo quería entregar al Santo Padre mi libro “Cuentos de vida, muerte y resurrección”.

–¡Un exhibicionista! –dijo la mujer que me acariciaba los testículos. Reconocí su femenina voz porque me susurraba al oído obscenidades mientras trataba de arrancarme una confesión y una delación de cosas que jamás habían pasado por mi pacífica cabeza.

Los gemidos que escuchaba en ese cuartel me trajeron a la memoria la ola de suicidios y accidentes que registraban los diarios. Un compañero de celda me dijo, sotto voce, que ya no quedaban pensadores sino consumidores. Los primeros progresivamente terminaban volcados en una carretera, volando en pedazos en aviones que se precipitaban al suelo, ahogados en alta mar, o desaparecidos. Las exhaustivas investigaciones de esas muertes misteriosas quedaban exhaustas en el misterio.

Para evitar que esa racha de mala suerte me tocara, opté por conformarme con el anonimato. Una cosa era los sueños de grandeza y otra la cruda realidad.

Desde una cabina de cristal a prueba de balas y en medio de una romería delirante, la voz del Papa se escuchaba a través de todos los medios de comunicación. Un atisbo de esperanza me asaltó al creer que le habían hecho llegar el libro, pues arrobado escuché que en múltiples idiomas hablaba sobre la vida, la muerte y la resurrección.