Literarte

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martes, octubre 17, 2006

A paz y salvo

Por José O. Alvarez

Siempre besaba a sus hermanas incluyendo a su madre cuando las visitaba. Cada saludo y cada despedida acumulaban la ausencia de besos que no daba a Amparo porque el rubor se convertía en una barrera infranqueable que sólo logramos romper después de un año de arrumacos, miradas tiernas y sueños imposibles.

El beso fue a boca cerrada, labios en tensión cual dos piedras que chocan. Nuestras miradas dejaron entrever una decepción primeriza que no logró opacar su corazón ni el mío que parecían unirse en el galope.

Eran mejor los besos de las hermanas y aún mejor el de la madre que me dejaba un agradable sabor a fruta madura. La fricción fue tan fuerte que el rubor se quedó por algún tiempo en nuestras bocas. Luego de ese fallido intento de emular a los protagonistas de la telenovela de turno, nos conformamos con las miradas tiernas que hicieron el trabajo que no supieron hacer nuestros labios.

Ese abortado beso me persiguió por mucho tiempo y me impulsó a aprender en otras bocas la técnica perfecta pensando resarcir algún día ese entuerto amoroso.

La frustración de dejar a medias tintas lo que pretendía ser su primer beso persiguió a ese precioso ángel que me desvelaba, como me lo confesó muchos años después cuando ya casada y con hijos, lo mismo que yo, volvimos a encontrarnos.

Paralizados nos quedamos en medio de la Playa con Junín en pleno centro del Valle de Aburrá una vez que había ido a un encuentro de escritores. Al desentumecer el asombro, sin decirnos una palabra, volvimos a besarnos con todas las de la ley sin importar el volar de palomas, el canto de los pájaros, el chiflido de los vendedores ambulantes, la melancólica mirada de los mendigos y la envidia de uno que otro ejecutivo que por allí caminaba.

Tanto ella como yo supimos que esa deuda de amor tarde o temprano había que saldarla con ese beso apasionado para quedar a paz y salvo y continuar tranquilos por nuestras sendas bifurcadas con una sonrisa a flor de labios.