Literarte

Sitio que recoge algunos de los cuentos cortos del autor José O. Alvarez, Ph.D.
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jueves, octubre 12, 2006

Vivir para contarla

Por José O. Alvarez

Si no escribo, me muero, -le dije suplicante a la hermosa enfermera que con suavidad me quitaba mi libreta de apuntes para limpiar la babaza que brotaba grotescamente de mi boca. Quería escribir el último cuento antes de dejar este mundo.

No sé cómo llegué al hospital porque lo último que recuerdo es el grito de Luis Miranda:

–¡NO PRUEBEN ESA TORTA QUE ESTÁ ENVENENADA!

Posiblemente cansadas de que dedicáramos infructuosamente nuestras energías a vivir del cuento, Marta, la esposa de Luis, junto con mi esposa, se confabularon para deshacerse de nosotros.

Pitos, maracas y un delicioso ponqué anunciaron mi entrada al umbral del medio siglo. Probablemente nuestras queridas esposas habían tomado a pecho los planteamientos desaforados de un autorcillo que hacía estragos en los estantes de los bestsellers quien postulaba que para la soledad de cien años, con la mitad bastaba y sobraba.

Ávidamente me atraganté un pedazo de ponqué. Aunque le encontré cierto sabor raro, el grito de Luis aceleró el proceso químico que el arsénico produce en los cuerpos azotados por hambrunas de estudiante. Luis corrió para el baño. Con el dedo índice de la mano derecha empujó el vómito y con el de la mano izquierda trató de hacerse un edema.

La cara de Luis quedó vacía como su cuerpo. Las cuencas deshabitadas dejaban apenas vislumbrar la blancura de unos ojos achinados que bailaban el baile de San Vito. De ese cuadro patético se desprendió. No caminaba; se arrastraba. Sólo tenía fuerzas para limpiar todo lo que cogía con los pequeños trozos de papel higiénico con los que combate la pestilencia generalizada.

Tal vez mis ojos desencajados se posaron en los de mi esposa que, nerviosa, miraba a Marta, quien aterrada miraba para el techo. En el delirio recordé las palabras conciliadoras que días antes me había dirigido mi mujer: “Ahora que el peligro acecha por todos los rincones del planeta conviene que nos aseguremos”. A esa conclusión habían llegado millares de personas después del colapso de las torres gemelas que justificó la guerra contra el tenebroso nuevo enemigo escondido bajo la máscara del terrorismo. Las pólizas de seguros de vida se vendían como pan caliente empujadas por ese Apocalipsis que desde un comienzo muchos empezaron a cuestionar por ser tan preciso para ser ejecutado por simples habitantes de cuevas orientales.

Como siempre, objeté los caprichos del mercado y como siempre acepté compungido, atolondrado y aliviado. “Si hasta ahora no he podido vivir del cuento, pueda que muerto alguien lo haga”, pensé y ese pensamiento lo conecté con esa resignada claudicación de dejar que los objetos ocuparan el lugar de los sujetos a sabiendas de que un intangible tenía la ventaja de no ocupar el espacio exigido por la decorosa y progresiva parafernalia.

El grito de Luis produjo un efecto financiero en mi mujer. Para despejar la duda de un homicidio, hizo el simulacro de coger el ponqué y, llevándose los diablos por delante, devolverlo a la panadería donde lo había encargado.

–Llámeme al gerente–, exigió mi esposa a la atolondrada dependiente que se encontraba atendiendo a otra gente. Aterrados vieron la furia que mi mujer despachaba por sus poros.

Cuando salió un amasado señor, le espetó en la cara. “¿Usted quería matarnos?” El gordo se negó a probar un pedacito de ponqué que mi mujer casi le metía por las narices. Sotto voce le decía que se calmara, que estaba espantando a los compradores y que sería compensada luego de llamar al gerente general de la cadena de panaderías Doña Pana.

Como la compensación no se compadecía con las jugosas expectativas, un abogado contratado para los efectos logró quedarse con una buena cantidad de dinero. Al muchacho que le puso matarratas al ponqué le dieron su buena tajada.

La panadería quebró, yo me recuperé y pude vivir para contarla.