Literarte

Sitio que recoge algunos de los cuentos cortos del autor José O. Alvarez, Ph.D.
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viernes, octubre 13, 2006

Aplastante maná

Por José O. Alvarez

Alguien me dijo (lo cual puede ser cierto porque basta que alguien diga algo aunque sea una mentira para que se convierta en verdad), que Homero después de cantar sobre la guerra de Troya y el regreso de un balsero a la isla de Itaca, a sabiendas que esos temas se repetirían hasta la saciedad, cantó la guerra de las ranas.

Otro fulano sapiente en cosas literarias me sugirió que Esopo también lo hizo. Aunque ahora solo recuerdo el canto a las hormigas de Cortázar y el de los sapos de Rulfo. Ese recuerdo me asalta la sed de Macario por la leche de Felipa cuando destripaba batracios.

Retomo a Cortázar para contarles una historia verdadera extractada de mi vida, impulsado tal vez por esa corriente que justifica los datos biográficos pues en el fondo toda literatura es biografía. La cuento escuetamente, sin poesía y sin nada, para no agobiar a mis lectores con desgastada palabrería.

La misantropía que cultivo me evita el mal rato de almorzar con semejantes. Lo hago acompañado de las bestias que se muestran tal como son: un libro abierto en cualquier página.

Una vez que me encontraba absorto en esa lectura, el jefe del departamento de lenguas extranjeras de la Universidad de Yoayo, famoso ratón de biblioteca, me interrumpió con un toque suave en mi hombro. Le comenté que estaba leyendo y me miró con esa mirada condescendiente que se dirige a los locos.

–Pero, ¿dónde está el libro? –Creyó que lo tomaba del pelo cuando le mostré las imperceptibles huellas que dejaban las hormigas. Se alejó con un chasquido que le hizo mover la cabeza como si se saliera de su eje.

El interés por el mundo de las pequeñeces nació un día en que se me escapó una migaja de comida empujada por un palillo de dientes. Siguiendo la forma del arco iris, la migaja le obstruyó el paso a una hormiguita que venía zigzagueando de hambre. Se detuvo asombrada ante el milagro. Dirigió sus antenas a las alturas buscando un contacto celestial. Mientras miraba agradecida al cielo examinó cuidadosamente ese maná que caía cuando ya había claudicado en sus plegarias. Marcó el territorio con el orín con que los seres de las Termópilas marcan sus pertenencias y se fue a buscar a sus moribundas compañeras. Las que podían moverse acudieron a su llamado. Otras no tenían alientos ni para levantar sus antenas. Una algarabía de carnaval se desarrolló alrededor de la comida. Antes de echarle muela decidieron llevar ese maná a la reina que esperaba ansiosa alguna noticia buena que sacara a su reino del tiempo de las vacas flacas. Todas hincaron sus dientes para levantar la carga pero la carga se mantuvo suspendida sin saber para donde dirigirse. Luego de hacer una zeta por fin decidieron acatar la voluntad de la mayoría. Quien sabe qué manuales las habían adoctrinado, pero decididamente emprendieron el viaje por la izquierda, precisamente por la senda que ofrecía mayores peligros.

Un estudiante, en traje de camuflaje (luego me enteré que iba para clase de “inteligencia militar” –¡qué oxímoron!), cruzó a toda prisa llevándose bajo la suela de su bota el ejército de hormigas.

No tuve tiempo de llorar esa desgracia. Otra peor se avecinaba. Algo superior al pavor congeló mis movimientos.

Una enorme sombra, como de cielo que se encapota, se me vino encima.

jueves, octubre 12, 2006

Vivir para contarla

Por José O. Alvarez

Si no escribo, me muero, -le dije suplicante a la hermosa enfermera que con suavidad me quitaba mi libreta de apuntes para limpiar la babaza que brotaba grotescamente de mi boca. Quería escribir el último cuento antes de dejar este mundo.

No sé cómo llegué al hospital porque lo último que recuerdo es el grito de Luis Miranda:

–¡NO PRUEBEN ESA TORTA QUE ESTÁ ENVENENADA!

Posiblemente cansadas de que dedicáramos infructuosamente nuestras energías a vivir del cuento, Marta, la esposa de Luis, junto con mi esposa, se confabularon para deshacerse de nosotros.

Pitos, maracas y un delicioso ponqué anunciaron mi entrada al umbral del medio siglo. Probablemente nuestras queridas esposas habían tomado a pecho los planteamientos desaforados de un autorcillo que hacía estragos en los estantes de los bestsellers quien postulaba que para la soledad de cien años, con la mitad bastaba y sobraba.

Ávidamente me atraganté un pedazo de ponqué. Aunque le encontré cierto sabor raro, el grito de Luis aceleró el proceso químico que el arsénico produce en los cuerpos azotados por hambrunas de estudiante. Luis corrió para el baño. Con el dedo índice de la mano derecha empujó el vómito y con el de la mano izquierda trató de hacerse un edema.

La cara de Luis quedó vacía como su cuerpo. Las cuencas deshabitadas dejaban apenas vislumbrar la blancura de unos ojos achinados que bailaban el baile de San Vito. De ese cuadro patético se desprendió. No caminaba; se arrastraba. Sólo tenía fuerzas para limpiar todo lo que cogía con los pequeños trozos de papel higiénico con los que combate la pestilencia generalizada.

Tal vez mis ojos desencajados se posaron en los de mi esposa que, nerviosa, miraba a Marta, quien aterrada miraba para el techo. En el delirio recordé las palabras conciliadoras que días antes me había dirigido mi mujer: “Ahora que el peligro acecha por todos los rincones del planeta conviene que nos aseguremos”. A esa conclusión habían llegado millares de personas después del colapso de las torres gemelas que justificó la guerra contra el tenebroso nuevo enemigo escondido bajo la máscara del terrorismo. Las pólizas de seguros de vida se vendían como pan caliente empujadas por ese Apocalipsis que desde un comienzo muchos empezaron a cuestionar por ser tan preciso para ser ejecutado por simples habitantes de cuevas orientales.

Como siempre, objeté los caprichos del mercado y como siempre acepté compungido, atolondrado y aliviado. “Si hasta ahora no he podido vivir del cuento, pueda que muerto alguien lo haga”, pensé y ese pensamiento lo conecté con esa resignada claudicación de dejar que los objetos ocuparan el lugar de los sujetos a sabiendas de que un intangible tenía la ventaja de no ocupar el espacio exigido por la decorosa y progresiva parafernalia.

El grito de Luis produjo un efecto financiero en mi mujer. Para despejar la duda de un homicidio, hizo el simulacro de coger el ponqué y, llevándose los diablos por delante, devolverlo a la panadería donde lo había encargado.

–Llámeme al gerente–, exigió mi esposa a la atolondrada dependiente que se encontraba atendiendo a otra gente. Aterrados vieron la furia que mi mujer despachaba por sus poros.

Cuando salió un amasado señor, le espetó en la cara. “¿Usted quería matarnos?” El gordo se negó a probar un pedacito de ponqué que mi mujer casi le metía por las narices. Sotto voce le decía que se calmara, que estaba espantando a los compradores y que sería compensada luego de llamar al gerente general de la cadena de panaderías Doña Pana.

Como la compensación no se compadecía con las jugosas expectativas, un abogado contratado para los efectos logró quedarse con una buena cantidad de dinero. Al muchacho que le puso matarratas al ponqué le dieron su buena tajada.

La panadería quebró, yo me recuperé y pude vivir para contarla.

martes, octubre 10, 2006

La V de la Victoria

Por José O. Alvarez

Motivado por el aleluya de la guerra, el sentimiento por la patria arde en los corazones de John y Bill.

Sobrios como jueces de circuito entran a «Hooligan Tavern». La grasienta cara del tabernero les da la bienvenida. Una sonrisa lambona que reparte por doquier disimula sus ojos sancochados. Hacen la V mientras se sientan.

–... pues dos Heineken –gruñe agresivamente John al cuestionamiento que el tabernero les hace con el sebo que centellea en la penumbra.

Panean 270 grados con las cejas contrariándose. Garbo, parla y gestos afirman repetidamente el marítimo balanceo de pandilleros de tierra firme. El ambiente está agitado. La emoción patriotera es desbordante. El aire de triunfo nubla la cortina de humo del cigarro y de las risotadas. Las banderas del imperio ondean por todos lados y opacan las miradas de soslayo de ese bar para dar paso a una cálida hermandad apuntalada en la sed justiciera.

Los televisores anuncian la gran cruzada contra el maligno desplegando todos los condimentos militares, financieros y tecnocráticos.

–Vamos a darles palo a ...

–Bien merecido lo tienen ...

–Palo no. Candela.

Tin, repiquetean las botellas que desocupan en un santiamén, como si sus vidas dependieran de ese instante.

–Eso... Candela.

El unísono de sus voces suena como un eco al sentir general. Bill da su asentimiento cuando la V de la mano derecha de John se levanta. Con arrogancia, cubre los 360 grados de ese antro que por un momento deja de ser cueva de alimañas para convertirse en tierra de vencedores. La sed no es solo de justicia divina. Los guargüeros celebran de antemano la victoria con cebada fermentada.

El sebo se agita más y más como rayo láser. El tabernero sale de su escondite y sirve una y otra vez para aplacar la V que se levanta aquí y allá.

La cortina de humo se vuelve niebla de sepulcro. Dos espantos con cara de desierto entran al bar. La barba y las cejas espesas les carcomen la cara. El más atrevido panea 180 grados, se limpia un diente con el meñique, carraspea y dispara un escupitajo que penetra la humareda y rueda en el polvo de la pista.

Mientras se limpia la boca con el dorso de la mano derecha, con la izquierda hace la V.

Nadie dice esta boca es mía. Todos saben que al otro día las noticias hablarán por treinta segundos de dos seres con cara de beduinos aplastados por una paliza de fantasmas que se dieron a la fuga.