Literarte

Sitio que recoge algunos de los cuentos cortos del autor José O. Alvarez, Ph.D.
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sábado, septiembre 30, 2006

Prometeo desempleado

Por José O. Alvarez

Una bandada de chulos cubrió el cielo de Hialeah. Sus graznidos se confundían con el ruido ambiental que ha convertido su progreso citadino en uno de los más infernales del planeta.

Una paloma blanca se interpuso en mi camino. Al sobrevolarme le saqué el cuerpo. La confundí con el Espíritu Santo que meses antes me había ungido de dones en una capilla de Puerto Rico. Su sobrevuelo y su tímido chillido los tomé como un buen presagio y me animé a adentrarme en las tenebrosas oficinas de desempleo. Tuve que esperar largas horas para que me atendieran porque miles de desempleados se agolpaban allí a pedir compensación por haber sido despedidos de sus puestos de trabajo.

–Yo no sabía qué era mejor; que me dejaran o que me echaran –me dijo una señora de aspecto distinguido con ganas de soltar la lengua para enfrentar el tedio.

–No me diga que a ustedes les pasó lo mismo–, contestó otra que vestía una camiseta con un enorme letrero que pregonaba las bendiciones de Dios para ese imperio al que ahora recurría por una migaja que le lanzaría por apenas unos meses.

Casi todos comentaban que en sus empresas el recorte no sólo era de personal sino de sueldos. A los que estuvieron dispuestos a asumir las responsabilidades de los que se iban les garantizaban la estadía por menos salario. Contra nuestra voluntad los demás tuvimos que engrosar las filas del ejército de desocupados.

Los displicentes funcionarios mirando por encima de sus hombros trataban de controlar ese enorme regimiento de impacientes desempleados. Varios representantes de la ley, como desenjaulados del planeta de los simios, sacaban de las interminables filas a los que perdían la cordura para conducirlos hasta la azotea. De allí se descolgaba un fétido olor que sumado a los malos humores de los cuerpos de la gente y al murmullo ensordecedor, era como estar en los umbrales de la muerte.

Luego de esperar por mucho tiempo logré arribar donde una funcionaria peliteñida de rubio con un trasero descomunal que desbordaba su silla. Me dijo que tenía que hacer otra fila para llenar unos papeles. Resignado esperé otro tanto hasta que por fin un calvo de mustia mirada me asignó una computadora para que yo mismo llenara un formulario. “Si no sabe usarla, tiene que esperar”, me dijo con ese desgano que tienen los funcionarios oficiales para quienes el tiempo de los demás no existe ya que el de ellos pasa sin hacer mucho hasta que les llega la anhelada hora del retiro.

El día antes de ser despedidos nos reunieron en el salón de juntas de la compañía que se vino a pique. Nos pintaron pajaritos de oro; que podríamos estudiar; que el gobierno nos iba a dar la mano; que la economía se estaba recuperando y que este era el mejor de los mundos. Ese optimismo, que superaba al de Leibniz, se hallaba lejos de las tinieblas proyectadas por los zopilotes que sobrevolaban las oficinas de desempleo y de las angustiosas caras de los innumerables vendedores ambulantes parados en todos los semáforos sobreviviendo del rebusque.

Las vueltas que me daban de un lugar para otro y de un funcionario malacaroso a otro me fueron llenando de soberbia hasta que no pude soportar y comencé a despotricar de los empleados, del darwinismo neoliberal y de las desigualdades abismales de este mundo. Parecía que Schopenhauer se hubiera apoderado de mis palabras que rasgaron la oscuridad de esa legión de indigentes que veían sin ver y oían sin sentir, obnubilados por el sueño americano. Tímidamente empezaron a llenarse de mi fuego y a levantar la voz.

Hasta ese momento comprendí el mensaje de alerta de la resplandeciente paloma blanca que trató de impedir mi entrada a ese antro de ignominia. Antes de que la voz de la turba se volviera vocinglería, los gorilas me agarraron y me llevaron a la azotea donde me encadenaron a una roca. De allí era que emanaba el fétido olor. Por toda la terraza había hilachas de carne de desempleados que se habían atrevido a protestar. Los changos se las disputaban como si fuera regalos sacados de una caja de Pandora. Al verme expuesto al sol, cual Prometeo en bandeja, despedazaron mis carnes con una vitalidad impresionante.

Sin embargo mis entrañas, posiblemente animadas por mi poderoso deseo de algún día vivir del cuento, se aferran a la vida con cada picotazo.

viernes, septiembre 29, 2006

Carta al Niño Dios


Por José O. Alvarez

La primera carta que escribí se la envié al Niño Dios. Acababa de descubrir la maravilla de las palabras escritas y garrapateaba cualquier papel que se atravesara en mi camino. Ese amor precoz por las palabras me dio satisfacciones tempranas y dolores tardíos. De niño no solo escribía mis cartas al Divino Niño, sino la de algunos de mis amigos y luego la de muchos habitantes de esa vereda que no sabían ni la ‘o’ por lo redonda. De mis amigos no recibí ni un centavo pero de los otros sí. De adulto las palabras me han dado problemas porque por ellas me veo con frecuencia en la fila de los desempleados.

La idea de escribir cartas al Niño Dios partió del cura Luis quien llegaba a la capilla de nuestra vereda en una moto cuyo pito lo identificaba. Que yo sepa, nadie decía su nombre sino que remedaban el sonido de ese pito cuando se referían a él. El primer domingo de un diciembre que no alcanzo a recordar nos sugirió esta idea al finalizar la catequesis a la que íbamos no tanto por aprender las doctrinas de la iglesia sino por jugar fútbol y comer el refrigerio regalado como premio a nuestro aguante a los somnolientos rosarios, padres nuestros y avemarías de nunca acabar.

Al finalizar la Misa de Gallo del día de Navidad el cura daba paso a la ceremonia de la quema de las cartas. De acuerdo al cura, si el humo se levantaba vertical iba al cielo de lo contrario al infierno. La dirección hacia donde se dirigiera el humo dependía de nuestra inocencia o culpabilidad. Cualquier pecadillo por insignificante que fuera influía en el destino de los mensajes que las niñas acostumbraban adornar con acrósticos y esquelas.

A sabiendas que el Niño Dios no podía satisfacer nuestras demandas o tal vez confabulado con el maligno, el cura manoteaba a diestra y a siniestra. El resoplido de sus amenazas con que mantenía unida a la temerosa grey hacía que el humo se dispersara por la capilla y se metiera por nuestros ojos que prestos se llenaban de lágrimas al ver frustrada la esperanza de que alzara vuelo y se elevara a la bóveda celestial.

Al llegar a casa encontrábamos en la cabecera de nuestras camas una muda de ropa. Muchas veces era el uniforme de la escuelita que usaríamos el año entrante. Seguramente el Niño Dios quiere que sean buenos estudiantes aseguraba mi madre con una sonrisa socarrona que le dirigía a mi padre quien miraba para el techo como dando gracias al Padre de ese Niño benefactor que no sólo se rebajaba a ser hombre sino que además se ponía en la engorrosa tarea de vestirnos con las ropas ordenadas por la escuela.

La rabia no me dejaba conciliar el sueño. Por más que trataba no dejaba de imaginar al malcriado del Polo estrenando todas las cosas que le había pedido al Niño Dios. Lo sabía porque le había escrito la carta ya que, a pesar de que sus padres le compraran juegos didácticos, tampoco sabía la ‘o’ por lo redonda. Era al único de mis amigos que le cobraba pues me pagaba bien, a veces con uno de los muchos juguetes que yo había deseado con anhelo infinito la navidad anterior y que pasado de moda a esas alturas sus empachados padres botaban a la basura. Temprano al otro día aparecía Polo exhibiendo con orgullo lo que habíamos solicitado en nuestras cartas con tantas promesas y con tanta fe. La envidia nos carcomía. Nadie decía esta boca es mía. Nadie la abría talvez para evitar que saliera candela.

Lo dejábamos solo mostrando al mundo su reluciente parafernalia y nos adentrábamos a nuestras casas con los brazos apretujados como abrazados a la impotencia y con el ceño a punto de reventar. Volvía a escribir otra carta al Niño Dios con la rabia traspasando el papel. Esta vez la carta no era una retahíla de jaculatorias y plegarias sino una sarta de maldiciones y obscenidades.

Al abrir la boca para sellar el sobre, el fuego que salía por mi boca quemaba la carta. Con perplejidad primero y con satisfacción después veía como esos mensajes blasfemos se iban derechito para el cielo.

jueves, septiembre 28, 2006

Ciudadano del mar

Por José O. Alvarez

Michael llegó a mi clase como un ser marino perdido en tierra buscando un sitio para recalar su ancla. Parecía un crustáceo arrastrado por las olas y depositado con violencia en las orillas del mar. Al sentarse en la silla se escurría como un invertebrado. A veces traía consigo olores de mares lejanos y de vez en cuando olores de mariscos rancios que revolcaban mi estómago y el de mis estudiantes.

Aunque gelatinosamente estaba en clase su mente divagaba en alta mar. Varias veces lo hice aterrizar pues parecía que estuviera en la luna. Se sentía incómodo pues me daba la impresión que hasta sus poros se negaban a respirar el contaminado aire de la ciudad.

–Me llamo Michael y mi patria es el mar –dijo imperturbable como si fuera Poseidón cuando le tocó su turno para presentarse ante los demás. Todos callaron.

Ante nuestra mirada cargada de perplejidad se explayó con ganas. Nuestros oídos incrédulos escucharon su maravillosa historia. Se consideraba un ciudadano del océano, abierto y libre sin el afán de apoderarse de terruños porque en su mundo acuifero no existen ansias egoistas y sus seres se confunden con el inabarcable horizonte.

Mis hijos se entusiasmaron con la historia de Michael. Tanto insistieron que tuve que pedirle a Michael que me invitara a visitar su patria. Para llegar a sus aposentos tuvimos que pedirle el favor al tío de mi esposa quien tiene un bote con todas las de la ley. Los habitantes de esas aguas nos miraban con recelo. Había unos viviendo en botes construidos con neumáticos de tractor. Otros con guaduas y barbacoas amarradas. El de Michael era una especie de enorme tinaja de aluminio. En su bote apenas cabía una banca que le servía tanto de silla como de cama. Lo acompañaba una modesta mesita con cinco o seis libros ya curtidos no por el salitre sino por las relecturas de Michael. El bote estaba protegido por una carpa que Michael puso en el bote no tanto para protegerse de las lluvias como proteger los libros. Las lluvias le servían para sacarse las costras producidas por la intemperie.

Mis hijos le dieron la vuelta al bote varias veces. Michael leyó sus pensamientos y les dijo que no usaba inodoro. Sus necesidades servían de alimento a los necesitados peces que rondaban por ese barrio de botes mecidos por las serenas aguas de la bahía de Coconut Grove.

Lágrimas saladas como las aguas marinas corrieron por las mejillas de mis estudiantes el día del examen final al escuchar conmovidos las palabras de Michael. Cada estudiante presentó un proyecto nacido de lo más profundo de su corazón. Michael se descubrió como filósofo y poeta pero ante todo como hombre de mar. Por eso concluyó con esta frase:

–Solo vengo al continente cuando encuentro seres como ustedes que se hermanan conmigo en el salitre amoroso, con las brisas marinas y que no saben de fronteras como nosotros los ciudadanos del mar.

Exhibicionista


Por José O. Alvarez

Dispuesto a vivir del cuento, quise aprovechar la oportunidad de la visita del Papa para posicionar (verbo de Piraquive) mi libro en la lista de los bestsellers.

Me despertó la multitud delirante que se agolpaba en la calle cantando la canción “Amigo” de Roberto Carlos.

Mientras metía mi libro en un plástico, envuelto en una sábana me asomé a la puerta pero la muchedumbre me absorbió. Por no dejar escapar el libro, no sabía cómo mantener firme esas sábanas que cubrían mi desnudez. Decidí coger uno de los cueros de oveja que adornaban la calle por donde pasaría el ecuménico Pastor para armarme un taparrabos y evitar la abominación de que me trataran de exhibicionista.

Un perro olfateó el cuero y de un tarascazo se lo llevó en los colmillos. Ante el temor de que el perro también se llevara mis gónadas dejé caer la sábana. Un grupo de marchistas la izó como bandera para pregonar la paz de sus cantos y consignas. Al verme desnudo unas beatas vestidas de negro gritaron a través de sus manos que cubrían sus marchitos rostros. La multitud me señaló con la intención de lanzar la primera piedra.

Los imponentes mandos militares que desfilaban evitaron el linchamiento. Un comandante, cuya exagerada marcialidad no alcanzaba a ocultar cierto aire femenino, me miró de reojo con la lascivia encendida. Mi temerosa sonrisa me permitió sugerirle que me llevara ante el Papa para entregarle la ofrenda con que me tapaba. Inmediatamente, cuatro perros de gafas oscuras me levantaron en vilo y me llevaron a una tienda de campaña repleta de vagabundos, locos y sospechosos de ser terroristas.

Me quitaron el libro de cuentos que había mantenido firme en mis manos protegido por la bolsa plástica para entregarlo a su Santidad. En su lugar plantaron una pistola para justificar la detención y la tortura. Casi me arrancaron la barba creyendo que era postiza y el torcido enema que hicieron por mi recto me dejó descoyuntado. Habían descubierto un arma letal en el intestino grueso de uno de los detenidos la cual se activó antes de tiempo. En átomos volando quedó el cuerpo del suicida. Brigadas de limpieza recogieron afanosamente los desperdicios regados cerca del templete donde el Papa iba a celebrar la misa solemne.

–Conque a darle muerte a su Santidad... –decían voces grotescas de perros amaestrados en la tortura.

Negando con la cabeza y aterrorizado insistía en que sólo quería entregar al Santo Padre mi libro “Cuentos de vida, muerte y resurrección”.

–¡Un exhibicionista! –dijo la mujer que me acariciaba los testículos. Reconocí su femenina voz porque me susurraba al oído obscenidades mientras trataba de arrancarme una confesión y una delación de cosas que jamás habían pasado por mi pacífica cabeza.

Los gemidos que escuchaba en ese cuartel me trajeron a la memoria la ola de suicidios y accidentes que registraban los diarios. Un compañero de celda me dijo, sotto voce, que ya no quedaban pensadores sino consumidores. Los primeros progresivamente terminaban volcados en una carretera, volando en pedazos en aviones que se precipitaban al suelo, ahogados en alta mar, o desaparecidos. Las exhaustivas investigaciones de esas muertes misteriosas quedaban exhaustas en el misterio.

Para evitar que esa racha de mala suerte me tocara, opté por conformarme con el anonimato. Una cosa era los sueños de grandeza y otra la cruda realidad.

Desde una cabina de cristal a prueba de balas y en medio de una romería delirante, la voz del Papa se escuchaba a través de todos los medios de comunicación. Un atisbo de esperanza me asaltó al creer que le habían hecho llegar el libro, pues arrobado escuché que en múltiples idiomas hablaba sobre la vida, la muerte y la resurrección.

miércoles, septiembre 27, 2006

Elsoytú

Por José O. Alvarez

Una nueva Venecia se abrió ante mis ojos. El cielo se contemplaba en esas aguas limpias que los habitantes cuidaban con amor. A pesar de ser un extraño en esas tierras, me había aventurado hasta los sitios más apartados, atento siempre al asalto pistolero que rondaba las esquinas. No tenía equipaje, sólo lo que llevaba encima y no sabía dónde iba a pasar la noche.

Unos muchachos que se encontraban en la calle no se inmutaron con mi presencia y continuaron con su ensayo de bailes y música cuando me les acerqué. Uno de ellos me preguntó si era amigo de Elsoytú. No detectó mi turbada mentira cuando le contesté afirmativamente.

–Nos recomendó que lo recibiéramos –dijo otro de los chicos dejando la guitarra a un lado. Se levantó del puesto y me dio la mano con firmeza. El calor que emanaba era igual al de sus hospitalarios ojos. Seguidamente el chico y una hermosa adolescente me tomaron del brazo para ir en busca
de Elsoytú.

La ciudad estaba llena de gimnasios, parques y escenarios rodantes donde chicos y grandes practicaban alegres. La música era como el ingrediente que los ejercitaba en la tranquilidad, ecuanimidad, reposo mental, armonía y ritmo. En secretos lugares del alma escondían todos esos dones que se manifestaban en sus graciosos movimientos de gacela. Esa ataraxia, propuesta por los griegos, cuestionaba mi zenonoica apatía.

Cruzamos por la plaza de mercado y las generosas vendedoras salieron a recibirnos. Recordé la película El Padrino, cuando la gente de buena gana se quitaba lo poco que tenía para dárselo al “don”. Viniendo del mundo de la realidad, imaginé que Elsoytú era un gran capo que imponía su dominio a punta de extorsión y de pistola. Me extrañaba la amabilidad de la gente. Todos me saludaban con cariño. Como Cristóbal Colón, me impresionaron la limpieza de la ciudad y la pulcritud de sus habitantes. Parecían todos hijos de reyes.

Esa alegría desbordante me inundaba y una sonrisa se posó por primera vez en mi veterano rostro fruncido. Cruzamos la ciudad y llegamos al piedemonte de una montaña. A lo lejos se divisaba una cueva. Un hombre ciego como Homero salió a recibirnos. Con su mirada perdida hacia el horizonte auscultaba lo que se alejaba o se acercaba.

–Te presento al maestro que con cuentos breves nos ha enseñado a vivir en paz –dijo el arrobado guía señalando al anciano. La chica lo miraba con ese éxtasis que tienen ciertas jóvenes por los viejos sabios.

–Sabía que vendrías –me dijo mientras abría los brazos para saludarme.

De la cueva salía una energía que se confundía con la del profeta. Su enorme barba y su pelo largo, como uno de los mil colores de la nieve, le daban las características de un dios listo a ordenar el caos del universo.

–Si lo que te preocupa es dónde pasar la noche, aquí puedes quedarte hasta cuando desees –dijo el ciego con voz dulce adivinando mi preocupación.

–La clave de la felicidad está en desear poco y agradecer que ese poco sea demasiado –me dijo al ver mi sorpresa luego de descubrir que no tenía nada que lo atara a este mundo. Mis lecturas adolescentes se concretaron al ver que esa platónica forma de vida de retornar a la primitiva simplicidad era la que vanamente habían postulado Diógenes, San Francisco, Saint Simon, Fourier, Tolstoi y Whitman.

En la cueva me quedé con él para amolar la piedra angular del pensamiento platónico. Durante centurias me dio las bases para liderar el cosmos. Aunque sólo tenía tres o cuatro libros todos descuadernados que de vez en cuando leía y releía, no me enseñó a encontrar en ellos el saber que anhelaba. Pacientemente resucitó en mí la curiosidad infantil perdida que me ayudó a captar en cualquier cosa, por insignificante que fuera, la sabiduría que infructuosamente había tratado de consultar en los anaqueles de las bibliotecas parciales y totales.

Ahora que veo llegar por el camino a ese escritor que busca por todos los medios cómo vivir del cuento, recuerdo el día en que llegué afanoso buscando lo mismo. Un alivio me recorre porque sé que viene a reemplazarme.

Cuando murió mi maestro, la gente empezó a tratarme como si yo fuera Elsoytú. Ya para entonces había despertado convertido en profeta, con la barba larga y el cabello largo con el color de la ceniza, semejantes a los de mi maestro y al de los que nos precedieron.

martes, septiembre 26, 2006

Libro Sagrado


Por José O. Alvarez

Hace algún tiempo, que para los inmortales no existe, mi Amo, el omnisciente, el innombrable, preocupado por mi anhelante deseo de vivir del cuento me ordenó que consignara su Palabra en un Sagrado Libro.

De mala gana me recomendó que consultara al Gran Espíritu, precisamente a ese que le gustaba volar y jugar con fuego.

Para darme un ejemplo pronunció una sola Palabra que le bastó para definir la plenitud. Como me quedé mudo, sorprendido, alelado, me tiró 24 signos para que con ellos me devanara los sesos y me aproximara a lo que acababa de enunciar.

Llené bibliotecas enteras. Secretamente agotaba los días y las noches tratando de capturar La Palabra construyendo infinitas galerías hexagonales llenas de infinitos libros. Muchos de ellos se diferenciaban entre sí por una simple coma cuando me encontré frente al hecho de que ya no tenía nada qué decir ni qué escribir. Creí engañar así al Gran Espíritu, de paso a mi Amo, con esa verborrea repetida hasta el cansancio.

Cansado de copiar y plagiar mis propios manuscritos me di a la tarea de recopilar la concepción del universo que tenían los habitantes de un planeta azul. Recorrí todos sus confines hasta que topé con la de unos nómadas pastores cuya patria era el desierto. Me llamó la atención esa recopilación que empezaba planteando un Dios viejo, implacable, rencoroso, diente por diente y terminaba con uno, joven, amoroso, misericordioso, dispuesto a entregarse para salvar no sólo a su tribu sino a toda la humanidad.

No sabré si fue por evitar mi molesta presencia, pero al mostrarle a mi Amo el fruto de mis desvelos, aburrido, con desdén, con infinito desgano, aprobó ese manuscrito. Posiblemente engreído en su grandeza no dio se cuenta que el que se proclamaba su hijo predicaba lo opuesto a sus pétreas leyes de sangre y fuego.

Por esa costumbre de quedarse a mitad de camino en las lecturas, los hombres se aferraron a la primera parte que pregona la muerte auspiciados por unos pocos que se benefician de ello.

Al manojo de iluminados que plantean la posibilidad de la vida y la convivencia en el amor pregonadas por su Hijo, los crucifican como a Él.

lunes, septiembre 25, 2006

La leche de Felipa

Por José O. Alvarez

La leche de Felipa es como una ambrosía que endulza mis sueños y me da el sabor de la inmortalidad.

Felipa había dejado atrás a su niño de meses para cruzar la frontera hacia El Norte luego que grupos armados en nombre de la ley ajusticiaran a su esposo por supuestamente colaborar con grupos armados al margen de la misma.

–No me aguantaba más el hambre y la necesidad –me dijo para despertar mi aletargada caridad sepultada por el trajín diario y la alienación del sueño americano. La había visto el domingo en la iglesia donde acostumbro alabar a Dios, pagar mis diezmos, golpearme el pecho y salir renovado para volver de nuevo por las rutas torcidas del negocio sucio durante la semana. Me llamó la atención esa belleza de mujer mestiza que conserva un porcentaje alto de princesa aborigen. Le sugerí que hablara con mi devota esposa que, a pesar de hacer lo mismo con más exaltación, la miró como se mira una cosa. Fue contratada para cuidar a mi hijo que tenía la misma edad que el que Felipa había dejado atrás en las temblorosas manos de su revejida abuela. Vertió en él todo el cariño y cuidados que sólo una buena madre da a un hijo.

Una noche la descubrí dándole leche de sus senos que siempre se encontraban a punto de reventar. Una sana envidia me erizó los vellos. Se puso tan nerviosa como si la hubiera encontrado cometiendo un crimen. Solo se calmó cuando le di un abrazo que casi ahoga al niño. Para ella fue un acto de cariño, para mí un acto de perdición que me desveló por varias noches. Nuestro pacto quedó sellado. Mi emperifollada esposa no se enteraría que el retoño que ella se negaba a amamantar para no dañar su silicona figura, era alimentado con leche de india zarrapastrosa, cochina, inmunda, como le decía cuando se demoraba un segundo en atenderla.

El niño se apegó a ella como lo hice yo. Ríos de leche inundaban mis sueños. Mientras bebía la leche de Felipa era como si la Vía Láctea iluminara las ojeras exprimidas a mis noches de desvelo. Un día, desesperado, hambriento, con el complejo oral alborotado, el sueño se hizo realidad. Mi mujer me encontró atareado mamando el dulce néctar y la lanzó a la calle amargando mi vida y la de mi hijo que no cesaba de preguntar por su “mami”.

Felipa fue reemplazada por una nueva nana que se asió a ese trabajo como último recurso. Era una prestigiosa abogada egresada de la mejor universidad de su país de origen que tenía que rebajarse a trabajar de sirvienta por carecer de documentos legales. Al igual que Felipa, todo lo que ganaba lo enviaba para su país, la primera para mantener a su familia, la segunda para mantener el tambaleante prestigio dejado atrás.

Cuando vio al niño bañado, cambiado, peinado y perfumado le dio pena con la patrona porque creyó que ella se había levantado a arreglar al niño y se había vuelto a acostar. Miró para el techo. Se quitaba de encima esa tarea tediosa que ella misma no había hecho con su hijo porque ella también, hasta que le tocó salir huyendo, había tenido quien se lo cuidara.

Lo que no saben la nana ni mi esposa es que Felipa se sale de mis sueños para cuidar a “su bebé” y de paso reafirmar mi fijación oral con el sabor de su ambrosía.