Literarte

Sitio que recoge algunos de los cuentos cortos del autor José O. Alvarez, Ph.D.
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viernes, septiembre 22, 2006

Paloma mensajera


Por José O. Alvarez

Tenía entrenada a la paloma para que volara alto y llevara presto mensajes de amor. Le había dado la entereza para remontar alturas inconcebibles a las águilas monarcas de los Andes. Le gustaba extasiarse en esas alturas donde el hambre de los vientos se saciaba con vapores andino amazónicos. Al descender desafiante las esquivaba.

Día y noche el águila del Inca se disfrazaba de paloma, pero ella la evadía. Aun tenía presente la suerte que corrieron sus padres al dejarse tentar por el engaño. Había sobrevivido bajo la custodia de palomas esquivas a las trampas puestas por escritores iniciados.

Cuando pudo volar se lanzó a la aventura del nuevo continente no porque la movieran utópicos dorados, sino porque veía cómo los parques se llenaban de artistas extranjeros muertos de hambre que buscaban la fama en las tinieblas de la ciudad luz, mientras sobrellevaban una vida de mastines arrancando de un tirón la de las palomas de la Plaza de la Concordia.

A veces la nostalgia la embargaba y le daba por soñar mientras volaba. Esta costumbre le hizo bajar la guardia y fue así como en su último vuelo la garra certera del águila del Inca, alcanzó a herirla.

En principio creyó despertar como en el sueño de la rosa de Coleridge, pero al verse en tierra enfrentada a una realidad cruda e inesperada, tuvo que avanzar de tumbo en tumbo por el empedrado sendero que conducía a la colina donde la esperaba ansioso. Le había prohibido volar a bajas horas, por eso a esas alturas mi preocupación crecía geométrica. Era la hora en que el sol moría extrangulado por las sombras. Caminaba con aspecto lánguido como si el sendero quisiera ahogarla. Con la misma pose con que seducía palomas, arrastraba el ala. Probablemente el amor es una herida desgarradora que hace bajar las alas, pensó.

No tardó en escuchar el ladrido de los perros del vecino que olfatearon sus heridas. Eran perros que antes de escapar del paraíso, no ladraban. Les aburrió el hecho de no tener que cuidar nada en ese lugar donde la felicidad se compartía. Ahora hacían lo que les venía en gana, bajo la tutela de su poderoso amo, el de las grandes bolsas en las ojeras que competían con su papada y su panza, que sólo les exigía ciega lealtad. Veloces se deslizaron monte abajo llevándose consigo hasta a los diablos. Ella recibió a los agresores con aletazos de espanto que apenas el camino percibía. Logré llegar a tiempo para ponerle un palo entre las mandíbulas al más atrevido lebrel famoso por su entraña asesina. El tarascazo fue tan violento que volaron dientes como perlas escapadas de collar chamánico en trance de ayawasca.

Por más que la he cuidado llenándola de mimos, la ausencia de las alturas la ha sumido en una profunda pena que ha puesto ceniciento su ropaje. Sus alas han quedado estropeadas y los mensajes de amor condenados al olvido.

jueves, septiembre 21, 2006

Pavo de Navidad


Por José O. Alvarez

El delicioso lechón fue suplantando por el insípido pavo luego de la cuchillada que le propiné en la pierna al capador. No hubo nadie que les quitara las bolas a los marranos, y yo pude dormir sin la pesadilla de que me iban a capar.

Esa primera Navidad con pavo, fue desastrosa: ninguno le echó segunda muela a esa carne que no tenía ningún sabor. Hasta los cerdos estuvieron reticentes a comérsela. Si al final lo hicieron fue por su filogenética omnivorudez que los llevaba a comerse hasta sus mismos testículos cuando los capaban.

Para la Navidad siguiente el pavo fue preparado con anticipación. Una semana antes lo amarraron al enorme árbol desde donde antes me escondía a ver las diestras operaciones que el capador infligía a los marranos. Le quitaron la comida y le pusieron aguardiente para que calmara la sed.

Una cosa es imaginarse a un ave borracha y otra verla, olerla, oírla, sentirla. El grito encendido del pisco (nombre familiar del pavo), se clavaba en la noche como una saeta. Hasta el inaudible ruido de las constelaciones lo hacía graznar.

Fue una semana de tortura inquisitorial, a tal punto que llegué a pensar que era mejor el chillido de los marranos, porque capadas no se hacían todos los días y cuando las realizaban duraban pocos minutos.

Los que se devanean los sesos tratando de penetrar las teorías del tiempo para saber si es finito o infinito, hubieran afilado sus conceptos en esa semana finita que me pareció eterna. El tiempo que vivía el pavo era biológico mientras sus carnes se iban penetrando de alcohol. Mi tiempo era imaginario: imágenes de violencia se sucedían con cada grito afilado del pisco en una sucesión tan abismal que empezaba desde el Big Bang y desembocaba en los Agujeros Negros.

La víspera de Nochebuena cesaron los atormentadores graznidos: “le torcieron el cuello al cisne”, dijo mi hermano mayor que le gustaba perder el tiempo con libros en lugar de laborar la tierra, arriar el ganado, untarse de. Esa pose de erudito con que lo dijo me hizo sospechar que era otro de sus epitafios con que bautizaba cada cosa o evento, sacados de sus desveladas lecturas.

Al pisco lo rellenaron con exquisiteces que oportunos escritores describirían en páginas interminables.

El pisco no dio un brinco. Luego de dar gracias al cielo por los favores recibidos, ocho batientes mandíbulas lo devoramos en un santiamén. El alcohol que al pisco se le había bajado al cuerpo, a nosotros se nos subió a la cabeza.

Fue la primera borrachera que tuvimos en casa y que se repitió en cada Navidad hasta que nos dispersamos por el mundo.

Ahora que pruebo este pavo insípido aquí en tierra extraña, extraño los graznidos, que me colocaban al borde del abismo de lo creado, de esos piscos que ahogaban en alcohol sus últimos días.

miércoles, septiembre 20, 2006

Capador


Por José O. Alvarez

El próximo es usted –decía con burla socarrona el capador de marranos una vez terminada su labor en la Hacienda la Ponderosa.

El sonido del canto de las aves, de la brisa montañera, del rumor del río, de un tiple o una guitarra, flotaba dentro de mi alma llenándome de serenidad. Pero el sonido de la flauta de pan con que se anunciaba el capador arrugaba mis gónadas y me erizaba de terror. Corría a treparme a un enorme árbol, donde furtivamente varias veces lo vi cercenar de un solo tajo medialuna el escroto del animal que entre cuatro jornaleros con cara de cerdo sujetaban en una barbacoa. Como experto cirujano le sacaba los testículos que luego le lanzaba al descoyuntado animal. El capón se los tragaba de un tarazcaso para paliar su dolor.

Acostumbrado a la violencia endémica de los campos, la sangre no me molestaba. Eran los chillidos desesperanzados, más humanos que los emitidos por cualquier humano, los que me erizaban los pelos y se metían en mis pesadillas.

Después de la operación los animales se ponían como chanchos, panzones y desdeñosos como dioses de cielos porcinos. Algún pensamiento les cruzaba su cochina cabeza porque parecía que, si habían sobrevivido a esas muertes caponas, ni una nochebuena los podía amedrentar.

El día que iban a capar al marrano mono que había sido mi mascota, no pude soportar acompañarlo en su grito de dolor. La sorpresa los desarmó antes de que el acero hiciera su trabajo. Con alegría vi que el marrano mono se les escapó de sus castrantes manos y veloz corrió hacia el sitio donde nadie lo encontraría.

La emprendieron conmigo. Ese día no estaba el capataz que además de defenderme me enseñaba todas las maldades que hay que aprender para sobrevivir en un mundo violento. A piedra me bajaron del árbol. Los cuatro malvados asistentes me colocaron en la mesa de operaciones. Con mis manos y pies aprisionados manoteaba y pataleaba como poseso.

Después de varios amagües en los cuales el capador simulaba cortar mis glándulas sexuales, me soltaron muertos de la risa. El cuchillo lo dejaron encima de la barbacoa. En un descuido me armé del mismo y me escondí en un matorral. El filo lanzaba brillos de espejo como mis enfurecidos ojos. El cuchillo temblaba en mis manos con furor y su costumbre de penetrar carnes me ordenaba actuar sin vacilación.

El capador, todavía con una sonrisa medialuna que le atravesaba su cara, pasó cerca de mi escondite haciendo sonar ese instrumento que taladraba mi mente. Como tigre me le lancé y la garra metálica penetró suavemente su pierna.

Su grito de dolor me recordó el de los marranos. Mientras se arrancaba el afilado instrumento, corrí hacia la cueva que había en la orilla del río donde me guarecía de los castigos cada vez que cometía una pilatuna.

Bien entrada la noche regresé a la hacienda acompañado del marrano mono que con sus gruñidos me daba las gracias por haber salvado su berraca virilidad. Me recibieron con respeto. Nadie se atrevió a chistar esta boca es mía. Con siete años, ya era como uno de ellos, sin escrúpulos para herir o para matar.

Mis pesadillas se acabaron porque no hubo más chillidos, como tampoco más lechón asado. Éste fue suplantado por insípidos pavos.

Ahora que veo pasar cojeando al capador, pienso que si hubiera sido más grande le hubiera atravesado sus testículos. Pero entonces, posiblemente, los míos no se calentarían cuando entierro mi enervado cuchillo en las tiernas carnes de su hija.

martes, septiembre 19, 2006

Soberana patada

Por José O. Alvarez

Por teléfono me comentó Nelson Mosquera, posiblemente acariciando su panza de Buda, que había escuchado a Saramago diciendo que a él le habían dicho unos economistas que dizque 250 poderosas personas poseen el 45 por ciento de la riqueza del planeta.

Como no me interesan las cifras exactas (esas tareas detectivescas se las dejo al escritor Juan Pablo Salas), considero exagerado el número luego que un profesor de economía de la Universidad de Yoayo me confirmó soto voce (“para evitar omnipotentes represalias”, esas fueron sus temerosas palabras), que no pasaban de 200 los dueños de ese capital. En la cafetería me comentó, todavía con imperceptible voce que el filósofo francés Michel Serres planteaba que "la lucha contra la mundialización debería darse más bien contra un particularismo: contra esos poderosos". El profesor se mostraba 100% de acuerdo con el postulado de Serres pero no se atrevía ni siquiera a exponerlo, menos en una caverna donde las sombras imponían su dominio. Veía también que los conflictos a escala planetaria, impulsados por gobernantes peleles, reducirían aún más ese decreciente número.

Desdichadamente, no pertenezco a ese grupo. Estoy en la pura periferia. Ni siquiera en la otra orilla. Como mis colegas saben, soy un simple profesor universitario sin ninguna garantía de tenure por no dedicarme de lleno a lo académico, por no contar con padrinos y por pretender vivir del cuento.

Esa situación desventajosa me hace recurrir a las ofertas, a los descuentos, a recortar cupones dominicales, a llevar mi comida de lo que ha sobrado la noche anterior para el mediodía del día siguiente. Ese ahorro franciscano no sé a quién beneficia porque lo que es a mí, me tiene al borde de la ruina.

Es sabido también de mi misantropía. A la hora del almuerzo prefiero hacerlo con animales que con bestias humanas que miden su inteligencia por la mayor o menor cuantía de lo que poseen en sus bolsillos o entre las piernas. Los animales en cambio, no se paran en mientes ni verdades, ni mitos de la nueva era y se alegran cuando me ven llegar. Los patos vuelan a mi lado, las hormigas levantan sus antenas y las lagartijas sacan su larga lengua para decirme hola cómo estás.

Me siento como Adán en el día sexto del Génesis. Aún más, los animales me tratan como si fuera el dios de los patos, el dios de las hormigas, el dios de las lagartijas, el dios de la creación. Esa algarabía que forman me hizo aumentar la porción de mi magra comida, para compartir un bocado de mis sobrados con todos ellos.

Como dios primerizo, cometí el error de concentrar la comida en un solo lugar. Un enorme pato, que se pavoneaba como chancho, lleno de horripilantes verrugas que le colgaban de su papada, se posesionó del mismo. Ya me había percatado de su tiránico dominio. Hasta los patos jóvenes se le colocaban en posición sumisa y él displicente los montaba para luego tratarlos de maricas y con un picotazo mandarlos a poner huevos. Mientras el gran pato comía la concentrada comida dándose la gran vida, los demás patitos zigzagueaban de hambre a su alrededor.

Opté por una solución inspirada en uno de los libros que me había regalado un evangelista que gritaba a los cuatro vientos la segunda venida de un redentor en los cuidados jardines de la universidad. Salomónicamente coloqué puñaditos de comida en diferentes lugares a orillas del lago. El gran pato corría de lado a lado graznando desaforado. Los pequeños aprovechaban llevarse algo en el pico cuando les daba la espalda. El miserable avasallador por defender a picotazos los montoncitos no comía y no dejaba comer.

No pude soportar tanta mezquindad y con santa ira traté de espantarlo. El pato graznó con más fuerza. Escuché que por su despreciable pico me lanzaba los insultos más horrendos, insultos de pato furibundo peores que los del más bajo estibador.

Hice el amago de coger una piedra para amenazarlo como se amenaza a los perros. Se me vino encima y si no me levanto a tiempo me saca un ojo de un picotazo. Me picoteó la mano que interpuse en el preciso momento en que iba derecho a la parte sobresaliente de mi aparato reproductivo.

Mientras detenía la hemorragia de sangre que brotó emulando al manantial del lago, con la pierna izquierda le propiné una soberana patada que lo lanzó a siete metros de distancia. Los oprimidos patos aprovecharon para abalanzarse sobre la comida. El aporreado pato se recuperó y graznó groserías a diestra y siniestra. Vaya a saber qué les dijo porque, súbitamente, se detuvieron, se miraron unos a otros dándose corajudos ánimos y le cayeron en picada. Atrofiado por mi patada el pato apenas alcanzaba a defenderse. Toda la fuerza se le salía por el pico en imprecaciones impublicables en esta red que posiblemente consultarán mentes infantiles a través de Google o Yahoo. No faltará un profesor trasnochado que, con la lógica peculiar del resentido, quiera utilizarlo para dar una lección sobre la lucha de clases. Con más furia lo atacaban los otros patos que no cejaron hasta que lo vieron con el pico entre las patas en pleno patatús.

Exhaustos los patos se detuvieron cuando exhaló el último suspiro. Ya sin la prisa que les infringía el difunto tirano comieron la comida en paz no dejando ni una migaja para las lagartijas, mucho menos para las hormiguitas.

Con una sonrisa que me atravesaba la cara de oreja a oreja como una cicatriz miré hacia el cielo para ver si Aquel que supuestamente lo ve todo, se había dado cuenta de cómo era que había que combatir la pobreza.

lunes, septiembre 18, 2006

Fosa común

Por José O. Alvarez

Si señor, yo lo encontré. Iba a sembrar unas maticas por allí en ese pedregal que es el que me han dejado cultivar. Me acaparó la atención la tierra blanda. Sentí algo como tela y la jalé. Un olor a mortecina se alborotó en el ambiente. Escarbé un poquito más y así fue como encontré a este señor enterrado en mi parcela. Por eso vine a avisar ... y ahora me dicen que yo lo maté. Cómo se les ocurre. Si ni siquiera soy capaz de matar una mosca como dicen los que me conocen. Eso dicen. El José ese no es capaz de matar una mosca. No me lo dicen de frente por respeto, pero otros me lo han comentado que se lo han oído decir a otros y otros a otros. Yo si sentía que los árboles cercanos lloraban aunque no hacía viento pero no le paraba muchas bolas.

–¿Y dice que estaba medio muerto?

–Medio muerto no. Muerto y medio. Si viera el susto que me pegó. Tuve que salir saltando matones. Cuando golpeó la puerta del rancho caí como muerto. Él fue el que me revivió.

–Y usted mediomuerto, ¿en realidad estaba medio muerto o muerto entero? –preguntó con sorna el inspector al que había ido conmigo a dar el parte.

–Estuve muerto –contestó con una voz que era como el silbido tenue que produce el viento sobre la hierba silvestre.

–Aaah sí –dijo incrédulo el inspector arrebujándose en el raído sillón como dispuesto a escuchar un cuento de hadas. –Pues cuéntame sobre el más allá. ¿Qué hay?

–Nada

–¿Nada?

–Donde sí hay mucho es donde este señor me encontró –afirmó el mediomuerto sacando bríos de donde no los tenía. –Está lleno de cadáveres.

Luego que exhumaron los cadáveres de esa fosa común ya no tuve que ir voluntariamente a la inspección porque amarrado me llevaron frente al inspector. Que si yo los había matado. Que a que grupo al margen de la ley pertenecía. Que me iban a torturar hasta que cantara. Que me iban a meter preso para toda la vida. Que me iban a fusilar. Que ...

–Él no tiene nada que ver –interrumpió el mediomuerto que llegó arrastrando su cadavérica humanidad cuando ya el inspector había dado la orden de preparar el agua fría y la picana. –Yo era el que estaba al margen de la ley y otros que andaban en las mismas lo hicieron como escarmiento para purgar al grupo.

–¿? –Todos nos miramos unos a otros más de lo acostumbrado. Luego de esa pausa que produce la perplejidad y que sirvió para que el mediomuerto adquiriera esplendor mesiánico, dijo:

–No estábamos de acuerdo con el giro que las directivas le habían dado al movimiento- dijo. Al ver el escepticismo dibujado en la cara de las autoridades remató: Soy peor que Judas.

Reencarnación


Por José O. Alvarez

Hola, mi nombre es José O. Alvarez. Les doy la bienvenida a este Primer Congreso Cósmico Humanoide. Cada uno de ustedes, como yo, hemos llevado otra vida diferente a la actual. Unos han sido polvo cósmico, otros vegetales, otros animales y otros lo que ahora somos nosotros.

Los que hemos purgado todos los karmas somos como somos. Claro que no nos hemos reunido para hablar de nosotros mismos sino para conocer de primera mano la experiencia de quienes acaban de alcanzar el cenit de la creación.

Para no alargar nuestro encuentro quiero dar la palabra a tres personas que hace apenas unos pocos años vivieron en forma respectiva, una en el reino mineral (era piedra), otra en el reino vegetal (era verdolaga) y otra en el reino animal (era cerdo).

Recibamos con un fuerte aplauso a la primera. Los tres personajes armados con el verbo regalado por los dioses hablaron hasta por los codos. Tomo sólamente la frase final con la que cada uno concluyó su exposición.

–Aunque piensen que tengo duro el corazón –dijo la ex-piedra–, no tengo palabras para describir la emoción que siento al estar reunido con la crema y nata de todo lo creado. Cuando era materia mineral, y para alcanzar un estadio superior, me dejé arrastrar por los ríos, secar bajo soles ardientes y patear por chicos callejeros.

–Como verdolaga no tengo mucho que decir. Me molestaba mucho que era pasto no de vacas que son limpias sino de cerdos que me mezclaban con desperdicios.

–Cuando era cerdo no supe lo que era la pesadumbre porque siempre mantenía mi barriga llena aunque para ello tenía que revolcarme en el lodo, morder a diestra y a siniestra, y gruñir como un monstruo feroz.

El dejo de tristeza que se dibujó en la cara del que había sido cerdo al verse reencarnado en hombre, sembró la duda en los congresistas. Ya habían experimentado a ciencia cierta que el hombre era infierno para el hombre aunque hubiera algunos que pregonaran que era la salvación. Estos últimos habían interesado al género humano para lograr sembrar esta simiente en cada corazón. Las palabras del cerdo echaban por la borda esos planes altruistas y desenmascaraban la cruda y darwiniana realidad.

Mientras añoraban que les saliera una cola retorcida, un pensamiento se les enroscó en sus mentes cochinas. Si lo que importa es tener la barriga llena, era mejor retroceder en el proceso evolutivo, renegar del homo sapiens y sumirse en el letargo porcino para vivir feliz.

Vellocino de oro

Por José O. Alvarez

Cuando al pintor LeonoeL le comisionaron unos desnudos “para un cliente que paga bien”, como le dijo el intermediario decorador, dejó por un momento su cara agria para darle paso a una sonrisa triunfal. Por fin podría darle algo a Juan Angel a quien le debía dos años de arriendo.

Dispuesto a no perder esta comisión le pidió a María que lo contactara con la Escuela de Arte Nuevo Mundo donde ella trabajaba. Atenta a todas las solicitudes de su amado artista, le consiguió el teléfono de la secretaria encargada de contratar a las modelos para las clases del plantel.

–¿Podrías ayudarme a conseguir una chica de unos 25 años?

–Esto no es una agencia de modelaje, ni un club de strip tease, es un college, –le contestó una voz de perro guardián.

–Lo sé –dijo LeonoeL a punto de perder el control–. María, la vicepresidente me dijo que usted me ayudaría.

–Ah, claro –dijo la voz con entonación servil.

–Es para que venga a mi estudio. No se preocupe que yo ya soy un veterano. Lo hago porque necesito urgentemente cumplir con un pedido. Estoy dispuesto a pagar bien.

Luego de anotar unas direcciones que la solícita secretaria le facilitó, al comprobar que era “el amigo” de la jefe, LeonoeL le agradeció su amabilidad retardada y se despidió con tono zalamero.

Días antes me había comentado que un sueño que empezó agradable, poco a poco se convirtió en una pesadilla. Una hermosa modelo se le presentaba todas las noches. Se le metía en sus sueños y le posaba en todas las formas empezando por las clásicas, siguiendo por las eróticas y terminando con las XXX.

–Lo único que puedo captar es el vellocino de oro que tiene entre sus piernas –me confesó con desaliento, ojeroso, demacrado–. Es como si el sol se hubiera posesionado de su vello púbico parecido a los cabreros que “se asomaban por el tejido del traje de baño de la mujer del austriaco.”

El viernes apareció en el estudio una despampanante mujer. LeonoeL quedó mudo y sus canas se pusieron más blancas. La chica esperaba encontrarse con un joven pintor e hizo un gesto con los hombros que el pintor interpretó como de resignación. Era la modelo que siempre había buscado LeonoeL y por un momento creyó que su pesadilla regresaba al sueño agradable.

–Me llamo Néfele y soy hija de los dioses –le dijo la mujer sin mirarlo. Despectivamente le preguntó que dónde ponía la ropa.

La trabazón de la lengua le impidió a LeonoeL emitir sonido. Le señaló un sofá destartalado que se levantaba en medio del desorden de pinturas, bastidores, brochas, papeles, etc. La modelo empezó a desvestirse con un ritmo que le recordó a las chicas que iba a ver en el club de strip tease.

–¿Hay alguien más en el estudio?

–Nooo ... eeestooyy soooloo –dijo LeonoeL tratando de tomar aliento.

Una vez desnuda le preguntó cómo quería que posara, pero el pintor no sabía cómo colocarla. Mientras ella ensayaba varias poses LeonoeL recorría en círculo el estudio como animal en acecho.

–¿Puedo fumar?

–Síiiii... –contestó olvidando que nunca nadie lo había hecho en su estudio. Aborrecía el humo de cigarrillo.

La chica sacó un paquete y empezó a armar un cacho de marihuana. LeonoeL recordó que de joven el solo olor de la hierba le daba náuseas, pero se aguantó. La inmortal belleza de la modelo, con sus poderes sobrenaturales, le curaba cualquier fobia.

Por fin se acercó a su caballete y empezó a dibujar trazos de la modelo. Como un poseso hacía borradores y borradores. No quería perder ni un segundo. Colocaba el caballete en varios lugares y se daba a la rápida tarea de trazar la figura. Casi no miraba las enormes hojas ni los trazos, sólo tenía ojos para ella.

La pasión del pintor por trazarla en todas las direcciones despertó la curiosidad de la modelo y por primera vez fijó sus ojos en el otoñal pintor. Se dio cuenta que estaba excitado y que su respiración era de alguien a punto de tener un orgasmo o un síncope.

El día que pasé por su estudio, los vecinos no me dieron razón de él. Aunque aseguran que posiblemente fueron sólo visiones, me comentaron que habían visto salir del estudio un carnero volador con un hombre y una mujer cabalgando sobre él. El brillo que emanaba los cegó y por eso no estaban seguros si era LeonoeL con la modelo.

Juan Angel, que llegó a desahuciarlo, recogió todo ese reguero de bocetos, los organizó en tres grupos que consignó equitativamente en galerías especializadas en lo clásico, lo erótico y lo XXX.

domingo, septiembre 17, 2006

Sherezado

Por José O. Alvarez

Luis Miranda me sugirió que leyera algunos cuentos de mi libro de “Cuentos de vida, muerte y resurrección” en la Librería Sésamo de Coral Gables con el fin de conseguir algunos pesos para no ser degollado por el sultán de la vida.

En su transformación ejecutiva luego de haberse cortado la cola, éste era uno de sus primeros pasos firmes con los que piensa lanzar al mundo de los bestsellers las obras de los que integramos la diáspora.

A las ocho de la noche ya el local estaba copado de muchos amigos que habían ido dispuestos a colaborar en el empeño. Comenzado el acto, se hizo presente una horda de personajes como salidos de Las mil y una noches. Ocuparon la mesa que Martha, disfrazada de concubina de harem, había servido con antojitos, uvas, nueces, vinos, y todas esas cosas que en los 50.000 emails que Luis había enviado aparecían con el sofisticado nombre de hors d’oeuvres.

La lectura de los cuentos pretendía despertar el interés de la audiencia para que comprara el libro. Cuando pensaba que ya era hora de dar por terminada la sesión, precisamente en el momento que estaba en su clímax, un sonido de cimitarras hizo temblar los hors d’oeuvres. Mientras se alisaban la barba, con miradas penetrantes los extraños personajes exigieron que siguiera con la lectura.

Un vago presentimiento había tenido la noche anterior cuando desde el bote bicicleta en que me monto para hacer ejercicios vi una luna árabe flotando en el infinito azul pascaliano. Llegué a sentir que el espíritu de Sherezada me invadía y en el leve sonido que el viento producía sobre las aguas del lago alcancé a distinguir que me susurraba al oído su promesa de acompañarme la siguiente noche en la presentación de mi libro.

Una semana antes también otra premonición había sentido el día que Fernando Piraquive, coordinador de la principal revista de cuentos en la red, me buscó en la Universidad de Yoayo donde dicto clases de literatura y me dio unas claves para "posicionar" (ese era su insistente verbo) mis cuentos en el mundo ciberespacial y de esa forma engordar el enjuto salario que se reflejada en mis carnes secas.

Cuando me encontraba leyendo el cuento "Voces sin voz", un súbito estremecimiento se posesionó de mí y me quedé mudo. Era como si el hechizo de la sacerdotisa del amor rondara en la tertulia contradiciendo su radical promesa de no participar en ningún evento donde estuviera presente el Cacique de Bolombolo. Tuve que recurrir a la ayuda del cacique, quien con voz impostada y pose de actor copiada de Víctor Mallarino, siguió leyendo otros cuentos hasta que volví a recuperarla al aspirar el vapor de un brebaje que luego me hizo beber el antropólogo Miguel Ángel Bernal quien lo aprendió de los chamanes del Amazonas.

Cuando el primer rayo de la madrugada se estrelló contra la ventana, los visitantes se miraron aterrados. En tropel salieron a la calle donde los esperaban sendas limusinas negras que montaron antes que la mañana los asaltara. En la calle los vimos alzar vuelo rumbo hacia el oriente.

Al querer entrar de nuevo a la librería ésta se había cerrado. Alguien que posiblemente había quedado embrujado por el nocturno arábico se le ocurrió decir lo que por lógica cualquiera hubiera dicho: ¡Ábrete Sésamo! Esa frase fue la llave que nos permitió entrar a la librería.

Asombrados, con las mandíbulas desencajadas como las de bobo detrás de tapia pueblerina, la vimos convertida en la cueva de Alí Babá, llena de baratijas que simulaban joyas y objetos preciosos.

Fiel a la nueva senda que se había trazado y dejando el asombro a un lado, Luis insinuó a los presentes que mi libro estaba a la venta.

Ocupados en satisfacer su curiosidad frente a esa infinita parafernalia arabesca, ninguno le hizo caso.