Literarte

Sitio que recoge algunos de los cuentos cortos del autor José O. Alvarez, Ph.D.
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sábado, octubre 07, 2006

La marcha de los ácaros

Por José O. Alvarez

En Medellín lo bajaron de su caballo dos mensajeros de la muerte.

–Dígale a ese hijueputa que coma callado.

El escalofrío que sintió Juan Pablo lo hizo renacer de nuevo. Recordó la bajada de otro Pablo que había leído en un libro sagrado y la comparó con la alucinación platónica, la quimera socrática, la iluminación agustiniana, la revelación mística y la epifanía joyciana. En ese instante comprendió que tenía que enfocar sus energías en proyectos que le dieran pan, no plomo.

«Este puto país no lo arregla ni el putas», pensó mientras abandonaba resignadamente el taxi. Caminó sin mirar a los siniestros mensajeros que con cortantes miradas aplacaban la curiosidad de los transeúntes y del taxista que miraba para otro lado mientras silbaba «La gota fría».

La amenaza le sirvió para pedir asilo político. Era la prueba contundente que exigían los oficiales de inmigración para concedérselo. Como ilegal no había podido disfrutar del sueño americano. Con permiso de trabajo ni el cielo lo limitaba.

Aceptó la mano que le tendió Julia, una mujer con todos los armoniosos atributos que la creación da a las diosas. Para responder al llamado que aun le hacía su conciencia solidaria que la movilizó cuando era una estudiante de la Universidad Nacional de Colombia, pero más al llamado pragmático desarrollado una vez absorbida por el imperio, hacía unos días se había integrado a las marchas pacifistas para captar desocupados. Les habló de la magia del agua y de la conversión del mundo en un ambiente desinfectado.

Sin saberlo, Julia retomaba los planteamientos rousseaunianos de que todo ser humano es bueno por naturaleza. Se diferenciaba de Rousseau en que le echaba la culpa de la maldad en el mundo, no a los mismos humanos sino a los ácaros, esos bichos que nacen, viven, se reproducen y mueren en todos los hogares del planeta y que son la causa directa de dolores de cabeza, cansancio, tos, dificultad respiratoria, garganta dolorida, envenenamiento en la sangre, ojos irritados, nariz tapada, náuseas y vómitos, dolor de pecho, alergias, asmas, migrañas, mal humor, estrés, olor a chivo, pecueca, furúnculos, gonorrea, ira, envidia, pereza, celos, concupiscencia, ...

–Si marchamos contra los ácaros que alimentan las sórdidas ambiciones, podremos construir el paraíso en la tierra –les predicaba como pitonisa de iglesia universal. En el manual que les daba para que aprendieran de memoria, los nuevos reclutas encontraban los fundamentos para construir ese edén.

Los consagrados marchistas, que competían entre sí por cuentecillas de vidrio en forma de delfín, se lanzaron a la conquista del mercado de las aspiradoras. La costra que habían adquirido clamando en sus marchas por el cese de la guerra, de la injusticia, de la mentira, del secuestro, del plagio y de la violencia en general les sirvió de catapulta para avanzar sin temor al rechazo. Poco a poco cada casa se vanagloriaba de poseer su propia aspiradora. Las personas no hallaban la hora de llegar a su impoluto dulce hogar. Las enfermedades infecciosas y hasta la sarna de los perros que mi padre quitaba con creolina menguaron milagrosamente con la magia del agua. La violencia doméstica disminuyó considerablemente, los locos se curaron, los criminales se volvieron mansos corderos, los políticos dejaron de robar, los violentos se sumieron en la contemplación, el amor corrió como ríos de agua viva, las concepciones pesimistas schopenhauerianas fueron suplantadas por concepciones filosóficas inspiradas en Leibniz ... se vislumbró por primera vez la posibilidad de que los pecados capitales fueran decapitados.

Libres de ácaros, los marchistas empezaron a ver con buenos ojos a todo el mundo y a aceptar la realidad por cruda que fuera. Una sonrisa estúpida los marcó de oreja a oreja. Sólo un paso les faltaba para alcanzar la utopía.

viernes, octubre 06, 2006

Juan Pablo, el marchista

Por José O. Alvarez

Juan Pablo se alinea siempre con grupúsculos que todavía tienen viva la llama del ideal. Ante un mundo oscurecido por el cinismo las voces como la de Juan Pablo son apenas una imperceptible arena en el infinito desierto.

Un perro moribundo atropellado por un carro fantasma y puesto a salvo por el llamado solidario que hizo otro joven como Juan Pablo a través de la Internet, fue la chispa que dio nacimiento a un proyecto que pretendía salvar a la moribunda Colombia y de una vez por todas acabar con su violencia endémica.

Al proyecto se le midieron jóvenes de todo el mundo al ver que la propuesta reflejaba una sutura a los ideales rotos por las generaciones anteriores que los habían traicionado.

Experto en redactar panfletos, Juan Pablo puso su destreza de escritor en redactar los siete puntos del siguiente comunicado por la paz:

«Yo, colombiano del siglo XXI, en unidad con mis hermanos colombianos y en un acto voluntario y libre, declaro:

  • 1. Que perdono a quienes me han causado daño y pido perdón por todo el daño que consciente o inconscientemente he causado a mis hermanos colombianos y a mi país.

  • 2. Que elijo la vida como la más importante de las instituciones y me comprometo a defenderla en toda circunstancia.

  • 3. Que renuncio a ejercer cualquier forma de maltrato, intolerancia y violencia.

  • 4. Que pido el cese inmediato del secuestro, la represión y la muerte.

  • 5. Que elijo amar y respetar a mi hermano y a mi país y que manifestaré ese amor con mi servicio desinteresado.

  • 6. Que prometo participar en la generación de ideas constructivas para mí, para mi familia y para mi país.

  • 7. Que con este acto entrego mi corazón entero a la causa de la paz, ayudando a construir una Colombia justa y equitativa donde se pueda ser libre y feliz”.


Un brillo mesiánico en los ojos se apoderó del grupo que se confundía con el color naranja con que vistieron. Como nuevos profetas se enfrentaron a la indiferencia de sus compatriotas cansados ya de tantas promesas incumplidas y preocupados más por satisfacer sus necesidades primarias cada vez más exigentes.

–¿Usted se le mide? –me confrontó Juan Pablo la primera vez que lo conocí en el consulado colombiano de Coral Gables, luego de una misa en memoria de las víctimas de los ataques terroristas en Nueva York y Washington.

–Claro... –le contesté con temor. Pensé que era un kamikaze que estaba dispuesto a inmolarse en las arenas del desierto para arrasar a los enemigos tal como lo había planteado fervorosamente el sacerdote en una homilía que hacía un llamado a la Guerra santa.

Pablo me puso el brazo en el hombro y como si fuéramos amigos de toda la vida me dijo que se llamaba Juan Pablo, que me invitaba a mí y a toda mi familia a unirme a las marchas por la paz. Horrorizado me zafé de su abrazo. Quise espetarle todo el odio que sentía contra todos esos idiotas que se oponen al progreso y a las bondades de la neoliberalización.

–¿Pero es que usted no ha escuchado a Bush? ¿Acaso no se da cuenta que esos son peores que Osama bin Laden porque no creen en nada, mucho menos en Dios?

–Usted asume que porque nos .... – me dijo Juan Pablo en tono conciliatorio tratando de enfriar la sangre que se me había subido a la cabeza, –nosotros lo que queremos....

–.... ustedes lo que son, son unos idiotas útiles, marxistas trasnochados, conspiradores consumados, hippies drogos –le interrumpí con el increpante índice, mientras le miraba la cola de caballo que me había puesto en ascuas cuando me colocó el brazo por encima del hombro.

–Pero... –insistió Juan Pablo.

–Aquí no hay pero que valga. Eso hay que dejarlo en manos de Dios y de Estados Unidos que son los que tienen el poder de barrer esas alimañas e imponer un nuevo orden internacional –le dije marcando las palabras.

Quería ponerle punto final a su atrevimiento de hacerme acalorar luego de haber comulgado y rezado poniendo en entredicho mis peticiones al Supremo para que ilumine a nuestros líderes y les ayude a extirpar el mal de la faz de la tierra. Mientras retomaba el coro de la Virgen que ha venido a América a traer la paz, me alejé con disgusto del consulado, prometiendo no volver a poner mis pies en sitios donde sospeche se guarnezcan esos ilusos.

Juan Pablo no se amilanó y siguió repartiendo subversivos volantes donde invitaba a todo el mundo a unirse a las marchas que pretenden detener la guerra, acabar la injusticia y establecer un gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo.

jueves, octubre 05, 2006

Homilía guerrera

Por José O. Alvarez

–Yo no voy a esa misa porque no creo en el Dios del Antiguo Testamento. –Así respondió tajantemente Julia a Orlando cuando éste la invitó al consulado.

–Por Rafael Escalona me haría el viaje, pero por una misa donde posiblemente pongan como estandarte la ley del talión ..., ¡olvídate! –reafirmó con un tono que mostraba la apatía completa hacia lo que Julia llamaba “el opio de la humanidad”.

Orlando estaba enamorado de Julia y como a ella le gustaba asistir a los actos programados por el consulado colombiano de Coral Gables, siempre hacía el viaje Miami – West Palm Beach – Miami, multiplicado por dos, para disfrutar por unas horas de su presencia. No de sus ideas. Orlando se había propuesto no sólo conquistar su cincelado cuerpo, sino salvar su sediciosa alma.

Apesadumbrado Orlando se fue solo para el consulado y para su sorpresa lo encontró repleto. El homenaje al maestro Rafael Escalona, compositor de vallenatos que Carlos Vives ha puesto en la palestra internacional, había sido sustituido por una misa en memoria de las víctimas de la masacre cometida por terroristas al corazón financiero y militar de los Estados Unidos posiblemente ayudados por fuerzas ocultas dispuestas a aplicar la fuerza a como diera lugar. Orlando se conmovió hasta las lágrimas con el sermón de un sacerdote que con una voz apenas perceptible llamaba a la vindicta del ojo por ojo, diente por diente.

–Le pido a Dios por esta tierra poderosa y bendita para que se decida a borrar de la faz del planeta al enemigo aunque para ello se tengan que sacrificar todas las sagradas conquistas incluyendo la libertad.

Eso mismo rezaba Orlando todas las noches antes de acostarse. Desde la tragedia, había aumentado la vigilia, prendido velas, puesto banderas, rebajado dos libras con la dieta de sus 260 normales, había llorado como lo hacía en la misa al ver que sus sentimientos guerreros eran compartidos por casi todos los asistentes que obnubilados por el sueño americano aprobaban con la cabeza el dantesco panegírico del sacerdote.

Unos pocos reprobaban el sermón con medrosas miradas. Orlando alcanzó a escuchar claramente que al rezar el Padrenuestro un grupo de jóvenes vestidos de naranja enfatizaron la quisquillosa sentencia de “perdona nuestras ofensas como también nosotros PERDONAMOS A LOS QUE NOS OFENDEN”.

La cónsul, vice-cónsul, sacerdote y feligreses se lanzaron una preocupada mirada al ver que la oración que rezaban mecánicamente adquiría un significado distinto para el grupo naranja.

Al pasar a comulgar Orlando vio el hermoso cuerpo de una mujer morena, pelo largo y negro, jeans de color naranja que demarcaban un trasero bien moldeado parecido al de Julia. Estuvo a punto de devolverse y no comulgar.

Atrapado en el pecado de la lascivia su cuerpo recibió un latigazo placentero como los que recibía en sus solitarias noches cuando a nombre de ella regaba las sábanas de almidón reproductivo. Mentalmente pidió perdón a Dios por caer en esa tentación que lo tenía en vilo y siguió adelante. Al regresar comprobó que ese cuerpo escultural era el de Julia que estaba allí entre el grupo que había alzado la voz en la oración que Jesús le enseñó a sus discípulos.

Orlando casi se ahoga con el cuerpo de Cristo. Atragantándose la hostia logró restablecer el control de su voluminoso cuerpo propicio a perder oxígeno. A la hora de darse la paz, el grupo anaranjado hizo gran alboroto. Casi no quedó alma que no recibiera su efusivo abrazo. Cuando una de las del grupo le dio un abrazo de paz en lugar de estrechar la mano que él le tendía, Orlando recapacitó que esos sentimientos de venganza que abrigaba últimamente no eran saludables.

Si un atisbo de arrepentimiento había asomado después de la paz, lo anuló el hecho de ver cómo al terminar la misa el grupo anaranjado le caía al sacerdote para cuestionarle duramente la guerrera homilía. “Su sermón no se compadece con las enseñanzas pacifistas del divino maestro”, le recalcaba uno de ellos con los puños encrespados.

Quiso hablarle a Julia, pero ella discutía con una beata que dejó de gritar el canto a la Virgen que “ha venido a América, ha venido a América, ha venido a América a traer la paz”, para criticar con los ánimos exaltados a ese grupo de “idiotas útiles que le hacen juego a Satanás con sus teorías conspiratorias”. La energúmena parroquiana, con los ojos salidos de las órbitas, exorcizaba a Julia, que lo único que había querido era invitarla a ver si se le medía a las marchas contra la guerra y contra la globalización. Al ver que Orlando con una sonrisa bobalicona aprobaba lo que decía la feligrés mariana, Julia lo miró de arriba abajo como si por primera y última vez mirara al mismo diablo.

Con plante altanero lo dejó y se fue a repartir volantes entre la concurrencia para ver si encontraba a alguien que se comprometiera a expandir el efecto naranja.

El desprecio de Julia golpeó profundamente el orgullo de Orlando quien decidió olvidarla una vez abandonó el consulado. De no ser porque rechazaba la evolución, por un momento sintió que una cola de mico se le metía por entre las piernas. Era verdad que el cuerpo de esa mujer lo traía loco, pero su alma ya estaba comprometida con el diablo.

Ante la disyuntiva entre el bien y el mal que había recalcado el sacerdote en su sermón, siguiendo las “claras directrices de la Operación Justicia Infinita del presidente”, Orlando escogía las del bien, aunque para ello se tuviera que llegar a los extremos del Apocalipsis.

martes, octubre 03, 2006

Fulan O y Sutan A

Por José O. Alvarez

Siempre Fulan O (por ponerle un nombre), hacía fila en la registradora de Sutan A (idem), aunque las otras registradoras estuvieran vacías.

La juventud de Sutan A le hacía olvidar la vejentud a Fulan O que recobraba bríos de potro salvaje al oír su dulce voz y lograr, por una fracción de segundo, que esos hermosos ojos le regalaran la limosna de una mirada.

Fulan O no era tan viejo. El desempleo crónico lo había acabado. En los contados trabajos donde lograba adaptarse, se atravesaba un compañero o compañera que le hacía la vida imposible o un supervisor que lo cogía entre ojos hasta que lo sacaban por la angosta puerta del desempleo. No soportaban ese algo ineluctable que Fulan O destilaba que desenmascaraba la estupidez humana y ponía en entredicho la falsa felicidad de sueños alimentados con mentiras.

Sólo encontraba consuelo en Sutan A. Desde todos los estantes la miraba. Esa boca nacarada y las perlas de sus dientes le traían a la memoria los trasnochados versos que le habían servido en su juventud para llevar al tálamo a sus novias. Nácar, marfil y todo lo de Sutan A tenían
en vilo a Fulan O.

Aunque odiaba el canela de la piel en los otros que habían llegado de tierras lejanas a suplantarlo en forma regalada en sus trabajos, en ella encontraba perfecto ese color miel tan diferente a su piel lechosa llena de pecas que lo hacía sobresalir entre tanta gente de color.

Sutan A lo miraba con desprecio porque veía en ese ser, que la observaba como perro sumiso, al gringo cuello rojo, vengativo, ignorante, incestuoso y malo.

Tanto fue el cántaro a la fuente que logró romper la reticencia de Sutan A. Empezó por regalarle una chocolatina que pasaba sin cobrársela compadecida de la pobreza de ese miserable. Poco a poco fue cediendo a las melosas palabras que Fulan O le dirigía en un español acentuado que a Sutan A le parecía chistoso.

A Sutan A no le cabía en la cabeza que un gringo tan gringo, con idioma y todo, estuviera peor que los recién llegados. Sin embargo, le conmovían esos ojos de cielo entristecido que brillaban solamente cuando chocaban con los de ella.

Más por practicar el idioma que por otra cosa, aceptó lonchar con Fulan O hasta que un día terminó montada en su destartalada camioneta, otro día en una película y unos días después en su trailer. La traducción al español de los poemas juveniles lograron lo que no habían logrado sus lascivas miradas, su fiel insistencia de perro por verla todos los días, ni sus clases de inglés. Sutan A defendía con pies, manos, uñas y lenguaje obsceno esa virginidad tan preciada entre los familiares de su novio, unos hispanos que estaban deslumbrados con el sueño americano. Por eso le bastaba y sobraba con que él se detuviera en la rosada orquídea que tenía entre las piernas hasta sentir, con los ojos en blanco, todas esas cosas que describen con ardor y con furor plumas eróticas.

Fulan O aceptaba no ir más allá: contemplarla desnuda era suficiente como repasar su tierra virgen un regalo adicional.

En la soledad de su trailer, poseía su imagen hasta alcanzar la muerte orgásmica que lo elevaba a la divina esencia.