Literarte

Sitio que recoge algunos de los cuentos cortos del autor José O. Alvarez, Ph.D.
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sábado, agosto 26, 2006

Arenas movedizas

Por José O. Alvarez



Mi padre construyó su casa sobre arenas movedizas. Me vine a dar cuenta cuando casi me tragan. Logré salirme de su boca devoradora agarrado de la pata de una mesa compacta de madera brasil afirmada a la orilla. El enorme hueco que quedó enmedio de la sala nos produjo pavor. Con escrupulosidad de genio mi padre me miraba como si con recelo comprobara que sus amenazas se hubieran cumplido. Suspicazmente empezó a torear el monstruo con un barretón. Al tomar confianza, lo introdujo un poco y se lo devoró. Por la rendija le echó toda la arena que pudo pero fue como lanzarla al vacío pascaliano porque el monstruo la devoraba como si fuera enorme agujero negro.

Un día decidí enfrentarlo junto con mis hermanos. Quitamos la enorme lámina con la que mi padre le había tapado la boca y comenzamos a hurgarlo. Despacio, no tan rápido no va y sea que se despierte. Cuidado que ya empieza a dar vida. Pum, un enorme boquete se abrió. Desde arriba alcanzamos a ver una gigantesca galería iluminada por nuestras linternas. Bajamos por una soga y nos encontramos en un salón infinito lleno de piedras talladas. Parecía un taller de escultor agustiniano. Las megalíticas figuras eran semejantes a las halladas a flor de tierra en San Agustín.

En esa época no sabíamos de esa cultura y pensamos que eran obras del diablo. Las figuras lo parecían con sus enormes colmillos y las serpientes enredadas en su cuerpo. Decidimos guardar el secreto. Cada uno tomó una figura pequeña y abandonamos el lugar.

Mi madre limpiando las encontró. Se las mostró a mi padre quien con fruncido ceño, de dónde diablos sacaron ésto; nos las encontramos; que dónde, y el ceño más fruncido; que por el lado del cerro; que quiero ver dónde. El menor se afloja, llora y luego confiesa, de ahí, señalando el lugar que nos había prohibido pisar.

"Estas son figuras agustinianas" plante meditativo y escuchar otra de sus largas disquisiciones que ahora extraño.

Acostumbrado a dar lo mejor de su cosecha para alimentar la papada de obispo de los curas, donó la casa a la parroquia. No quiso hacer negocio con las cosas de ultratumba. Los curas pronto la cedieron al municipio al comprobar que muchos feligreses desviaban sus plegarias hacia esos ídolos de piedra dejando vacías las arcas de los santos de palo. Ahora es un museo descuidado que en principio fue el orgullo de la región. Las administraciones que se han turnado, expertas en los malos manejos de la pública res, se las han ingeniado para borrar el pasado amerindio.

Caminando por la Quinta Avenida capitalina varias veces me he detenido a ver las figuras recién envejecidas expuestas a la venta por vendedores ambulantes que juran y rejuran que son originales. Los originales deben estar en museos extranjeros como el monumental ídolo de piedra que volví a encontrar sorpresivamente en el Palacio de Chaillot. En principio creí que mi astigmatismo progresivo me hacía ver espejismos, pero mi tacto de molusco y mi olfato de perro no me engañaban. Allí en el Museo del Hombre se encuentra catalogado como de la cultura Maya posiblemente para tapar con datos etnográficos la rapiña milenaria que los civilizados infringen a los bárbaros.

Si fueron capaces de llevarse hasta París el ídolo más trabajado de enorme bulto, lo pequeño no aguantó la voracidad que resultó más violenta que la del monstruo que nos quitaba el sueño cuando de pequeños decíamos inocentes mentiras aunque mirando con temor hacia el suelo. Según la creencia de los viejos, a los que dicen mentiras la tierra se los traga.

viernes, agosto 25, 2006

Abelina

Por José O. Alvarez

Abelina se había quedado con sus noventa y dos años y sus dos nietas a merced de las circunstancias orteguianas. Decir que dependía de su hijo era mucho decir. Serenatero de poca monta, lo poco que ganaba lo gastaba en cerveza. Borracho, descargaba sus frustraciones en el lomo de sus pequeñas hijas huérfanas de una madre que había muerto de inanición.

Siempre pasaban por el frente de mi casa como perritas regañadas agobiadas por el peso de un hambre pálida y huesuda. Una vez que pasaron con la abuela "sin el zángano ése" mi padre de reojo vio cómo ellas de la misma forma miraban las frutas prohibidas. Mirando al cielo, torciendo la boca y dando un chasquido le abrió paso a la compasión y las dejó entrar a la granja a que cogieran las frutas que quisieran.

Mi viejo tenía una especie de laboratorio agrícola que superaba en resultados los experimentos realizados en las instalaciones del SENA. Muchas veces fui testigo cómo la finca se llenaba de estudiantes de esa institución que atentos escuchaban a mi padre quien compartía orgulloso los resultados exitosos de sus experimentos, entre otros los de clonación cítrica que le valió la visita de delegaciones de organismos internacionales. En una mochila raída, las dos pequeñas colocaban mangos, anones, naranjas, limas y limones. Cuando la cosecha de melón, piña, guanábana, banano y maíz estaba en su apogeo, mi padre les regalaba buenos frutos de "la tierra mineral que agradece con delicias los cuidados del homo sapiens" según afirmaba con autoridad. La viejita se sentaba en cualquier tronco a conversar con mi padre.

Mi padre la observaba con la misma curiosidad que observaba las plantas y descubrió que la comparaba con las mejores orquídeas de su envidiado jardín. Podía ser que los años le hubieran caído encima pero no habían borrado ciertos rasgos que denotaban un rostro bello realzado por una elegancia que no opacaban sus ropas pobres bien remendadas. Se dejó llevar por la ensoñación y la imaginó rodeada de galanes pero un gesto cansado de Abelina lo trajo a tierra. La natural predisposición de mi padre de adivinar los caracteres le dejaba entrever que a pesar de la madurez de sus años y de sus pesares, conservaba en su porte las muestras de una juventud bella y distinguida, la expresión amorosa en el tono de su voz. Cuando joven llevó vida acomodada, tuvo goces y se rozó con gente bien criada y de buenas maneras pero vino a caer en las garras del peor, el más mujeriego y empedernido borracho.

Había llegado con embustes a la casa de sus padres quienes se dejaron embrujar de su labia como le había sucedido a ella. Ellos, que siempre habían tenido cuidado de no dejarla un momento sola, la ofrecieron en bandeja a ese intruso que luciendo ropa prestada, carro robado, y labia afilada, pregonaba tener mucha riqueza. En cosa de días, podría decirse de horas, había escapado con él. La madre murió de dolor y el padre cayó de un caballo. Los hermanos dilapidaron la herencia sin que ella se diera cuenta. No había querido decirles que su príncipe azul era un pobre diablo. El hijo que le dejó era igual a él. "Qué se puede esperar de ese zángano" le oí decir mientras remataba con una sentencia que comprendí el día que vi a mi abuelo rajar leña con precisión de relojero: "De tal palo tal astilla".

Tres nuevos comensales se sumaron al enorme ejército que había en casa. En una banqueta que mi padre había construido se sentaban calladas y con recogimiento, como si estuvieran orando, consumían sus alimentos. Al terminar se retiraban con una parsimonia que interpretaba de cansancio existencial pero que era de respeto ya que iba acompañada de un Dios se lo pague. No sabíamos por qué esos tres seres compartían nuestros alimentos hasta que mi padre nos contestó una vez que nos vio cruzar miradas interrogativas. "Mientras viva no les faltará un pedazo de pan de esta mesa", sentencia que retumbó en mi compasión de niño a quien le prometen el cielo si acumula méritos con obras de esa naturaleza.

Mi padre siempre se había negado a visitar a "matasanos" como les decía a los médicos. Curaba no sólo sus malestares sino los de mucha gente, con yerbas cultivadas en el huerto. Hileras de enfermos se vieron curados con sus purgas milagrosas. Todo está en la naturaleza que sabia nos se&nacento;ala las curas con sólo observar a los animales. Las continuas resolanas a las que se sometía estoicamente para cuidar con mano de seda a sus queridas plantas le cobraron duro su impuesto. Al igual que Abelina empezó a confundir el camino a casa y a irse a otras donde lo atendían con una amabilidad que borraba las diferencias entre la nuestra y la de los fraternales vecinos. En ellas entraba como lo hacía Abelina en la nuestra. Cuando mi madre lo encontró desmayado una vez que se demoraba a la hora del almuerzo lo llevó al hospital donde inmediatamente lo operaron de una hernia que siempre había manejado a su antojo, cuando lo que de lo que debían operar era de una obstrucción intestinal.

El hospital nos entregó una cuenta estratosferita junto con el cadáver de mi padre. Sentí no haberle podido dar el último adiós por seguir el consejo que me dieron cuatro enfermeras que a ocho manos trataban de subirlo a la cama la víspera de su deceso. Cuando estaban a punto de inyectarlo alcanzó a distinguir mi voz que le sirvió de calmante. "Creí que no ibas a llegar", me dijo con una voz que trataba de inhalar todo el oxígeno del planeta. En esas palabras sentí que había una especie de súplica, de perdón y de arrepentimiento. La fiebre normal de joven revolucionario me había separado bruscamente de él. Talvez en su último momento se dio cuenta de la estupidez de su terquedad conservadora como después me di cuenta de la mía radical.
"Corazón de piedra", me dijo mi hermana menor al ver que no derramaba una sola lágrima. Todo el engorroso trámite que como mayor tuve que hacer no me dio cabida ni salida a ellas. Acumulé un enorme dique que Abelina voló en pedazos cuando vi sus manos temblorosas, más cadavéricas que las del difunto, tratando vanamente de agarrar el féretro en que estaba mi padre descansando para siempre.

Una semana no más me dio la oportunidad Abelina de ganar indulgencias que entraron en saco roto porque se negó a pasar bocado prefiriendo seguir la ruta que mi padre le señalaba.

Las dos nietas desaparecieron del mapa. Alguien dijo, lo cual es probable por la pobreza que arrastraban, que eran mantenidas a la fuerza bajo el manto macabro de un tratante de blancas que suplía con su comercio humano los grandes prostíbulos de las capitales.

jueves, agosto 24, 2006

Iguana

Por José O. Alvarez



Siempre me he opuesto a tener mascotas en la ciudad. Criado en medio de animales, me conmueve ver coartada la libertad de animalitos que muchos exhiben orgullosos en jaulas de oro pendientes de balcones. Mi mujer trató por todos los medios de convencerme. Puso de pantalla a mis hijos y sin querer queriendo me dejó sobre la mesita de noche un libro que ignoré como lo hago con Selecciones y todo escrito que tenga con ver con el mejoramiento humano. Ella misma me leyó pasajes de El beneficio síquico de las mascotas en los niños y en los ancianos de un autor que trataba de paliar su culpa temprana de depredador de animales. William Blake decía que "el gusano partido en dos perdona el arado", pero el autor de marras confesaba que lo hacía para comprobar cómo un ser podía reproducir la desdicha de haber nacido. A la manera cartesiana creía que guillotinando lograba separar cuerpo y alma. Entre contrito e indignado aceptaba que de niño maltrataba todo ser viviente que se le atravesaba hasta que llegó un depredador mayor que él y de un golpe lo dejó inválido.

Un día mi mujer llegó onda y oronda con una iguana. Mi ceño fruncido la hizo abrigar el reptil antes de que de un zarpaso se lo echara a los patos. "Los de la tienda de animales me dijeron que estos animales son los más inofensivos" me dijo con un gran interrogante en su cara a pesar de que estaba afirmando algo. La pobre iguana, acostumbrada a vivir encima o debajo de otras iguanas, mostraba una mirada de tristeza tan profunda que, por esa manía de buscar estructuras subyacentes heredada de mis estudios estructurales, me llevó a concluir que añoraba los tiempos cuando sus antepasados eran regentes del planeta. Mi mujer, siempre atenta a las desgracias ajenas, decidió conseguirle compañía. De esta forma mis dos hijos menores zanjaban sus diferencias quedando igualada la balanza.

Al principio estaban encantados. Les colocaban comida a cada rato, cambiaban el agua, limpiaban los excrementos, los orines y las bañaban con jabón. Cuando llegaban visitas las cargaban para mostrarlas con orgullo zootécnico. Una vez que viajamos de vacaciones arriaron con ellas y el menor quiso ofrecerla como garante en el hotel cuando nos quedamos sin dinero y las tarjetas de crédito hasta el tope. Muchas mujeres melindrosas corrían despavoridas a esconderse, temerosas de que esos pequeños monstruos las devoraran a pedazos. Poco a poco las atenciones de mis hijos hacia los saurios fueron desmejorando hasta quedar en manos de la señora que cada tres días hace el aseo de la casa.

Como estaban encerradas en un acuario un día el rasguño que hacían contra el vidrio me insufló ideales bolivarianos y las dejé libres. Las coloqué en una enredadera que llaman Miami y para mi sorpresa allí permanecieron todo el día. Tuve que bajarlas a la fuerza para acabar con su huelga de hambre. Por ahorrar energía acostumbro a abrir las puertas dejando puesta la de anjeo que impide la entrada de otras mascotas pequeñas que no dejan dormir con su zumbido y que transmiten la enfermedad que combate eficazmente el doctor Elkin Patarroyo. Agarradas de pies y manos treparon por la malla que se convirtió en el sitio predilecto durante el día. Cuando la tarde languidecía cubriéndose de sombras regresaban a su mata. Me obsesionaba verlas abiertas de piernas y de manos en posición de abrazo al vacío pascaliano. La mayor se lanzaba verticalmente desde la parte más alta y caía como sapo en la baldosa fría. Esto lo había interpretado como un acto suicida, pero cierta sonrisa a flor de sus ásperos labios me dejaba entrever que gozaba con ello pues, emulando a Sísifo, emprendía de nuevo su ascenso.

A veces la pequeña incursionaba por la casa marcando territorio con sus huellas gredosas. Cierto día se metió detrás del armario de la biblioteca y duró dos días atrapada en medio de cables que conectan la computadora. La persistencia de mi mujer logró diferenciar un objeto que parecía otro cable. El camuflaje que les ha servido para sobrevivir cataclismos la estaba condenando al sueño eterno.

No se sabe cómo desapareció la pequeña. Hicimos brigadas de búsqueda durante una semana revolcando toda la casa. Lo positivo de esta acción fue la cantidad de basura que se sacó. Pude llevar muchas cosas a Good Will a escondidas de mi mujer acostumbrada a guardar hasta el papel de regalo que quita cuidadosamente cada vez que recibe uno. Una pequeña nevera que le había dejado de recuerdo su abuelita no me atreví a sacarla aunque ganas no me faltaron. En mi interior me molestaba que la mantuviera conectada. Alzando los hombros condescendientemente, aceptaba su razonamiento de que así no cogía mal olor. Pensaba en el gasto adicional de energía.

En un viaje a mi país acordamos llevar la pequeña nevera para regalársela a mi madrina a quien le acababan de instalar la electricidad. En las carreras del viaje nadie se preocupó por limpiar la neverita. Con todo y el óxido que empezaba a carcomer sus bordes fue metida en una caja de cartón. Mi madrina se puso contenta. Ahora no iba a sufrir más de esos terribles calores que quebraban las piedras.

Al abrir la neverita, la iguana pegó un brinco. Salió corriendo hacia las enormes lajas que había en la finca donde se encontraba una biblioteca panche llena de petrogrifos que el pintor Olimpo había calcado. Muchas de esas figuras eran abstracciones que semejaban familias abundantes de reptiles ovíparos. Pude ver cómo la iguana miraba esos signos con el mismo interés que ponía de pequeño cuando iba a visitar a mi madrina. Posiblemente pudo descifrar algún enigma porque corrió a comerse unos enormes helechos. Según aseguraba el profesor Van der Hamen cuando íbamos los de la facultad a hacer trabajo de campo, estos polipodios eran de la era jurásica . Poco a poco empezó a crecer. De un sólo lengüetazo se tragó a mi madrina que ladraba de susto. Logré escapar por entre las lajas a dar la noticia. Como pólvora se regó llegando a los oídos del Mechudo, un mafioso que, huyendo de la DEA y de otros mafiosos a quienes había estafado, se había atrincherado en el pueblo donde actuaba como un moderno Robin Hood. Armados de bazukas, misiles, etc. atacaron a la bestia la cual crecía mientras se orientaba hacia Los Chorros, un bosque pluvial donde brota agua caliente milagrosa. A fuego de artillería sofisticada la gente del Mechudo y los guerrilleros circunvecinos que defendían los alcaloides cultivos del mafioso, lograron en pocas horas lo que a los meteoritos les costó mucho tiempo 65 millones atrás. Con gritos de triunfo vieron caer al monstruo. Su paquidérmica figura vino a formar el cerro de la Cruz mientras su cabeza quedaba sumergida como avestruz en las aguas termales.

En verano cuando la reverberación del calor hace mover el cerro de la Cruz, muchos pirómanos justifican sus esotéricas creencias metiéndole candela con fervor ermitaño. Homologando a Heráclito pretenden devolverle las características del inextinguible fuego de que está compuesto el universo.

miércoles, agosto 23, 2006

Poética de la brevedad

Resumen de libro que trata sobre la brevedad de un maestro de las letras.


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Desamparado

Por José O. Alvarez

Un movimiento leve de cabeza acompañado de cómplice mirada le basta a los perros del paraíso para interpretar los deseos del amo.

—Espero que hagan lo hay que hacer —piensa el magnate.

Un ingenuo desconcertado susurra preguntando a uno de los extasiados súbditos quién es esa dignidad cuya presencia impone el orden.

—¿No lo sabe?

—No

Si todo el mundo lo debería saber, para que perder el tiempo contestando estupideces. Es uno de los pocos privilegiados poseedores de la mitad de la riqueza planetaria que ha consolidado sus empresas. Los amparados bajo su alero lo reciben con veneración y gratitud que expresan con venias y sonrisas serviles mientras baja majestuoso de la limosina a participar de mala gana en el congreso sobre la creciente problemática de los marginados.

En vista que es el primero en salir enmascarado con pañuelos exclusivos Christian Dior, se tapan las narices con Oscar de la Renta. Ni los perfumes, ni los pañuelos perfumados logran neutralizar el olor de los desamparados que pululan por las calles. Es un olor de animal muerto abandonado, enclaustrado y de pronto sacado a la intemperie, algo que se queda grabado no sólo en el olfato sino en la memoria y produce náusea el recordarlo.

Entre tinieblas y luces mortecinas de la calle confundido en cartones, periódicos, botellas y jeringas cerca de allí emerge un bulto de humanoide apariencia. Sus ojos compiten con el sol que se derrama por el techo de los edificios. Son destellos producidos por las lágrimas que forman cauces salitrosos que se confunden con la nieve que cae de su cabeza. No se sabe el color de la cara ni de su piel. Los labios reventados por el frío de las noches le sangran y están llenos de cicatrices. Lo que parece ser una sonrisa es una mueca amarga de fiera en acecho que le deja entrever unos dientes amarillos tocados de verde en las encías. Levanta los brazos como si quisiera abrazar el mundo semejando el Mesias prometido que se le cuelga al sol recién nacido.

—Es un Cristo.

—Un Cristo de espaldas—, replica mentalmente una mendiga adivinando el pensamiento de la beata que abandona la iglesia.

El gesto mascullador que la última toma por plegaria unido a la aparición, conmueve los cimientos de su corazón. Al dar limosna la bondadosa mujer espera el consabido "Dios se lo pague" que ayudará a acrecentar su riqueza celeste.

—Dios se lo pague—. La beata no escucha porque el viento arrastra las palabras junto con periódicos de enormes titulares anunciando la llegada a la ciudad del redentor.

—¡Desagradecidos! ¡Deberían barrerlos a todos!

Se lo habían repetido una y mil veces los de la congregación: "Dar limosna es alimentar la pobreza". Creyente de apariciones trata de acercarse al Cristo que se despereza. Un sudor recorre sus entrañas. Expoleada por el olor, alcanza a ver que la corona de espinas de ese Cristo imaginado no es de espinas.

El cabello y la barba se entrelazan formando un nudo irrompible que en gajos se esparcen como corona cristera. Sus manos ásperas tatuadas de barro y aceite semejan dos aspas carcomidas por el óxido marino. Lo que fueron alguna vez uñas se han convertido en garras de oso siberiano revolcado en el fango. Chaqueta, pantalones y zapatos son hilachas que cuelgan formando una coraza que lo mantiene en soledad que arrastra como su pierna que parece no formara parte de su cuerpo. Su apariencia le quita las ganas de evolucionar a la materia inanimada. A su paso las flores y las plantas se doblegan inermes. Habla con una subterránea voz que se enfrenta a otros sonidos guturales en una pelea que nunca termina y que deja escapar de vez en cuando un dejo de melancolía.

Por el sutil tono de dulzura de ese dejo se entrevé que hubo un tiempo feliz antes de que sus sueños fueran privatizados. En las noches de luna llena su alarido hace estremecer la ciudad cuya escarcha apozada en sus muros cae en pedazos cual Jericó vulnerada. Las ratas huyen despavoridas a esconderse en las vitrinas Versaci donde ve reflejada su forma deforme de poeta de la urbe. Allí es donde menos peligro corren. Filogenéticamente saben que en los muladares unas garras asesinas las diezman implacables.

Ese ser que es pesadilla hasta para la escoria que se apila en escaleras catedralicias, maldice a los cielos mientras deletrea un graffiti lapidario que ha visto reproducido en los muros de la urbe contaminada:

¡Combata la pobreza: mate un mendigo!

martes, agosto 22, 2006

Fiebre de Lotto

Por José O. Alvarez

Para combatir los rumores de que en pocas semanas iban a ser absorbidos por el Banco Interamericano y posiblemente quedarían en la calle, los 160 trabajadores del Banco de Ahorros y Préstamos acordaron gastar los ahorros de toda su vida comprando conjuntamente medio millón de dólares en números de la lotería de la Florida que subía su acumulado por minutos. Los menos afortunados, que eran la mayoría, aprovechándose de las conexiones que tenían en el banco, pidieron prestadas sumas exageradas que respaldaron con sus joyas, carros, bienes raíces y todo lo que se les atravesó de valor en su desaforado camino.

Al pie de las enormes carteleras regadas a lo largo y ancho del estado, un ejército de jóvenes, equipados con celulares, cada minuto cambiaban la cifra que subía al borde del hervor: 100 millones de Washingtones.

En la historia de los sorteos nunca antes se había disparado el acumulado a alturas que igualaran la temperatura de las playas produciendo fiebre de lotto en cada nativo o turista de turno. La noticia se regó como pólvora y hasta los jugadores de otros estados y países viajaron expresamente a comprar miles y millones en boletos. Se supo de madres pobres que cambiaron sus cupones por boletos dejando a sus crías sin alimento, esperanzadas en que luego lo tendrían hasta la saciedad. Muchos matrimonios sufrieron la ruptura porque todo el dinero fue invertido en el juego. Los burócratas de la educación rebosaban de alegría: podrían aumentar sus primas y los fondos de retiro; aprobar licitaciones nepóticas y sólo un pequeño porcentaje, invertirlo en tratar de educar a una juventud indiferente a la escolaridad.

Los trabajadores del banco, que cada semana ponían todas sus esperanzas en el premio gordo, decidieron contratar a un experto en combinaciones numéricas, el cual había sido expulsado de la Lotería Estatal por negociar con los secretos que dicha entidad maneja en cuestiones de sorteos. Este señor les cobró una cantidad exagerada, exigiendo de antemano no revelar la suma para evitar el implacable castigo de la administración de impuestos.

Antes de mandar al mensajero a comprar los números, por escrito acordaron unas reglas que debían cumplirse al pie de la letra para evitar estropear la suerte.

Ninguno podía comprar por su cuenta la lotería
No se podía hablar con nadie acerca de lo mismo hasta el lunes siguiente a las ocho de la mañana luego de abrir un sobre con los datos que cada cual encontraría en su escritorio
Todos tendrían que dedicarse a la oración y a encender velitas a los inumerables santos de su preferencia para que en concilio extraordinario seleccionaran uno de los números comprados por ellos.
Una fila que le daba vueltas a la manzana le armó una trifulca al mensajero por demorarse obteniendo los números. Lo salvaron otros mensajeros de otras entidades que estaban haciendo la misma diligencia.

A medida que pasaba la semana la atención iba desmejorando progresivamente hasta casi llegar a la parálisis del jueves y viernes. En estos días atendieron con tal desgano que muchos clientes que se encontraban allí para retirar sus fondos para invertirlos en la misma inversión combinatoria, optaron por retirarse maldiciendo.

El viernes hicieron una fiesta de despedida y muchos empeñaron lo poco que les quedaba para comprar bebidas y comidas a granel. La fiesta terminó en una francachela como de final de año. La policía tuvo que intervenir porque la mayoría salió a la calle a gritar pestes contra el banco. En improvisadas pancartas denunciaban los salarios de hambre que les pagaban contando a montones dinero que no era de ellos. Con paso de pavo real y desplante de torero, comentaban que ahora sí no los iban a ver ni en las curvas porque se iban a dar la gran vida tal como se la daban los dueños del banco.

Ese fin de semana se convirtió en una tortura. Ninguno se atrevió a violar el pacto por temor a echar a perder la suerte del grupo. Nadie quería cargar con la culpa de seguir arrastrando una vida esclavizada, mecánica y sin sentido. Las iglesias de todas las denominaciones se vieron repletas de fieles que en silencio solicitaban el gran milagro. En el fondo sabían que nada hay más retrógrado que la pobreza.

El lunes se vistieron con sus mejores ropas. No querían demostrar que eran unos miserables que la fortuna los había atropellado. El corazón latía aceleradamente. Hasta los que siempre llegaban con retraso, ese día se levantaron con tiempo para evitar el tráfico al que siempre le echaban la culpa de sus demoras.

El sobre estaba sobre la mesa. La emoción los paralizó. Nadie se atrevía a dar el primer paso. Todos se miraban con recelo, como si súbitamente entre sus vidas se abriera un abismo profundo unido por un puente de desconfianza construido sobre tontas sonrisas. Poco a poco se empezaron a sentir gritos, desmayos, llantos. Agarrándose el pecho unos cuantos caían fulminados por una insoportable emoción. Varios elevaban los brazos al cielo hieráticamente elevados a la divina esencia.

Al ver los ojos inconmensurablemente abiertos de otros, y un rictus de sorpresa en los demás, lentamente los últimos abrieron el sobre para enterarse de que habían sido despedidos y que el acumulado para la próxima semana sería de 200 millones de dólares.

lunes, agosto 21, 2006

Pedro Mena, autor de Borges

Por José O. Alvarez

Soy Pedro Mena y soy el autor de Borges. Puede que esta confesión caiga como baldado de agua fría en la cabeza de los amantes de ese impostor, pero es una verdad que no ha visto la luz por estar cumpliendo condena. Un editor que tiene los derechos de la obra cervantina y ahora "dizque borgesiana", me demandó por plagio.

Sus espías académicos defensores de las letras y la dignidad me cogieron copiando El Quijote al pie de la letra y eso me ha costado casi toda mi vida en prisión. Sin embargo, el mismo desgraciado que desgració mi vida se dio mañas para hacerse a mis escritos.

Ahora que soy libre me encuentro con que todos mis apuntes los han falseado y tergiversado y le son atribuidos a un tal Borges.

El tiempo de prisión me curó de la costumbre de copiar textualmente a los clásicos que tenía desde que tengo uso de razón. Dante, Shakespeare, Homero, Tomás de Aquino, Aristóteles y uno o dos más eran mis maestros. Repetir textualmente los escritos de estos autores me permitía adentrarme en los vericuetos de su genialidad para apropiarme de su memoria, aburrirme con sus ángeles y gozar con sus demonios. Era una forma de re-lectura en la que me escudaba para evitar la pérdida de tiempo con la basura de los contemporáneos que mis contertulios me recomendaban con ahínco.

Aunque mi amigo el siquiatra me diagnosticó que la mejor manera de ser escritor era asistiendo a los talleres de escritura, con una sola vez que asistí a uno de ellos quedé curado. Me estrellé con mucha parla, poca letra.

En la corte no aceptaron mis excusas. Con palabras altisonantes tan caras a esa gentuza me disculpé con aquello de que la mejor lectura es la que se escribe. El peso de la fortuna del editor de marras pesó en el mazo de madera del juez y mi vida se dirigió por los senderos del infortunio.

No fue por falta de talento que no escribí novelas o ensayos peripatéticos. La brevedad de mis escritos se debió, en principio a la falta de papel, al final a una progresiva desconfianza hacia el lenguaje. El único escrito largo, exceptuando las obras que copiaba textualmente, fue el que escribí en las paredes de la cárcel que pintaban una y otra vez. Ésa, que considero mi obra maestra, era mandada a borrar por el director de prisiones cada vez que llenaba sus muros. Enemigo acérrimo del graffiti castigaba sin piedad toda escritura. Abrigo la esperanza que algún día, cuando logre aclarar todo este embrollo, pueda exhumar el palimpsesto de mi obra maestra siguiendo los procedimientos que utilizaron para recuperar el original de la Ultima Cena de Leonardo de Vinci que casi había desaparecido.

La infamia de todo este enredo merece una historia local. Han llegado al descaro de titular a unos de mis manuscritos como "Textos cautivos", cuando el que estaba cautivo era yo. Afortunadamente puedo contar el cuento porque no llegaron al extremo de poner en práctica los postulados del homicida Roland Barthes.

No quiero agobiarlos con hechos de mi vida para dar constancia de mi reclamo, sino enumerar algunas de las obras cuyos títulos y contenido fueron tergiversados añadiéndoles retazos de enciclopedia para congraciarse con los pedantes.

"El Delta", que seguía las electroencefalográficas frecuencias del sueño, fue cambiado a "El Aleph" que se ubica en el nivel de lo real. La cuadratura del tiempo finito representado en un dado, dio paso a la cacofonía del caos del infinito tiempo circular representado en una minúscula bola brillante.

El Jardín de los senderos que se bifurcan era el de los senderos que se multiplican. Había rehusado ese título que fue el primero que me asaltó al escribirlo, porque me parecen abominables las pobres dicotomías que tanto sirven a los críticos.

Funesto el desmemoriado, quien había servido de conejillo de indias a un doctor alemán de apellido Alzheimer, lo bautizaron Funes, el memorioso. El protagonista mío veía la inutilidad de la historia que siempre se repite. Por eso su memoria era virgen. Ninguna idea lo manchaba. En cambio el otro, se convertía en una enciclopedia ambulante de datos inútiles que matan la capacidad del asombro.

Para no caer en el campo de las repeticiones, de las enumeraciones ad infinitum abusadas por mi impostor, el lector ya puede imaginar lo que sucedió con todos los otros manuscritos. Si de lector pasivo se trata (Dios me libre de invocar aquí la torcedura política de Cortázar), remítase a la teoría de la recepción del tan manoseado teórico alemán.

Su supuesto "corpus" literario es motivo de discusión en todos los círculos del planeta. Lecturas borgesianas compiten con lecturas chamánicas y lecturas bíblicas. En los primeros he tratado de entrar para aclarar dicha impostura pero siempre me sacan a empellones y me declaran persona no grata.

Una revista francesa que denunció el entuerto fue sacada de circulación y Roger Caillois, quien firmaba el documento, condenado al olvido. Antonio Tabuchi, siguiendo las pistas del francés, lo corroboró en el suplemento literario del periódico Clarín de Buenos Aires el 13 de junio de 1996, pero recibió su bien merecido: fue ignorado y declarado loco.

No culpo a Borges. Él fue solo una víctima del tinglado armado por académicos y editores. Se aprovecharon de su bondad pero fundamentalmente de su ceguera, como se aprovecharon de mí por venir de un lugar remoto.

Por ese complejo de inferioridad de creer que sólo trasciende lo que huela a extranjero, vea a blanco y suene a plata, hasta mi nombre fue cambiado. En lugar de Pedro Mena, natural del Chocó, negro y sin dinero, me llamaron Pierre Menard.

Constelación edípica

Por José O. Alvarez

Al saltar a este mundo empujado por una comadrona experta en menjurjes y brujerías, pegó un grito de terror que levantó de la silla al padre que esperaba impaciente la llegada del primogénito.

Envuelto en una nube de sangre, añoraba el cielo recién perdido. La ira que tenía se la calmó el regazo de su madre que, sacando fuerzas de donde no las tenía, pidió que se lo dieran así: resbaloso, viscoso, amoratado.

Cada vez que lo apartaban de ella, su furia regresaba. Un cordón umbilical invisible, que no había roto con la pregenitalidad kleiniana mucho menos lacaniana, lo unía poderosamente a esa joven madre, todavía una niña para estar en esos trotes que desde ese día ignoró al hombre que le había hecho insaciables cosas por donde había llegado su hermoso hijo. Desde ese día cerró por completo toda posibilidad de ser manchada de nuevo.

El padre, que esperaba una niña, se llenó de celos que superaron los de Otelo y lo mandó matar. Quería evitar que unos sueños recurrentes, convertidos ya en pesadilla, se cumplieran. Supersticioso como era gastaba una enorme fortuna visitando a un pitoniso que se anunciaba por la televisión al igual que Liberache. Dicho brujo le había pronosticado que el vástago primogénito lo reemplazaría luego de asesinarlo de un balazo y su imperio levantado a pulso caería en la bancarrota.

Los sicarios contratados para realizar el trabajo lo llevaron a una agencia de adopción que no sólo traficaba con material vivo sino con partes de gente que desaparecía.

Ojos, riñones, hígados, piernas, brazos, etc. tenían buen precio en el globalizado mercado, pero los bebés dados en adopción superaban el precio pagado por el celoso padre.

Una familia extranjera que había tratado por todos los medios de tener un bebé ofreció la suma más alta en la subasta que dicha agencia puso en Ebay.com, compañía especializada en subastas cibernéticas que estaba siendo cuestionada porque varios de sus usuarios, dispuestos al desmembre, utilizaban sus servicios.

–Es mejor darse la buena vida con un ojo, una pierna y un pie que vivir en ascuas de cuerpo entero, –decía un tuerto, manco y cojo que había subastado sus respectivas partes, en declaraciones a una revista que se regodeaba en los chismes frescos de la jet set.

Con sus prótesis adquirió la elegancia inglesa que le abrió las puertas a clubes de aristócratas, reforzada por el hecho de ser nuevo millonario.

El bebé creció en medio de mimos. Los padres dejaron de echarse la culpa el uno al otro de su infertilidad que los había llevado a recurrir a los métodos de inseminación artificial, inseminación de semen capacitado, fecundación In Vitro e inyección intracitoplasmática de esperma. Todos los esfuerzos que antes habían realizado vanamente persiguiendo un imposible fueron concentrados en malcriar al niño. Desde el momento de levantarse, hasta el momento de acostarse, el niño imponía sus designios.

En la tierra de la libertad y casa de los hombres bravos, el chico se crió aprisionado a sus caprichos; que no quiero ese cereal sino ese otro, que mejor Burger King, no mejor MacDonald, al final Taco Bell.

Haciendo lo que se le daba la real gana, llegó a la pubertad.

Incapaces de soportar ese bulto de necedades los padres decidieron regresarlo a su país de origen donde las necesidades que tenían que soportar la mayoría de sus habitantes forjaba gente dedicada, juiciosa, laboriosa, callada, dispuesta a vadear cualquier adversidad.

En la capital santafereña se dio a la tarea de conocer los metederos dedicados al goce pagano hasta que dio con un bar en la zona Rosa donde se reunían treintañeras clase alta a disipar el tedio que les daba la buena vida.

Fue amor a primera vista. Quedó prendado del espigado cuerpo de esa hermosa mujer que conservaba intacto en sus medidas y frescura lo que había enloquecido al marido 18 años atrás.

A ella le pasó lo mismo. El deseo platónico y hegeliano que había sido truncado al perder su hijo pareció renacer en sus entrañas. Sus recuerdos fueron asaltados por el de su primo Orlando que apodaban "el furioso", que con sus profundos ojos negros de seminarista la había subyugado cuando empezaba a despuntar como mujer y de la que la separaron brutalmente casándola con un desconocido para evitar el incesto que producía hijos con cola de cerdo como ya había pasado por esa inclinación endogámica que existía en su familia.

En el pasillo hacia el baño la besó apasionadamente.

–Vamos a otro lugar donde estemos solos –le dijo. Caricias devoradoras recorrían el cuello de la treintañera. Sentía explotar una constelación de deseos enterrados, resucitando en todo su esplendor.

Camino a un motel que quedaba en las afueras de la sabana bogotana, no se dieron cuenta que un Mercedes negro SEL 560, vidrios ahumados, a prueba de balas, les chupaba rueda.

Al llegar al motel, un hombre maduro, gordo, medio calvo, les salió al paso y les apuntó con un revólver. Acostumbrado a los juegos de Nintendo, de Sega, Nintendo, Super Nintendo, Play Station 1, Play Station 2, Xbox, etc., sacó la pistola que sus padres le habían empacado "por si las moscas" y con un balazo certero le atravesó el corazón al furioso hombre que los amenazaba.

–Gracias mi vida –le dijo la mujer. –Me has librado de un cerdo.

Esperó a que ella depositara unas flores que arrancó de un decoroso mirto para tapar el hueco que había dejado la bala. Al detener la hemorragia de sangre negra que brotaba como manatial, con un guiño de ojo que brilló como centella, le agarró la mano y entraron al motel.

Regreso a la materia

Por José O. Alvarez

Allí se vio encarcelado en la madera suavizada por las colchas de seda que con la delicadeza de solteronas piadosas construían las hijas del dueño de la funeraria Gutiérrez. Vestía impecablemente con el traje azul oscuro comprado en Milán. El maquillaje lo hacía lucir más joven, casi un adolescente. Así se vio en el espejo el día que fue a la fiesta de graduación. En esa oportunidad aspiró el perfume de las chicas más lindas del pueblo con quienes bailó toda la noche. Ahora, sin aspirar, por su respingada nariz entraba el polen de las flores cargado de gusanitos.

No quiso ver la destrucción de ese cuerpo que lucía bello, aún rozagante. Esos rasgos faciales se delineaban perfectamente en las sombras proyectadas sobre la pared blanca. Las pobladas cejas y enormes pestañas lo asemejaban a un dios cobrizo descansando placidamente. Por la claraboya que su padre había mandado construir para iluminar la casa, se colaba una luz diáfana.

Un esfuerzo sobrehumano le ayudó a seguir el camino que le trazaba esa luz y como falo luminoso, erecto hacia la vagina celestial, rompió el velo del lucero de la mañana. Entrando como daga en esa dimensión desconocida, un goce pagano y profundo lo invadió haciéndole exhalar un gemido orgásmico. Al mirar hacia el oriente vio una enorme estrella y se dejó guiar por ella. La felicidad era tal que pensó que todo era un sueño. La música más hermosa del mundo estalló en sus oídos. Los primeros movimientos de las sinfonías creadas por inspirados compositores y por miles de shamanes de todas las comunidades, se confundían en finales apoteósicos con resonancia de selva amazónica. Era como si los mejores intérpretes de toda la humanidad se hubieran reunido bajo la batuta de sus gestos siguiendo el capricho de sus deseos, muy superiores a los perseguidos infructuosamente por Skriabin.

Los olores más deliciosos le aguaron la boca de un sabor exquisito que le hacía relamer una y mil veces los labios. Los movimientos veloces de la lengua no alcanzaban a detener el torrente de saliva, ante esa sazón jamás lograda por cocinero alguno a través de la historia. Las explosiones de luz eran indefinibles. Los juegos pirotéctnicos de las guerras apocalípticas eran un pálido reflejo ante tanta magnificencia. La multicolor combinación de los colores primarios, nacía y moría a pasos inalcanzables. Las fórmulas del color rojo, que lo hacían el único jamás conocido y conservadas en secreto por la mayor embotelladora de la tierra, eran una frágil proyección de los rojos desplegados. Al extender sus brazos notó que cada poro se alargaba como mano con dedos innumerables que palpaban, saboreaban y aspiraban todo el orbe adentrándose como raíces en la infinita noche oscura. Aún las cosas ásperas, inodoras e inoloras al ser apreciadas producían la suave sensación de relajación. Este caleidoscopio generaba y regeneraba la síntesis absoluta de todas las artes y todos los sentidos, cual arcoiris de amor.

-Posiblemente sin quererlo –pensó- he encontrado el paraíso perdido.

Una felicidad totalizante, para alguien no acostumbrado a ella, embriaga. Aunque efímera, le produjo un vértigo que se apoderó de todos sus sentidos, obnubilándolos. La estrella de oriente lo desorientó y con unas náuseas infernales se percató que su penetración había ido demasiado lejos. Dando tumbos, bordeó las fronteras de la creación antes de ser asaltada por el big-bang dejando de existir los puntos cardinales, el abajo, el arriba, el derecho, el izquierdo. No era de día, no era de noche, sólo era un punto con el infinito circundándolo. Sin reglas, sin melodías, sin compás, sin tiempo y sin espacio, en el centro de la supersimetría de la nada. Solo la absoluta oscuridad y el caos.

Congelado de terror empezó a rezar, implorando al mismo Dios que renegaba. En respuesta a su solicitud de ayuda recibió una andanada de rayos y centellas que le perforaron los intestinos haciéndole expeler metano, helio, gases azules, orines violeta y greda biliosa. Esa excresión le produjo una sed del diablo. Quiso beberse una nube, pero resultó ser una nebulosa que se abría como una rosa galáctica. Se conformó con atragantarse un sorbo de su propia saliva que le supo a orines de cabra montés.

El ascenso a esos infiernos le hicieron aceptar su simple condición mortal. Por eso hizo el camino de regreso y juntando sus moléculas se metió en el nido de seda preparado cuidadosamente por las piadosas hijas del dueño de la Funeraria Gutiérrez. Comprendió que al meterse en su propio cadáver, los minúsculos animalitos que se arremolinaban en torno a él, se encargarían de borrar sus huellas y sepultarlo en el olvido.

Paloma mensajera

Por José O. Alvarez

Tenía entrenada a la paloma para que volara alto y llevara presto mensajes de amor. Le había dado la entereza para remontar alturas inconcebibles a las águilas monarcas de los Andes. Le gustaba extasiarse en esas alturas donde el hambre de los vientos se saciaba con vapores andino amazónicos. Al descender desafiante las esquivaba. Día y noche el águila del Inca se disfrazaba de paloma, pero ella la evadía. Aun tenía presente la suerte que corrieron sus padres al dejarse tentar por el engaño. Había sobrevivido bajo la custodia de palomas esquivas a las trampas puestas por escritores iniciados. Cuando pudo volar se lanzó a la aventura del nuevo continente no porque la movieran utópicos dorados, sino porque veía cómo los parques se llenaban de artistas extranjeros muertos de hambre que buscaban la fama en las tinieblas de la ciudad luz, mientras sobrellevaban una vida de mastines arrancando de un tirón la de las palomas de la Plaza de la Concordia. A veces la nostalgia la embargaba y le daba por soñar mientras volaba. Esta costumbre le hizo bajar la guardia y fue así como en su último vuelo la garra certera del águila del Inca, alcanzó a herirla.

En principio creyó despertar como en el sueño de la rosa de Colaridge, pero al verse en tierra enfrentada a una realidad cruda e inesperada, tuvo que avanzar de tumbo en tumbo por el empedrado sendero que conducía a la colina donde la esperaba ansioso. Le había prohibido volar a bajas horas, por eso a esas alturas mi preocupación crecía geométrica. Era la hora en que el sol moría extrangulado por las sombras. Caminaba con aspecto lánguido como si el sendero quisiera ahogarla. Con la misma pose con que seducía palomas, arrastraba el ala. Probablemente el amor es una herida desgarradora que hace bajar las alas, pensó.

No tardó en escuchar el ladrido de los perros del vecino que olfatearon sus heridas. Eran perros que antes de escapar del paraíso, no ladraban. Les aburrió el hecho de no tener que cuidar nada en ese lugar donde la felicidad se compartía. Ahora hacían lo que les venía en gana, bajo la tutela de su poderoso amo, el de las grandes bolsas en las ojeras que competían con su papada y su panza, que sólo les exigía ciega lealtad. Veloces se deslizaron monte abajo llevándose consigo hasta a los diablos. Ella recibió a los agresores con aletazos de espanto que apenas el camino percibía. Logré llegar a tiempo para ponerle un palo entre las mandíbulas al más atrevido lebrel famoso por su entraña asesina. El tarascazo fue tan violento que volaron dientes como perlas escapadas de collar chamánico en trance de ayawasca.

Por más que la he cuidado llenándola de mimos, la ausencia de las alturas la ha sumido en una profunda pena que ha puesto ceniciento su ropaje. Sus alas han quedado estropeadas y los mensajes de amor condenados al olvido.

Escape onírico

Por José O. Alvarez

Después de la lluvia el hermoso verde se apoderó del paisaje poniendo en ridículo las pinturas bucólicas. La música callada hacía resonar la soledad. El olor de tierra preñada empezó a gestarse. Era el momento anhelado para interrogar el universo al creer conjuradas las iras salvajes. Una serpiente se abrió buscando la vida que pensaba hallar emponzoñando. Desde siempre me acechaba pero sólo hasta ese momento dudé de su sapiencia que escondía tras un velo de dulzura. Incapaz de soportar el oprobio rasgó el velo. Mi cuerpo saltó a tiempo pero mi mano detenida por un instante le sirvió de blanco. Pude salirme de su sueño sibilino y despertar del mío.

Dos gotas de sangre corrían por el dorso de mi mano.