Literarte

Sitio que recoge algunos de los cuentos cortos del autor José O. Alvarez, Ph.D.
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viernes, octubre 20, 2006

Impotencia sansónica

Por José O. Alvarez

El día que Luis Miranda perdió la cola de caballo, me invadió un sentimiento de impotencia sansónica. Esa cola cortada de tajo que representaba el último bastión libertario, era la claudicación a las implacables fuerzas del mercado.

En primera instancia no lo reconocí. Lo confundí con un ejecutivo con cara de lobo listo a cuidar el gallinero de cualquier corporación.

–Oye José..., soy yo –me dijo cuando me vio dando vueltas como bobo que busca agujas en pajar en el shopping donde nos habíamos citado.

“El informe Lugano”, de Susan George, según Luis, le había abierto los ojos definitivamente. Claro que lo que había disparado ese cambio había sido el escuchar de boca de una poetisa el abandono de las miserias del poema por el destello aurífero ofrecido por la neoliberalización.

–Es una revelación –me dijo asumiendo una actitud mesiánica–. Aquí están claras las razones que pronostican el Apocalipsis del planeta según las cuales hay que callarse la boca y acogerse a la sombra del mejor postor por abominable que sea.

Mi escepticismo hacia las posiciones extremas se reflejó en mi rostro cuya ceja derecha se elevó como jalada por hilos invisibles y mis labios se arrugaron en un beso sin contraprestación.

–Estoy mamado de luchar contra la corriente. De ahora en adelante pondré mis energías en la cultura, pero del billete.

La frase emitida como justificación a mi silencio recriminatorio hizo tambalear mi desempleada decisión de vivir o morir en mi ley. Mis aspiraciones de vivir del cuento apoyado en la diáspora se derrumbaban como castillo de lo que se imaginan.

Miranda había conseguido un socio de vasto vientre con un talento similar para los negocios que, rodeado de banderas del imperio, pregonaba la solución de los problemas económicos de la familia entera. Le había hecho una propuesta “de la cual no se iba a arrepentir”, según le confirmó en tono sacado de uno de los protagonistas que le gustaba emular.

Ese aplastante triunfo de las fuerzas caóticas darvinianas que manejan la situación imperante me coloca ante la disyuntiva proclamada por uno de los integrantes de dicha diáspora en mensaje exterminador: hacerse el harakiri o callar como los perros que se muerden la cola.

miércoles, octubre 18, 2006

Apocalíptico íncubo

Por José O. Alvarez

Es horripilante este niño! –dijo con asco la enfermera mientras guindaba al recién nacido y miraba sorprendida a la hermosa madre. El obstetra no pudo soportar esa monstruosidad que había desencadenado un río de sangre que brotaba por entre las piernas de la joven.

Inmediatamente se lo pasó a la veterana enfermera a quien no se le movía un dedo frente a cualquier circunstancia por grotesca que fuera. El constante enfrentamiento con la adversidad había convertido su corazón, alguna vez sensible a la desgracia, en un madero inflexible y rugoso como su cara.

Por primera vez vieron que la enfermera tomó con precaución esa cosa como si fuera un gato muerto. El bebé parecía un guiñapiento viejo de 100 años surcado de arrugas. Arrugó más la cara cuando detectó el desprecio que despertaba. Su mirada glacial congelaba lo que tocaba con la misma no tanto por la mirada en sí sino por lo que reflejaba. Era como un espejo donde el Apocalipsis desencadenado por los omnímodos poderes tecnócratas y militares brillaba como una pirotecnia de gran finale.

El adjetivo emitido por la enfermera se reprodujo como eco en las voces apagadas por sorpresivas manos de quienes estaban en la sala de obstetricia. Con voz gutural el despreciable ser gritó:

–¡Horripilante será lo que vendrá después de que muera, pues no voy a vivir para contarla!

El grito con tonos de suicida le dio un aliento de vida a la agonizante madre. Pidió ver a su hijo. Mejor hubiera sido no habérselo mostrado. El hilo de vida de la joven madre se reventó al comprobar lo que sospechaba, como se reventó también el poderoso hilo del apocalíptico íncubo.

martes, octubre 17, 2006

A paz y salvo

Por José O. Alvarez

Siempre besaba a sus hermanas incluyendo a su madre cuando las visitaba. Cada saludo y cada despedida acumulaban la ausencia de besos que no daba a Amparo porque el rubor se convertía en una barrera infranqueable que sólo logramos romper después de un año de arrumacos, miradas tiernas y sueños imposibles.

El beso fue a boca cerrada, labios en tensión cual dos piedras que chocan. Nuestras miradas dejaron entrever una decepción primeriza que no logró opacar su corazón ni el mío que parecían unirse en el galope.

Eran mejor los besos de las hermanas y aún mejor el de la madre que me dejaba un agradable sabor a fruta madura. La fricción fue tan fuerte que el rubor se quedó por algún tiempo en nuestras bocas. Luego de ese fallido intento de emular a los protagonistas de la telenovela de turno, nos conformamos con las miradas tiernas que hicieron el trabajo que no supieron hacer nuestros labios.

Ese abortado beso me persiguió por mucho tiempo y me impulsó a aprender en otras bocas la técnica perfecta pensando resarcir algún día ese entuerto amoroso.

La frustración de dejar a medias tintas lo que pretendía ser su primer beso persiguió a ese precioso ángel que me desvelaba, como me lo confesó muchos años después cuando ya casada y con hijos, lo mismo que yo, volvimos a encontrarnos.

Paralizados nos quedamos en medio de la Playa con Junín en pleno centro del Valle de Aburrá una vez que había ido a un encuentro de escritores. Al desentumecer el asombro, sin decirnos una palabra, volvimos a besarnos con todas las de la ley sin importar el volar de palomas, el canto de los pájaros, el chiflido de los vendedores ambulantes, la melancólica mirada de los mendigos y la envidia de uno que otro ejecutivo que por allí caminaba.

Tanto ella como yo supimos que esa deuda de amor tarde o temprano había que saldarla con ese beso apasionado para quedar a paz y salvo y continuar tranquilos por nuestras sendas bifurcadas con una sonrisa a flor de labios.

lunes, octubre 16, 2006

Perros calientes

Por José O. Alvarez

Esa insistencia de mi profe de escritura creativa de que todo encierra una obra de arte, me dio la pauta para hacer este microcuento. La mayoría de nosotros, estudiantes de la Universidad de Yoayo, nos habíamos convertido en sabuesos literarios que buscábamos en cualquier cosa por trivial que fuera, temas que luego usábamos en nuestras composiciones. Según él, alguien dijo que no hay diálogo callejero que no contenga el universo y que no sea una máscara que esconda un misterio eterno. Con arrobo llama a esas cosas “epifanías”.

No sé si fueron estos pensamientos o el hecho de que no había comido bien la noche anterior, lo cierto es que me acerqué a una venta de perros calientes para torear la infinita hambre que tenían alborotadas mis sonoras tripas.

Era la hora del almuerzo y varios parroquianos se aglomeraban al pie del portátil restaurante callejero. Una chica regordeta, con graciosa cara, sonrisa de oreja a oreja, atendía a la clientela. Sus voluminosas caderas y exuberantes pechos me despertaron otras hambres que un compañero de clase sacia con sus escritos, otro con sus lujuriosas miradas y otro más allá con sus temblorosas manos.

–¿Se lo preparo con todo?

La mayoría de los clientes asentían con la cabeza. Quizás el hambre no los dejaba emitir sonido. Recordé las palabras del profesor e imaginé que perros calientes como esos saciarían cualquier aterida hambre. Sorpresa me llevé cuando la chica, como salida de portada de magazine, que iba adelante mío contestó:

–A mí prepáremelo con nada.

Pensar que el todo fuera digerible no me pareció absurdo, pero esa inesperada respuesta me dejó lelo.

Frases como ésas lanzadas al vacío taladran mi visión fenomenológica del mundo porque ontológicamente me producen una náusea existencial. Me sentí en un atolladero mental que cruzó mis neuronas, desorganizó mi proceso digestivo, desactivó la boca del estómago, apagó mis ladridos intestinales... en cuatro palabras: acabó con mi hambre.