Literarte

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miércoles, agosto 30, 2006

Huevos de oro


Por José O. Alvarez

De joven tuve sueños de ser empresario avícola, sueños que adquirían vuelo cuando a veces con «Los Condes», grupo musical conformado por exalumnos del colegio León XIII, llegábamos a Kikirikí y cada uno se despachaba un pollo en un santiamén. Las clientes de las mesas vecinas nos recriminaban con sus miradas por nuestra forma salvaje de comer. Deshuesábamos los pollos asados como festín de medioevo.

–Vamos a montar un galpón–, le dije a mi mujer al regresar de la luna de miel. Me miró con ojos de sapo, con la sorpresa de quien nunca espera una frase de alguien inclinado a vivir del cuento.

Purina nos vendió 5 mil pollitas a precio de remate con la advertencia que sonaba a orden de que era la única comida que podían consumir. “Ni por el chiras se les debe dar Raza”, había dicho el empleado de la productora de alimentos cuando cerramos el contrato de alimentación de las ponedoras.

Todo iba viento en popa. Los aminoácidos, las vitaminas y los minerales rápidamente las convirtieron en pollas y muy pronto en gallinas hechas y derechas a punto de rendir los anhelados frutos blancos que servirían para ampliar el negocio.

La construcción del galpón, una enorme maloca con techo de paja, fue el último acto comunitario de la vereda de El Salto donde participaron mis amigos y vecinos entusiasmados con la empresa, que además de dar trabajo, les brindaría la posibilidad de tener los huevos frescos al desayuno, al almuerzo o a la comida.

Los trabajadores del sindicato de Purina, posiblemente aburridos de que les dieran huevo a toda hora, se declararon en huelga. El paro general llevó a una matazón de pollitos que inundaron las aguas del río Magdalena. La cosecha de maíz se destinó para suplantar los productos de Purina.

Acostrumbradas a los sofisticados productos químicos, displicentes las gallinas miraban los granos amarillos como la pobre comida de esas criollas que se revolcaban con cualquier gallo a la vista de las 5 mil. Solamente se dignaron consumir unos pocos granos cuando las punzó el hambre.

Este cambio de dieta las puso flacas y sin celulitis, como las revolconas.
Olvidando la recomendación del empleado de Purina, mi madre les mandó dar Raza. Las gallinas recuperaron su semblante pero cacareaban sin cesar. Toneladas de alimento Raza devoraban en un santiamén hasta que se pusieron tan gordas que no podían caminar y se iban de pico (“de jeta”, decían los que las cuidaban).

–A las ponedoras se les ha cerrado el culo y hacen mucho esfuerzo pa’ cagar–, le dijo a mi madre el encargado general del galpón. –Parecen chivas porque en lugar de churretas cagan bolitas.

Para evitar que se murieran de estreñimiento se vendieron, no como ponedoras, sino como carne de gallina que no tiene casi valor. Por pesar, mi madre no quiso vender a una gallina que se había encariñado con ella. El estreñimiento la mató. Se había quedado en un rincón sin poder moverse de lo gorda y al dar el último patatús rodó como una pelota de fútbol.

Por curiosidad le hicimos una autopsia. Cuando estaban tasajeando la gallina llegaron los que habían comprado las ponedoras en busca de más gallinas. Hasta la gallina que estaba descuartizada querían llevársela al precio que fuera.

En el tira y jala que se formó, uno de los compradores se quedó con la mitad mientras que la otra la agarraba con fuerza el muchacho contratado para alimentarlas. Al caer al suelo, el buche se reventó y rodaron unas bolitas como granos de maíz forrados de excremento. Los compradores se abanlanzaron sobre ellos, los recogieron y los guardaron en sus bolsillos sin inmutarse por el fétido olor ni lo gelatinoso de las cagarrutas.

El sueño de crear una cadena avícola que supliera de huevos a toda la región del Tequendama quedó reducido a cenizas. Hasta el nombre que pensaba ponerle lo utilizaron los compradores a quienes les habíamos confesado nuestras aspiraciones ovíparas.

–Ustedes mataron a las gallinas de los huevos de oro– me dijo el dueño de la cadena de asaderos Kikirikí cuando me reconoció una noche que estaba deshuesando un pollo.

–¿De qué me habla ...? –, le dije sorprendido.

–Todas tenían granitos de maíz ... pero de oro macizo.