Literarte

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miércoles, agosto 30, 2006

Cristo palpitante

Por José O. Alvarez



El Cristo de mi hermano pagó los servicios funerales de primera de mi madre.

Admirador ferviente de Velásquez y Rembrandt, mi hermano el pintor quiso superarlos con un cuadro tamaño natural de Jesús crucificado.

Con la paciencia propia de relojero de agua fina logró emular con creces a esos dos maestros. Las últimas palabras de "perdónalos que no saben lo que hacen", parecían repercutir como eco misterioso y celestial en las paredes de la enorme sala de la casa.

En medio del dolor por la muerte de mi madre, a alguien se le ocurrió la grandiosa idea de adornar con el cuadro la capilla de velación de la Funeraria Gutiérrez.

A regañadientes mi hermano aceptó que su obra fuera colgada en una capilla. Sus temores se cumplieron al pie de la letra. La gente se impresionó al ver ese enorme Cristo tratando de abrazar tantas coronas que cubrían el ataúd donde reposaba mi madre.

A medianoche, cuando una de las piadosas hijas del dueño de la funeraria pasaba la cuarta ronda de tintos para los dolientes y plañideras que rodeaban el féretro, hizo un alboroto al dejar caer la bandeja.

-¡El Cristo está vivo! -gritó aterrada. Luego petrificada como estatua de sal, señalando diagonalmente a las alturas masculló con dulce voz. -¡Su corazón palpita!

Los que no estaban arrodillados repitiendo las monótona letanía "que Dios la saque de pena y la lleve a descansar", cayeron extasiados a adorar al Cristo palpitante.

A pesar de la neblina que empañaba mis ojos pude corroborar que efectivamente parecía que el corazón del Cristo palpitara en medio de esos claroscuros rembrandtnianos magistralmente plagiados por mi hermano.

La bola se regó como pólvora, sacando a todo el mundo de la cama. La capilla se abarrotó y no había cómo entrar o salir de ella.

La gente se golpeaba el pecho siguiendo el ritmo de las relajadas palpitaciones por segundo del Cristo y en sus rostros empezó a dibujarse esa paz infructuosamente perseguida en las mesas de negociaciones.

El dolor que en principio había abatido a mi hermana menor se vio paliado al ver tanta gente velando la madre todo el tiempo hasta que pudimos sacarla al otro día para la misa solemne en la Catedral y su posterior entierro en un hermoso mausoleo preparado por los de la funeraria.

Después de dejar descansando a mi madre para toda la eternidad, fui con mi hermano el pintor a cancelar los elevados gastos de ese funeral de primera que hicimos por capricho de mi hermana menor para evitar que le diera un patatús y siguiera los pasos de nuestra madre.

-Déjenme el cuadro como pago -dijo la hermana mayor de las Gutiérrez. Su piedad no impedía tener el carácter fuerte para diferenciar entre el negocio y el dolor.

-Lo siento -dijo mi hermano.

-Entonces..., -dijo la Gutiérrez con la actitud de subastador experimentado. -¡póngale precio!

-Es que ese cuadro no tiene precio -contestó mi hermano con ese atisbo de impaciencia que mostraba ante todo lo que no respirara arte.

-Mejor así -dijo la Gutiérrez levantando el entrecejo en señal de victoria. Luego de una breve pausa en la que pasó del triunfo a la benevolencia replicó: -Entonces les regalo el funeral y ustedes me regalan el cuadro.

-El hecho de no tener precio significa lo contrario -le dije admirado de que de mí saliera a relucir un regateador jamás conocido.

La agileza de mercadera de la muerte de la Gutiérrez nació en su esplendor. Nos explicó con miles de detalles como morirse se había vuelto más caro que vivirse. Para concluir ese asunto tan vital, en tono salomónico dijo:

-Ustedes, ni ninguno de su familia hasta la tercera generación tendrán que preocuparse por los matadores gastos de cada uno de sus funerales.

-Pero eso es infame -dijo el pintor con rabia.

-Es como pagar ahora para viajar luego, -dije repitiendo inconcientemente el slogan con que la misma funeraria se anunciaba por La Voz de los Chorros.

-Sí..., -remató con malicia la Gutiérrez. -... pero lo harán en primera.