Literarte

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martes, agosto 29, 2006

Chucho, el obituario

Por José O. Alvarez

Hoy me he enterado de la muerte de Chucho y me ha pesado no estar allá para lanzar en su tumba el último manojo de tierra.

Como una apariencia de ser venido de otro planeta donde lo ferroso impone su dominio, Chucho parecía un hombre de hierro por fuera y por dentro.

Escuchaba como un bobo o como lo hacen los ciegos. La ropa que vestía era regalada, usada o nueva, que se ponía hasta que caía hecha pedazos. Solo en ese momento se bañaba en Los Chorros, sacando con limpiagrasa toda la mugre acumulada por meses. Las lavanderas que asistían a ese espectáculo, aún las más mojigatas, no dejaban de admirar el enorme animal bien dotado que relucía al quedar como nuevo. Un suspiro las hacía añorar esas cualidades en sus esposos o amantes.

De pequeño siempre lo vi en la plaza cargando bultos enormes y llevando el mercado de viejas arribistas que lo trataban como a una bestia y le tiraban cualquier centavo como pago. Admiraba su hercúleo cuerpo. Me decían que se debía al constante ajetreo de mula de carga.

Nadie sabía de donde había llegado. Muchos aseguraban que había aterrizado en Plazacolombia venido de otro planeta y yo lo creía. Parecía denunciar la nostalgia por su lugar de origen al caminar con paso lerdo como si llevara una herida clavada en el corazón.

Las chicas huían espantadas siguiendo el consejo de sus madres que lo catalogaban como un violador en potencia. Los chicos admirábamos sus pectorales de gigante de casi dos metros. Parecíamos liliputienses alrededor de Gulliver pidiendo que jugara con los poderosos músculos de sus brazos. Nos encantaba poner nuestras manecitas en sus bíceps de hierro que se movían como enormes bolas de cañon. Eran las únicas veces que sonreía.

Se alimentaba de verduras y frutas que los mercaderes botaban antes de que se dañaran y que colocaban en la plaza en un canasto dispuesto para él. Trabajaba como una mula y como una mula comía.

Cuando las campanas de la iglesia sonaban incesantes anunciando la muerte de algún feligrés, Chucho abandonaba su trabajo y esperaba en la esquina central de la plaza que colocaran el anuncio obituario elaborado en letras góticas por las piadosas hijas del dueño de la Funeraria Gutiérrez.

No valían amenazas ni promesas. Chucho se disponía a realizar su trabajo ad honorem de copista como si Tánatus se lo exigiera del más allá. Sagradamente se posesionaba de los escalones que conducían a la plaza y usando las escalas como escritorio y silla, copiaba en su totalidad todo el cartel dejando un espacio donde iba el nombre del difunto que colocaba al final.

Reproducía hasta los bordes sinuosos del aviso de tal forma que parecía una copia en formato 11 x 8 del mismo. Seguidamente la colocaba en una bolsa plástica y la depositaba en unas cajas que guardaba bajo las escaleras abiertas de madera que llevaban a la Voz de los Chorros, una pequeña emisora que transmitía complacencias de amor y desamor, pregonaba funerales y emitía propagandas de dos o tres tiendas que se daban el lujo de anunciarse. Nadie se atrevía a tocar esas cajas por temor a que las únicas palabras que le oyeron mascullar un día con tono severo, se cumplieran al pie de la letra:

-"El que toque estas cajas mientras yo viva, será infeliz".

Por razones ajenas a mi voluntad tuve que irme de mi pueblo y de mi país y la distancia le echó tierra a muchas cosas incluyendo la de Chucho.

Al morir mi madre volví a ver a Chucho. Estaba en la posición de costumbre copiando el obituario donde decía que nosotros y demás familiares invitábamos al sepelio de quien "descansó en la paz del Señor" para lo cual quedaríamos eternamente agradecidos.

Así como nadie lo interrumpía en esa labor que el pueblo consideraba normal, tampoco nadie se atrevío a molestarme mientras detrás de Chucho miraba cómo con destreza increíble copiaba al pie de la letra y estilo todo el anuncio. Al colocar el nombre de mi madre, "la distinguida señora Elena de la Concepción Sarache viuda de Vásquez del Pino", me di vuelta tratando de disimular las lágrimas que empañaban mis ojos.

A la hora del entierro lo volví a ver otra vez. En esta oportunidad ayudó, como siempre lo hacía, a bajar al sepulcro el pesado ataúd. Todos se fueron, pero Chucho se quedó impertérrito como ciego mirando el horizonte. Comprendí que quería quedarse solo. Oculto detrás del mausoleo de la familia Bernatte, lo vi tirar el último puñado de tierra sobre la tumba de mi madre y abandonar el camposanto con paso lerdo como si cargara los yerros de todos los que ahora gozaban del sueño eterno.

Hoy que llamé a mi hermano me enteré de lo de Chucho.

-Creyeron que se había dormido copiando un obituario, –me dijo con una voz que denotaba tristeza. "Al tocarlo, lo sintieron tieso como el hierro. Al ver que no reaccionaba lo voltearon y se dieron cuenta que estaba muerto".

-Y ¿de quién era el obituario? –le pregunté para confirmar mi sospecha.

-No sé si sería el de él o el de otro difunto.

-¿Por qué? –le interrumpí intrigado.

-Porque donde colocaba el nombre …, lo dejó en blanco.