Literarte

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miércoles, agosto 30, 2006

Amores perros

Por José O. Alvarez

Por un accidente descubrí que el amor de perros es más fuerte que la muerte.

Al dolor del fallecimiento de su amado cánido se sumó la de sus amos, mis recientes vecinos que habían llegado con toda su parafernalia como de bazar árabe, junto con canarios, loros, iguanas y ... una perrita. Esta fiel criatura, con sus fluidos secados al implacable sol caribeño, había desatado la catástrofe. La igualadora parca impuso su implacable sello. Jadeando como perros, un síncope se llevó a mis retirados vecinos cuando les hice el reclamo.

Si antes descansaba al menos unas horas para tomar resuello, ahora no paraba de ladrar. Se volvió un tormento de 24/7 que no me dejaba concentrar en mis breves escritos. Los familiares de la difunta pareja arrancaron toda esa parafernalia que no le daba respiro a la casa y se olvidaron de la perrita. Los ladridos, absorbidos por los objetos cuando la casa se encontrada habitada, retumbaban en la soledad como si miles de perros llegaran a acompañarla una vez quedó despoblada.

Más por conveniencia que por compasión, decidí regresarla al solar de sus ancestros donde pudiera paliar la nostalgia. Como si un radar la dirigiera desde el cielo canino, me señalaba la ruta del Este de Hialeah. Al llegar a la calle ocho con avenida cuarta, a su triste aullido agregó una viuda lágrima. Deduje que me decía que en ese lugar había sido espachurrado su compañero algo que corroboraba mi olfato de perro.

Cerca de la orilla de la agitada vía, había una mancha que denotaba la marca de un animal muerto. Allí se lanzó la perra a besar el pavimento y a retozar amorosa sobre esa muestra que apenas dejaba percibir un polvo enamorado que al elevarse formaba corazones caninos. Insensibles a toda clase de amor, nadie lo notaba.

Los carros de los jóvenes pasaban veloces como si no les alcanzara el tiempo. Los de los viejos, que lo tenían contado, se detenían a sufrir con el espectáculo y a mirar de soslayo con ternura perruna a su compañera de los últimos días.

Un chico, posiblemente con parte de la botánica y farmacia que la noche anterior se había despachado en una discoteca de South Beach, no vio la perra y le pasó por encima. En sus moribundos ojos alcancé a leer algo que me decía que esa era la muerte que había deseado porque estaba hasta el hocico de vivir esa vida de perros, miserable, angustiosa y solitaria.

Me parece que es Schopenhauer quien dice que la transigencia con el ruido es inversamente proporcional a la inteligencia. La mía se estaba atrofiando con esos gruñidos. Afortunadamente ahora puedo recuperarla, aunque, después de conocer la razón de los ladridos, extraño los de la perrita como se extrañan las cosas que son marcadas por el amor.

Yo, que no creo ni mucho menos busco paraísos perdidos, pienso que en el cielo canino hay una fiesta donde ella retoza con su amado, ya sin ladrar de angustia, sino gimiendo de placer, amor y felicidad.